La recién llegada miró un momento la camisa y los vaqueros de Paula y los descartó como si no tuvieran nada que hacer comparados con su esplendor gaucho.
—¿Qué haces aquí, Candela? —preguntó Pedro.
La interpelada lo miró con aire inocente.
—He oído que tenías visita, he venido a conocerla.
—¿Cómo está usted? —preguntó Paula—. Soy Paula Chaves.
—Esta es Candela Soares, hija de uno de los vecinos —la presentó Pedro.
—He traído un mensaje de mi padre para el señor Gerardo, quien ahora quiere hablar contigo, Pedro—dijo Candela—. Vete. Yo compartiré mi café con la señorita Chaves.
—Es la doctora Chaves—corrigió Pedro—. No te muevas de aquí, Paula. No tardaré.
—Yo cuidaré de ella —prometió la chica. Sacó un termo de su alforja cuando se alejaba Pedro. Desenroscó la tapa y la llenó de líquido humeante—. Solo, ¿Vale?
Paula asintió.
—Gracias.
—¿Te quedarás mucho tiempo? —preguntó Candela cuando le tendió la taza.
—Hasta después de las fiestas.
—¿Y luego volverás al hospital?
Paula parpadeó.
—Oh… no. No soy doctora en Medicina. Soy historiadora.
La chica la miró sorprendida. Luego sonrió cuando vió que regresaba Pedro y se acercó a agarrar la brida de Garoto.
—Pedro es mío —siseó.
Cuando Paula luchó por controlar al nervioso caballo, el café cayó al suelo. Ella lanzó la taza a Candela con una sonrisa fría.
—Gracias. Adiós.
—Vamos, Paula—Pedro se colocó entre ellas—. Tenemos que volver. Até já, Candela.
—Amanha —replicó ella—. Día de Navidad.
Los saludó con la fusta y colocó a su caballo sobre las patas traseras en una exhibición que fue la última gota para Garoto, que salió corriendo asustado. Paula reprimió un grito y se agarró con fuerza a la silla, con Pedro persiguiéndolos frenético en dirección hacia un bosquecillo.
—¡Paula! —gritó Pedro.
Ella se agachó instintivamente para esquivar las ramas bajas y el caballo, asustado ya sin remedio, la arrojó al suelo y siguió corriendo. Pedro saltó del caballo, echó las riendas por encima de una rama y se arrodilló al lado de Paula pidiéndole que le dijera qué le dolía.
—Estoy… sin aliento… no herida —jadeó ella cuando pudo hablar.
Él le pasó las manos con gentileza por los brazos, las piernas y las costillas. Cuando se convenció de que no había nada roto, la estrechó contra sí con cuidado, con su corazón latiendo fuerte al lado del de ella.
—¡Por Dios! —gimió—. Candela es muy descuidada.
Pero Paula sabía que la chica lo había hecho deliberadamente.
—¿Tengo que volver andando? —preguntó cuando pudo respirar con más facilidad.
Pedro negó con la cabeza.
—Mi caballo nos llevará a los dos —le dio un beso rápido—. ¿Puedes levantarte ya?
—Si tú me ayudas, sí.
—No intentes andar —él la tomó en brazos y la llevó hasta su caballo. Musitó palabras tranquilizadoras a su montura mientras colocaba a Paula en la silla y después subió detrás de ella—. Apóyate en mí.
Paula lo hizo así, agradecida.
—Cuando volvamos, tomaré un baño caliente y estaré bien —le aseguró.
Habían recorrido muy poca distancia cuando Horacio llegó hasta ellos.
—¡Por Dios, ¡Pedro! ¿Qué hacen? —preguntó sin aliento cuando se colocó a su lado—. Al ver que Garoto volvía solo, Ana ha temido que Paula hubiera tenido una mala caída. ¿Estás herida, hija?
—Solo en mi dignidad —dijo la joven—. Me he caído.
—No es cierto —la contradijo Pedro con fiereza—. El caballo se ha espantado y te ha tirado. ¿Lo has examinado, padre?
Horacio estaba tan disgustado que, después de disculparse con Paula, empezó a hablar en portugués. Cuando terminó, Pedro parecía furioso.
—Cuando le han quitado la silla a Garoto, han visto que sangraba por espinas que tenía clavadas en el cuello. ¿Candela se ha acercado lo suficiente para hacer eso?
—¿Candela? —preguntó Horacio—. ¿Esa chica estaba otra vez con los hombres?
Pedro asintió. Se inclinó hacia Paula.
—¿Ha tocado a Garoto?
Paula asintió con la cabeza. Cuando llegaron al corral, dos jóvenes se acercaron a ayudarles. Horacio desmontó y tendió los brazos a Paula, pero Pedro negó con la cabeza.
—La llevaré yo. Dice que está bien, pero quiero que la examine mi madre antes de permitirle andar.
Horacio asintió con la cabeza.
—Mi esposa tiene mucha experiencia con huesos rotos —dijo.
—Estoy segura de que no hay nada roto. Puedo andar —protestó Paula.
Pedro la bajó con cuidado y echó a andar con ella. Ana llegó corriendo desde la casa y Paula se dejó llevar hasta la habitación con la familia hablando en portugués a su alrededor. Pedro la depositó en la cama.
—Prepararé un baño —dijo Ana.
Paula negó con la cabeza.
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