martes, 4 de septiembre de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 30

Fabián y Laura acompañaron a Paula al aeropuerto de Heathrow para tomar el vuelo hasta Sao Paulo.

—En primera clase te darán una cama —le informó Fabián—. O eso dice mi jefe. Yo nunca he tenido el placer.

Cuando por fin subió al avión, a Paula le sorprendió ver que solo había catorce pasajeros en primera clase. El vuelo sería obviamente más cómodo que otros que había hecho, pero ella llevaba varias noches nerviosa por la idea de volver a ver a Pedro. Quizá cuando volvieran a verse no sentirían lo mismo que en la Quinta. Pero ya era demasiado tarde para tener dudas, así que, después de comer lo que le sirvieron, se dispuso a ver una película. Se adormiló y despertó muy temprano. Fue a refrescarse al baño y a cambiarse de ropa antes de desembarcar en Sao Paulo, pues había dejado el invierno de Londres para viajar al verano de Brasil. Disponía de dos horas para hacer la conexión a Porto Alegre, pero el caos en el aeropuerto era tal y le llevó tanto tiempo pasar la aduana, que llegó con el tiempo justo para embarcar. Cuando aterrizó en Porto Alegre, respiró hondo al entrar en la gran terminal abovedada del aeropuerto Salgado Filho y le pareció que su equipaje tardaba siglos en salir. Al fin se dirigió a la salida cargada de maletas y el corazón le dió un vuelco al no ver a Pedro. En su lugar, vió a un desconocido que sostenía un cartel con su nombre. Paula se presentó a él y el hombre sonrió, le mostró un carné y se presentó como Gerardo Braga, de estancia Grande. Le quitó el equipaje y le tendió una carta.

—Aquí se lo explican, doctora.

Paula leyó con rapidez:

"Mi hijo le suplica que perdone que no pueda ir a buscarla. Se ha visto retenido con el ganado. Le pide que confíe en Geraldo Braga, quien la traerá hasta Estancia Grande. Mi esposo y yo la esperamos con impaciencia. Un cordial saludo.

Ana Zolezzi de Alfonso"

Paula devolvió la carta al sobre y sonrió con valentía para ocultar su decepción.

—Obrigada, senhor Gerardo.

—Sígame, doctora.

Poco después, ella se encontró en un avión ligero con Gerardo Braga en los controles y le resultó emocionante subir y dejar atrás la ciudad. Cuando por fin volaron por encima de prados, el piloto sonrió con aprobación ante su evidente entusiasmo.

—Por favor, mire abajo. Ya estamos en terreno de Estancia Grande, doctora.

Ella vió que el verde de la hierba había dado paso a algo marrón.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Es ganado. El ganado de Estancia Grande —contestó él con orgullo.

—¿Todo eso? —ella miró sorprendida la gran mancha marrón en un paisaje que después se volvió verde de nuevo.

—Pronto verá la casa —le informó el piloto.

Cuando bajaron más, Paula vió una pista de aterrizaje que llevaba a un edificio que obviamente albergaba el avión y, a cierta distancia de él, una casa blanca resguardada por árboles, con otros edificios cercanos. El avión descendió con tal suavidad que ella apenas podía creer que estaban en tierra cuando Gerardo se levantó de su asiento para desabrocharle el cinturón. Cuando él abrió la puerta, Paula vió a un hombre y a una mujer que la saludaban con la mano y se acercaban al avión.

—El patrón y doña Ana—anunció Gerardo.

Saltó al suelo con una agilidad que ella confiaba en poder imitar, Pero en cuanto sintió los pies en el suelo, Ana Alfonso la abrazó con calor.

—Es un gran placer conocerla, doctora Chaves—dijo con una voz ronca y atractiva. La soltó con una sonrisa—. Este es mi esposo.

Él tomó la mano de Paula y, para sorpresa de ella, en lugar de estrechársela, se la besó.

—Horacio Alfonso—anunció—. Bienvenida, doctora Chaves.

—Paula, por favor —repuso ella.

—Y tú llámame Ana—dijo la madre de Pedro. Sonrió a Gerardo—. Ocúpate del equipaje, por favor.

—Agora mesmo, doña Ana.

—Pido disculpas por la ausencia de mi hijo —dijo el padre—. Se ha preocupado mucho al ver que se retrasaba.

—Ahí llega. Mira, querida.

Paula miró en la dirección que indicaba Ana y comprendió que el ruido sordo que oía era sonido de cascos. A medida que se acercaba el ruido, una nube de polvo se fue convirtiendo en un grupo de jinetes, que pararon sus monturas de pronto. Horacio rió suavemente detrás de ella cuando uno de los jinetes espoleó a su caballo por delante de los demás e inclinó la cabeza en un gesto de saludo. Al igual que los hombres detrás de él, llevaba un sombrero plano atado a la barbilla, un pañuelo atado al cuello y botas de cuero con espuelas. Bajó con gracia de la silla, con un revólver enfundado en un lado de un cinturón tachonado de plata y una navaja y una hilera de cuentas de madera en el otro. Se quitó el sombrero e hizo una pequeña reverencia.

—Bienvenida, doctora.

A Paula le dió un vuelco el corazón. ¿Aquella maravillosa criatura era el hombre que cojeaba por la Quinta das Montanhas?

—Gracias —musitó. Y tendió la mano.

Pedro se la llevó a los labios, le lanzó una mirada que convirtió las rodillas de ella en gelatina y la presentó a sus hombres.

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