Pedro procuró que Paula conociera durante su estancia allí lo más posible del modo de vida gaucho. Montaron juntos casi todos los días, una actividad que ella disfrutó más con el cómodo atuendo gaucho. Recibieron invitaciones a barbacoas de amigos de la familia, a un baile gaucho y también, para alegría de Paula, pasaron un día en un rodeo.
—Duran muchos días seguidos y Lucas y yo competíamos cuando éramos más jóvenes —le dijo Pedro cuando volvían a casa—. Pero tú solo has podido ver un día porque te vas mañana. Aunque todavía nos quedan los días de Porto Alegre antes de que te vayas lejos de mí.
La cena esa noche fue una ocasión especial, y Ana sirvió todas las exquisiteces que se le ocurrieron en honor a Paula.
—¿Qué comprarás en Porto Alegre, querida? —le preguntó en un momento de la cena.
—Regalos para mi tía y mis amigos —respondió la joven.
—En Porto Alegre tendrás donde elegir —Ana suspiró—. Es triste que debas irte tan rápido. Tienes que convencerla de que vuelva pronto, hijo mío.
Pedro sonrió a su madre.
—Haré todo lo posible.
Horacio se puso en pie.
—Ahora brindaremos por nuestra invitada. Buen viaje, Paula.
—Gracias —ella parpadeó con fuerza y alzó su copa—. Por la familia Alfonso por recibirme tan bien. Ha sido una Navidad inolvidable.
En el aeropuerto de Porto Alegre tomaron un taxi naranja y Pedro pidió al taxista que les diera una vuelta por la ciudad de camino al hotel Sao Rafael.
—Estamos en la Praça da Matriz —dijo al cabo de un rato—, y ese edificio de la cúpula grande es la Catedral Metropolitana. Cerca está el Palácio Piratini, la residencia del gobernador, y al norte el Teatro Sao Pedro. Hay muchos edificios así en la ciudad, pero los dejaremos para otro día. Ahora vamos al hotel. Te apetece descansar antes de almorzar, ¿No?
—Me gustaría tomar una ducha, sí. Hacía calor en el avión. Aunque el viaje ha sido mucho más emocionante contigo pilotando.
Él sonrió. Llegaron al hotel, donde Pedro había reservado una suite.
—Yo me hospedo aquí siempre que vengo a la ciudad, y mis padres también. No es tan grande como algunos de los hoteles modernos, pero tiene mucho carácter, comida excelente y las suites de los últimos pisos dan a la laguna. Después de registrarse en recepción, tomaron el ascensor hasta su suite y entraron en una sala de estar encantadora.
—El equipaje llegará pronto, pero necesito un beso —Pedro la abrazó y besó—. He soñado con estar solos así.
Paula también, pero por el momento no le pareció inteligente admitirlo.
—Enséñame las vistas, pues —pidió.
Se acercaron a las ventanas para mirar la gran laguna.
—El Lagoa dos Patos —le informó él.
Ella sonrió.
—Esperaba algo más romántico, como flamencos.
Pedro se encogió de hombros.
—Lo siento, no hay flamencos —llamaron a la puerta—. Es el equipaje.
Fue a dar propina al botones y se reunió de nuevo con Paula en la ventana.
—Sugiero que pidamos el almuerzo al servicio de habitaciones, y esta noche, cuando hayas descansado, salgamos a cenar. ¿Te parece?
—Claro que sí. Pero esta noche nada de churrasco. He comido más carne desde que llegué a Brasil que en varios meses en casa.
—Porque tenemos la mejor ternera de Brasil y el mejor modo de prepararla —a él le brillaron los ojos—. Da fuerza al hombre y a la mujer. ¿Qué maleta necesitas primero?
—La más pequeña.
—La dejaré con la mía a los pies de la cama. ¿Te parece?
Paula sabía que la pregunta no se refería solo a la maleta. Asintió con la cabeza.
—¿Dónde está el baño?
Después de ducharse, Paula se envolvió en uno de los albornoces del hotel y salió a la sala, donde Pedro miraba por la ventana.
—¿Cuánto tiempo tardará el almuerzo?
Él la miró comiéndosela con los ojos.
—Lo he pedido para dentro de media hora. ¿Descansamos un poco antes?
—¿Estás cansado?
—No querida, no lo estoy —cruzó la estancia en dos zancadas y la abrazó—. Puedo hacer esto ahora.
—Claro que puedes —ella frotó la mejilla contra la de él cuando la llevaba a la cama.
Pedro la depositó con gentileza en el lecho y la besó con tal pasión que no tardaron en prescindir de la ropa y unirse por fin en la gran cama blanca, donde él le hizo el amor con palabras que ella entendía solo a medias y con caricias que no necesitaban traducción, y prendían fuego a su cuerpo.
—He anhelado esto desde el momento en que te ví—susurró él.
—Pues ámame —contestó ella con voz ronca.
Pedro soltó una carcajada y la penetró con un movimiento brusco.
—¿Te hago daño? —preguntó.
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