Seguía sin saber nada porque el médico lo había echado de la consulta y en el pasillo frente a la sala de espera podía oír los ruidos de Urgencias: Una señora mayor quejándose cada vez que alguna enfermera se acercaba a ella, un adolescente llorando mientras hablaba por el móvil, las ocasionales carreras por el pasillo cuando los enfermeros entraban con un nuevo paciente... ¿Cuánto tiempo podría esperar sin volverse loco? Sebastián pateó una mesa y, al hacerlo, se fijó en sus zapatos, los que Paula le había regalado por Navidad. Unos zapatas que deberían estar en el suelo, al lado de la cama, si la noche hubiera terminado de otra manera. No podía ni pensar en lo que le habría pasado a su hermano. Alguien tenía que darle una buena noticia. Y pronto. Las puertas de Urgencias se abrieron para admitir a varias personas, pero éstas mejor vestidas de lo habitual: Su familia. No debían de haber tenido tiempo de cambiarse después de la fiesta, pensó. Su madre corrió hacia él. Marcos y Agustina tras ella.
—¿Saben algo de Juan Pablo?
Marcos negó con la cabeza.
—Aún no. El general está en el estacionamiento intentando hablar con sus contactos en el ejército. Bautista se ha quedado en casa por si llamaba alguien.
Pedro dejó escapar un largo y doloroso suspiro, deseando saber algo más pero agradecido porque, al menos, no habían recibido malas noticias. Aunque su madre debía de estar sufriendo como nunca. Seguía llevando el vestido de noche, pero en los pies llevaba los zuecos del jardín y eso, en una mujer como ella, evidenciaba lo angustiada que debía de estar cuando salió de casa.
—Mamá, no tenías que venir —dijo, abrazándola—. Ya tienes suficientes problemas con lo de Juan Pablo.
—Tú también eres mi hijo —Ana le dió un beso en la mejilla, la angustia en sus ojos evidente—. Todos mis hijos son igualmente importantes para mí.
—Yo estoy bien. Es Paula —y su hijo, aunque eso no podía decirlo— quien me preocupa.
Su madre lo tomó del brazo.
—Dijiste por teléfono que estabas con Paula, pero no dijiste qué le había pasado.
—Se golpeó la cabeza contra el cristal de la ventanilla cuando dí un volantazo para evitar a un conductor borracho.
—Hijo, no sé qué hay entre vosotros dos últimamente, pero me alegro mucho de que estén juntos.
La mitad del tiempo tampoco él sabía cómo estaban las cosas entre su ex mujer y él, pensó Pedro.
—Gracias por venir, pero de verdad pueden irse a casa.
Ana tomó su cara entre las manos.
—Tú más que nadie sabes el miedo que alberga el corazón de un padre.
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