Pedro abrió la puerta y dió la vuelta al coche para ayudarla a salir. Mientras se dirigían a la casa, Paula no podía dejar de comparar aquel sombrío paseo con el que habían dado unas horas antes. Sí, le haría falta el consuelo de sus brazos, pensó. ¿Y si él quería retomar lo que habían dejado a medias? No sabía si eso sería sensato, pero sabía que tenía que ser sincera con él. Rocky los recibió en el pasillo, tan alegre como siempre, y Paula lo sujetó por la correa para que no saliera corriendo al jardín.
—No sé si deberíamos acostarnos juntos esta noche.
Pedro guardó las llaves en el bolsillo.
—Tienes que descansar. Te despertaré cada dos horas.
Se había rendido tan fácilmente que Paula no sabía si sentirse aliviada o insultada.
—Siento que no puedas estar con tu familia en este momento. Debes de estar muy preocupado por Juan Pablo. Yo misma estoy preocupada por él.
Él se inclinó para acariciar la cabecita de Rocky.
—Yo no puedo hacer nada por mi hermano y Marcos ha prometido llamar si tenían alguna noticia. Además, estoy donde debo estar. Mi hijo y tú son mi familia.
La sinceridad de sus palabras la conmovió.
—El niño está bien, puedes dejar de preocuparte por eso al menos.
Pedro apretó los labios, sacudiendo la cabeza.
—No debería haberte dejado subir al coche. Debería haber insistido en que te quedases aquí...
¿Se sentía culpable por el accidente? Eso era injusto... Y una carga tan pesada.
—No ha sido culpa tuya. El otro conductor estaba borracho.
Él la agarró por los hombros, su rostro tenso de dolor.
—Pensé que ibas a morir esta noche, Paula.
Sus palabras eran un eco de las que había pronunciado nueve años antes, cuando despertó después de la operación, el embarazo ectópico rompiendo una de sus trompas. Y, de repente, se dió cuenta de lo mal que Pedro debía de haberlo pasado esa noche, reviviendo el pasado. ¿Podría haberse culpado a sí mismo por lo que pasó esa noche también?
—Pedro...
No sabía qué decir. Pero entonces él selló sus labios con una fiereza, con una urgencia que tocó su corazón. Cada una de sus caricias tirando las barreras emocionales que ella había intentado levantar para protegerse. La primera y única admisión de miedo por parte de Pedro la hacía sentir más débil que el roce aterciopelado de su lengua y, sin pensar, metió la mano bajo su chaqueta para acariciar su torso. Necesitaba aquella conexión, aunque sólo fuera física. Dejando escapar un gemido, le echó los brazos al cuello y sus bocas se encontraron con el familiar pero inexplicable frenesí que había empezado a ver como algo inevitable. Él acariciaba sus pechos por encima de la tela del vestido, la rigidez de las puntas como respuesta, un eco de su deseo. Pero entonces se detuvo.
—¿Te parece bien...?
—Estoy bien —dijo ella, desabrochando su camisa—. La doctora Cohen ha dicho que el niño y yo estamos bien. De hecho, es bueno para mí estar despierta.
—Pero si...
—Estoy bien —repitió Paula entre beso y beso mientras subían la escalera, dejando ropa tras ellos, su chaqueta, los zapatos de ella...
Pedro se detuvo en el rellano, apretándola de nuevo contra la pared. Y ella no quería pensar en el día siguiente ni en el pasado. Lo que quería era hundirse en el deseo que sentía por su marido.
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