martes, 4 de septiembre de 2018

Curaste Mi Corazón: Capítulo 32

—Por supuesto que quiero —ella suspiró y se rindió a la boca que devoraba la suya con tal pasión que se sentía mareada. Cuando lo sintió excitarse contra ella, se apartó con un respingo—. Más vale que te vayas ahora.

—Sé que tengo que hacerlo —gimió él—. Querida, es un placer tenerte aquí. ¿Sabes montar a caballo?

—Sí.

—Estupendo. Montaremos por la mañana.

Cuando Pedro se marchó después de pedir, y conseguir, un último beso, Paula decidió que había llegado el momento de deshacer el equipaje, y vió que ya lo habían hecho por ella. Toda su ropa colgaba en el vestidor perfectamente planchada o estaba bien doblada en los estantes. Descansó una hora, se lavó, se maquilló un poco, eligió una camisa rosa para vestir y bajó a la veranda.

—Esta es Mariana—dijo Pedro cuando apareció una doncella con una bandeja—. Ella ha deshecho tu equipaje.

—Muito obligada —dijo Paula a la chica.

Como sabía que Roberto estaba impaciente por llevarla fuera, tomó una taza de té, se disculpó con su anfitriona y salió con él a explorar.

—No te enseñaré el jardín de mi madre, pues seguro que querrá hacerlo personalmente. Te enseñaré la piscina y los corrales, donde podrás ver caballos —dijo Pedro.

—Tendré que hacerme amiga de uno si vamos a montar por la mañana.

—¿Hace mucho que no montas?

—Siglos.

Llegaron a un bosquecillo que ocultaba una piscina bastante grande y Paula miró a su alrededor con interés.

—Podrás nadar luego si quieres —le dijo él.

La llevó a los corrales, un cercado situado cerca de unos edificios cubiertos de hiedra. Paula oyó voces de hombres y ruidos de caballos y se acercó con Pedro a los animales. A diferencia de los caballos de establos a los que montaba en su país, aquellos eran descendientes de mustangs salvajes, animales fuertes con la energía necesaria para el trabajo duro que desempeñaban. Un grupo de hombres de rostros sonrientes se acercó a saludar a Pedro, entre ellos algunos a los que Paula había visto antes. Uno de ellos palmeó a uno de los caballos.

—Echa un vistazo a ese a ver si te gusta —dijo Pedro a Paula.

La joven se subió al primer travesaño de la valla para poder llegar a las orejas del caballo y le habló con suavidad mientras le acariciaba la cabeza, diciéndole que era un animal muy atractivo y que le gustaría montarlo al día siguiente. Él relinchó débilmente y le sopló en los dedos. Pedro se echó a reír.

—Creo que dice que le gustaría mucho.

Le presentó a los hombres y Paula los saludó con simpatía.

—Mañana daremos un paseo corto —dijo Pedro cuando regresaban a la casa.

—Mejor. Así podré sentarme luego, y además, me gustaría ayudar a tu madre.

—Mariana y la cocinera están ya con eso, y también las ayudarán familiares. Vendrán amigos y vecinos a la comida y llevan ya días con los preparativos.

Ella lo miró alarmada.

—Tenía que haber traído un vestido más apropiado para la ocasión.

Él se echó a reír.

—Eres una historiadora, pero también eres mujer. Y me siento muy agradecido por eso —le susurró al oído.

—No es cosa de risa, Pedro.

Él la besó.

—No será una comida de Navidad como las que estás habituada. Será un churrasco bajo los árboles, así que no necesitas un vestido de baile.

—Eso es un alivio —se miró los zapatos bajos de ante—. Pero hay otro problema. No tengo botas de montar.

—No importa, te buscaremos unas.

Aquella noche tomaron una cena informal en la veranda.

—Los días antes de Navidad hacemos cenas sencillas —dijo Ana a su invitada—. Pero ese día vendrán nuestros amigos al churrasco de Estancia Grande.

—Me gustaría ayudar de algún modo.

—Después de viajar desde tan lejos, no podemos dejarte trabajar —Horacio le llevó la copa de vino—. Y Pedro te llevará a montar por la mañana.

Después de la cena, Ana llevó a su invitada al salón.

—Mira, Paula. Aquí están los regalos que nos ha hecho Pedro por nuestro aniversario.

—¡Han llegado! —Paula sonrió al ver los dos cuadros colgados a ambos lados de la gran chimenea de piedra. La chica del vestido blanco parecía sonreír con timidez al joven del brillo en los ojos—. ¡Qué maravilla! Ahora está muy bien, Pedro.

—Porque tú trabajaste con él —Roberto le besó la mano—. Eres una mujer inteligente.

Horacio sonrió a su esposa.

—Paula, Ana quiere contarte una historia.

A la joven le fascinó escuchar que, después de que Pedro hubiera mencionado su parecido con el joven del cuadro, su madre había pasado horas investigando su árbol genealógico ante el ordenador.

—Debido a esa investigación, algunos días nos veíamos solos en la cena —comentó su esposo con sequedad.

Ana lo miró con ojos brillantes.

—Es mejor que pase el tiempo con un ordenador que con un amante, ¿No?

—Mucho mejor —asintió su hijo con fervor—. Papá lo mataría.

—Es cierto —corroboró Horacio, con tal seriedad que Paula no pudo evitar reír—. Los gauchos son esposos celosos —informó a la joven. Miró a su esposa—. Continúa.

La investigación de Ana la había llevado hasta José Luis Zolezzi, un antepasado que había trabajado en el comercio del vino a finales del siglo XVIII.

—Pasó mucho tiempo en Inglaterra, en una ciudad llamada Ipswich.

—Allí vivió Gainsborough —comentó Paula, encandilada.

—Sí —Ana sonrió triunfante—. Desgraciadamente, no tengo papeles que prueben que el retrato es de Zolezzi—Ana tomó a su hijo de la mano y lo llevó hasta que quedó situado debajo del retrato—. Pero Pedro es prueba suficiente, ¿No? Si le recojo el pelo a la espalda…

Pedro se escabulló riendo.

—Nada de cintas, por favor.

Más tarde hablaron animadamente mientras tomaban café, pero cuando Pedro vió que Paula reprimía un bostezo, se puso en pie y le tendió la mano.

—Estás cansada, y si vamos a montar por la mañana, tenemos que salir pronto. ¿Todavía lo deseas?

—Si puedes encontrarme botas, sí.

—Yo tengo unas que quizá te sirvan —intervino Ana—. Pero para levantarte pronto, tienes que irte a dormir ya, querida.

—¿A qué hora debo levantarme? —preguntó Paula a Pedro cuando la acompañaba a su habitación.

—Yo te llamaré —prometió él. La tomó en sus brazos en cuanto entraron en la estancia y cerró la puerta—. Me muero de ganas de hacerte el amor —la besó con un ansia abrumadora, a la que ella respondió con la misma pasión.

—Yo también —dijo sin aliento—. Pero eso no va a pasar ahora, así que vete ya.

Pedro la besó de nuevo con fruición.

—Esto es una tortura —dijo con voz ronca. La soltó—. Nos veremos por la mañana.

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