En cuanto Paula se levantó a la mañana siguiente, envió mensajes de texto a Diana, Romina, Fabián y Rodrigo. Estaba ya preparada cuando Pedro subió a buscarla para desayunar. Tanto sus padres como él estaban vestidos ya de fiesta y el desayuno se sirvió pronto para que tuvieran tiempo de intercambiar los regalos antes de que llegaran las doncellas. Había elegido los suyos con mucho cuidado y le complació que a Ana le gustaran el suéter y la rebeca de cachemira que le había comprado.
—¡Qué lindos, querida! Gracias.
Pedro alzó en alto el jersey azul que le había dado Paula.
—Me gustaría que hiciera más frío para ponérmelo hoy —se inclinó a besar a Paula—. Muchas gracias.
Ella sonrió con aire de disculpa cuando Horacio sacó una botella de whisky de malta de su caja.
—Me temo que el tuyo no es muy inspirado.
—Es un gran regalo para mí —le aseguró él—. Pero lo esconderé. Me niego a compartirlo con los invitados.
—Abre el regalo de Horacio y mío, querida —le pidió Ana.
Paula parpadeó abrumada cuando vió que su regalo era un traje de gaucho como el de los hombres, con camisa, pañuelo, bombachas, poncho, espuelas y una navaja con cachas de plata. Solo faltaba la pistola.
—Es maravilloso. Muchísimas gracias.
—No pudimos comprar las botas, pero creo que hemos acertado con la talla en todo lo demás —dijo Ana con satisfacción.
—Mi regalo es muy pequeño —Pedro le tendió un paquetito.
Paula quitó el papel dorado y abrió la cajita de terciopelo que contenía unos pendientes de esmeraldas y diamantes. Tragó saliva con fuerza.
—¡Oh, Pedro!
—¿No te gustan? —preguntó él.
Ella lo miró con reproche.
—Claro que me gustan. Pero no esperaba algo tan… tan…
—¿De tan buen gusto?
—Tan caro —ella se levantó para darle un beso y dió las gracias a sus padres del mismo modo.
—Hacen juego con tus ojos —Ana miró a su hijo—. Los elegiste por eso, ¿No?
Él asintió.
—Pero tenía miedo de que no los aceptara. En Viana do Castelo se enfadó mucho porque pagué unos zapatos.
Paula se ruborizó.
—Eso era diferente.
—Es verdad —Pedro sonrió con aire triunfante—. Hoy no puedes rehusar nada porque es Navidad. Y además es fiesta, así que tienes que llevarlos. Te los pondré yo.
Paula se quitó los pequeños pendientes de oro que llevaba y dejó que Pedro los sustituyera por los de esmeraldas, que quedaban tan incongruentes con los vaqueros y la camisa que se echó a reír.
—Cenicienta tiene que ponerse el vestido de fiesta —dijo—. ¿Cuándo llegan los invitados?
—A partir de mediodía —respondió Horacio—. Ven, Pedro. Tenemos que comprobar los fuegos de las parrillas.
—¿Quién cocina? —preguntó Paula.
—Empiezan Horacio y Pedro, mientras Gerardo, el marido de María, mantiene los fuegos —dijo Ana—. Luego los van sustituyendo los otros hombres.
—Date prisa en cambiarte, querida —le pidió Pedro—. Ponte el vestido verde.
La experiencia para Paula fue tan distinta a la de sus Navidades habituales, que tuvo que pellizcarse de vez en cuando para comprobar que no estaba soñando. Calzada con sandalias doradas planas y con un delantal encima del vestido verde, se afanaba con las sonrientes doncellas en poner las mesas y llevar bandejas de carne cortada al lado de Pedro, que parecía tan feliz ocupándose de las barbacoas que a Le costaba reconocer en él al hombre amargado y herido que era cuando lo viera por primera vez. Unos minutos antes de mediodía, fue con Ana a arreglarse un poco para la llegada de los invitados.
—¿Hacen esto todas las Navidades? —preguntó Paula cuando entraron en la casa.
—Durante muchos años sí —Ana suspiró—. El año pasado no porque había muerto Lucas—enderezó los hombros—. Pero ahora celebramos que Pedro se ha recuperado y es feliz. La vida debe continuar, ¿No?
Paula no pudo evitar abrazarla.
—Desde luego. Sé por experiencia que continúa.
Cuando empezaron a llegar los invitados, Pedro y Horacio dejaron su puesto para recibirlos y Gerardo y sus hombres quedaron al cargo de la carne, que lanzaba un aroma maravilloso al aire. Pedro estuvo a su lado mientras sus padres la presentaban a un grupo tras otro de gente, y la tomó por la cintura cuando llegó Alberto Soares con Candela, espléndida con un vestido naranja de volantes.
—Tranquila, querida —murmuró Pedro al sentir que Paula se ponía tensa—. Nada de peleas el día de Navidad.
Paula dedicó una sonrisa radiante a los recién llegados.
—Muito prazer, e Feliz Natal.
Candela se adelantó con la intención clara de besar a Pedro, pero él le dió una palmadita en la mejilla y estrechó la mano de su padre.
—Quiero ayudar, doña Ana—dijo la chica.
Horacio negó con la cabeza, sonriente.
—No es necesario, querida. Hoy tenemos la ayuda de Paula.
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