«¿Piensas en ella?». La pregunta de Paula parecía quemarlo por dentro. No tenía que preguntarle a quién se refería. Sólo con hablar de Camila parecía devolverla a aquella habitación. Casi podría jurar que oía los gorgoteos de su hija y tuvo que hacer un esfuerzo para soltar los brazos de la mecedora antes de que se le durmieran los dedos. El instinto le decía que debía cortar la conversación, como hacía siempre, pero si quería solucionar las cosas con Paula, no podía cometer los mismos errores que había cometido en el pasado. Tenía que aceptar que la pérdida de Camila, y su negativa a compartir el dolor con su mujer, era el problema más serio en su matrimonio.
—Pienso en ella todo el tiempo —dijo por fin.
Aunque intentase olvidarla, aunque no quisiera ni recordar su nombre, no dejaba de preguntarse si estaría bien, si estaría calentita y bien cuidada. Si la querrían. Paula se detuvo frente a la cuna, tocando los barrotes de madera que no se levantarían nunca más para su hija.
—Cumple un año esta semana.
—Lo sé.
Ella tomó una de las bolsas y sacó un vestidito rosa, rozando con el dedo las margaritas bordadas en el cuello.
—Fui a comprarle estas cosas hace unos días. Sé que no voy a poder dárselas, pero necesitaba... No podía dejar pasar su cumpleaños sin celebrarlo de alguna forma.
Luego sacó una muñeca de trapo, con la etiqueta puesta.
—¿Qué vas a hacer con todo eso? —preguntó Pedro.
—No lo sé, donarlo a alguna parroquia.
—Es un bonito gesto.
El debería haber pensado en donar una cantidad de dinero anual a alguna asociación benéfica en nombre de Camila. Y no era demasiado tarde para hacerlo.
—¿Qué más has comprado?
—Vestidos y cosas prácticas para jugar en el parque. Baberos, zapatitos — Paula sacó un oso de peluche y lo apretó contra su corazón—. Lo hicieron especialmente para ella... Ya sabes a qué tienda me refiero.
—Sí, lo sé —murmuró él.
—Antes de hacerlo te dan un trocito de tela roja para que formules un deseo y luego lo meten dentro —una lágrima asomó a sus ojos—. Así que pedí que Camila fuera muy feliz, que cuidasen muy bien de ella.
Pedro tuvo que tragar saliva, los recuerdos ahogándolo.
—Me estás matando.
—Lo siento —Paula dejó el osito en la cuna—. Sé que no te gusta hablar de ella.
—No es eso —admitió él por fin—. Lo que me mata es no haber estado a tu lado cuando nos la quitaron.
—A tí también te dolió mucho, aunque intentaras disimular.
Estaba siendo más magnánima de lo que había esperado y, seguramente, más de lo que merecía.
—Gracias por decir eso.
—Sé que debería sentirme feliz porque estoy embarazada —Paula se llevó una mano al abdomen—. Y lo estoy, de verdad.
—Cada niño es tan importante como el otro.
¿No había dicho su madre eso mismo en el hospital? Pedro miró una fotografía que había sobre la cómoda: Paula, Camila y él, el día del bautizo de la niña. ¿Reconocería a su hija si se cruzara con ella por la calle? Le gustaría pensar que sí, pero no podía estar seguro... Los niños cambiaban tan rápidamente. Pero había llegado el momento de aceptar que, aunque él la reconociese, Camila no sabría quién era.
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