—¿Manteca de cacahuete? —exclamó Paula, decepcionada.
¿No podía haber comprado una tableta de chocolate?
—Querida, es chocolate blanco.
—¿En serio?
Se relamía sólo con mirar el tarro, aunque su corazón había empezado a palpitar por el romántico detalle. Pedro sacó otro tarro de la bolsa.
—Y manteca de cacahuete... Con trocitos de cacahuete. Ah, y el último: Chocolate con fresas. Sé amable conmigo y te llevaré al supermercado donde encontré todo esto.
Paula tuvo que sonreír.
—Dame el chocolate blanco.
Pedro abrió el tarro con uno de esos gestos tan simples, tan masculinos. Una cosa tan domestica: «¿Puedes abrir este tarro?». Pero el gesto hizo que se encogiera su vulnerable corazón. Cuando sacó un cuchillo de plástico para extender chocolate blanco sobre una fresa, Paula pensó que intentaría ponerla en su boca y ella tendría que apartarse cuando lo que le gustaría de verdad sería disfrutar el momento. Pero él pinchó la fresa con un palillo y se la dió sin decir nada. Ella la mordió, el sabor del chocolate blanco y la fruta deshaciéndose en su boca. Pero cuando intentó comer el resto, el palillo lo impidió y Pedro intentó ayudarla... Los ojos azules de su marido se encontraron con los suyos. Y, de repente, el dedo de Paula se movió, como por voluntad propia, para rozar la mano masculina. Afortunadamente, lo apartó a tiempo. Pedro volvió a dejarse caer en el sofá y eso la sorprendió. Casi se habían besado por la noche, pero ahora parecía dispuesto a respetar los límites. Y ella debería alegrarse.
—¿Vas a ir a la fiesta de mi hermano el domingo por la tarde?
Ah, claro, había una segunda intención en esa visita. Debería haberlo imaginado. Paula vaciló, sin saber qué decir. Enfrentarse con su familia había sido difícil el día anterior y sólo estaba allí para hablar de trabajo. ¿Qué dirían si aparecía en una fiesta con su marido?
—No había pensado ir.
—Sería una buena oportunidad profesional para tí y una buena oportunidad para los dos de demostrarle al mundo que podemos ser civilizados a pesar del divorcio.
Estaba recostado en el sofá, en una postura en absoluto amenazadora. Todo era un poco demasiado perfecto, como estudiado.
—Eres un buen abogado.
—Lo intento.
—¿Qué diría tu familia?
—Nada. Son todos muy diplomáticos... Es algo que viene con las inclinaciones políticas.
—Sí, claro —suspiró Marianna. En cualquier caso, y a causa del niño, tendría más contacto con ellos del que había imaginado—. Durante todo el divorcio, tu madre no ha dejado de ser amable conmigo.
—Pues has tenido suerte. Porque a mí me ha preguntado más de una vez qué demonios había pasado entre nosotros.
—¿En serio?
Eso la sorprendió, aunque era de esperar. Ana adoraba a sus hijos, pero nunca había dudado en llamarlos al orden, incluso siendo adultos.
—Espero que entienda que esto ha sido tanto culpa tuya como mía.
Pedro la miró, muy serio.
—Es la primera vez que te oigo decir eso.
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