jueves, 6 de septiembre de 2018

Curaste Mi corazón: Capítulo 33

Paula estaba ya preparada cuando llamaron a su puerta a la mañana siguiente y entraron la madre de Roberto con un par de botas y detrás de ella Mariana  con una bandeja.

—Buenos días —dijo Ana sonriente—. Madrugas mucho, Paula—indicó a la chica que dejara la bandeja sobre el arcón—. Obrigada, Mariana.

—Buenos días. No sabía a qué hora quería salir Pedro.

—Pronto, pero antes tienes que desayunar. Pruébate las botas, querida.

Paula metió el pie en una y movió los dedos.

—Con calcetines estarán perfectas.

—Muy bien —Ana sonrió—. Pedro está impaciente, pero debes comer antes.

Paula estaba también impaciente por salir con él. Después de un desayuno rápido, corrió abajo con las botas puestas y lo encontró en la veranda hablando con sus padres. Al verla, se quitó el sombrero plano e hizo una reverencia. Estaba tan atractivo con su ropa de gaucho que ella río encantada.

—Buenos días, Paula. ¿Te gusta mi ropa de trabajo?

—Me encantaría tener algo parecido —repuso ella.

Horacio le pasó un sombrero negro como el de Pedro.

—Necesitas esto.

—Y no la lleves lejos, Pedro—advirtió Ana—. Paula tiene que estar bien el día de Navidad —miró a su marido preocupada—. Quizá deberías acompañarlos, querido.

Horacio intercambió una mirada con su hijo y negó con la cabeza.

—Pedor cuidará bien de nuestra invitada.

Paula se puso el sombrero y sonrió a Pedro.

—¿Estoy bien así?

A él le brillaron los ojos.

—¡Oh, sí! Muy bien —Pedro le tomó la mano y corrió con ella hacia el corral—. ¿Has dormido bien?

—No mucho. No me ha costado nada madrugar.

—A mí tampoco. Yo te quería en mi cama, Paula.

Ella se detuvo antes de llegar al corral.

—¿Esa es la razón principal para invitarme aquí? ¿Llevarme a la cama?

A él le brillaron los ojos bajo el borde del sombrero.

—No. ¿Cómo iba a serlo? Sabía bien que, a menos que estemos casados, o por lo menos seamos novios, mi madre no nos permitirá dormir juntos. Tendré que mostrar mucha paciencia hasta que pasemos unos días en Porto Alegre antes de que vuelvas a casa.

Paula lo miró achicando los ojos.

—¿Y qué creerán tus padres que vamos a hacer en Porto Alegre?

—Comprar —él la llevó hasta los caballos, que estaban ensillados y esperaban con dos de los hombres.

Paula intentó un saludo en portugués, que le ganó unas sonrisas, y se acercó a acariciar a su caballo.

—La silla aquí es distinta a la de Inglaterra —le advirtió Pedro.

Paula vió que no tenía arzones, sino que era una montura sencilla de cuero y mantas de lana con una gruesa piel de oveja encima. Pero probablemente se acostumbraría pronto a ella. El sol calentaba ya de tal modo que se quitó el jersey y lo puso en la alforja. Se inclinó a hablar al caballo mientras Pedro le ajustaba los estribos.

—Antiguamente, los gauchos montaban con los pies descalzos —le informó.

Paula hizo una mueca.

—Me alegro de no tener que hacerlo yo. ¿Cómo se llama el caballo?

—Garoto —contestó Pedro.

Le hizo seña de que lo siguiera y los otros hombres cabalgaron delante de ellos.

—¿Necesitamos escolta? —preguntó Paula.

—No. Ellos van a trabajar —Pedro señaló el horizonte, donde un mar marrón marcaba la presencia del rebaño—. Vamos con ellos para que conozcas parte del ganado de la Estancia.

Paula no tardó en sentirse cómoda con la silla y el paso el caballo y pudo empezar a apreciar la amplitud del paisaje.

—¿Qué se siente sabiendo que todo esto es tuyo, Pedro?

—Me siento orgulloso. Esta es mi tierra —respondió él con tono posesivo—. En otro tiempo, cuando Lucas seguía aquí, yo tuve la libertad de ir a probarme a mí mismo en las carreras, pero ahora estoy aquí para quedarme. Mi padre es mayor de lo que parece y es hipertenso. Así ahora podrá pasar tiempo en el piso de Porto Alegre con mi madre, como ella desea, mientras yo voy asumiendo el control de esto.

—¿Él está contento con eso?

—Está contenta mi madre, y él hará lo que sea necesario con tal de que ella sea feliz.

Paula asintió con seriedad. Se le iluminaron los ojos cuando se acercaron lo suficiente para oír el bramido del rebaño. Miró embelesada, luchando por controlar la agitación de Garoto mientras los jinetes y los perros conducían el ganado y lo sacaban por puertas situadas en la línea de vallas que delimitaba los pastos.

—¡Asombroso! ¿Cuántas cabezas hay aquí?

—Varios cientos —gritó Pedro. Acercó más su caballo al de ella—. No te apartes de mí.

Paula lo siguió lo más cerca que pudo mientras los hombres reunían a las reses más despistadas agitando sus largos pañuelos blancos.

—¿Ahora se quedarán aquí?

—Como es Navidad, sí. Para que los hombres pasen la fiesta con sus familias. Después las llevarán a pastos más alejados —soltó una maldición cuando uno de los jinetes se apartó de los otros y corrió hacia ellos.

—Buenos días —dijo una voz femenina, cuando el caballo paró ante ellos.

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