—Cuando teníamos nueve o diez años, nos pasábamos el verano jugando en un bosque detrás de la casa. Bueno, a nosotros nos parecía un bosque. Seguramente sólo serían unos cuantos árboles.
Pedro cortó la manzana en trozos hasta que sólo quedó el corazón.
—Estábamos allí todo el día —siguió—. Nos llevábamos pan con chocolate y hacíamos túneles.
—¿Túneles? —repitió ella, apoyando los codos en la encimera.
—Hacíamos trincheras —sonrió Pedro, recordando esos tiempos—. Tuvimos suerte de no morir enterrados bajo la tierra. Podríamos habernos asfixiado...
—¿Y qué decía tu madre?
—Nunca lo supo —contestó él— Bautista hacía guardia y nos avisaba si llegaba alguien.
—¿Y cuánto tenían que pagarle para que hiciera eso?
—¿Quién ha dicho que le pagásemos nada? —riendo, Pedro tiró a la basura el corazón de la manzana—. Era el más pequeño, hacía lo que le decíamos.
—Pobrecito —rió Paula—. ¿Y Marcos?
—Marcos era demasiado obediente, así que nunca le contamos nuestro secreto —intentaba no entristecerse por los recuerdos, pero no era fácil—. A Juan Pablo le encantaba hacer trincheras... Debería haber sabido entonces que acabaría en el ejército.
Paula bajó del taburete y le pasó un brazo por la cintura, apoyando la cabeza en su pecho... Pero Pedro intentó apartarse. La preocupación por su hermano lo ahogaba, pero no iba a dejar que le impidiese respirar. Especialmente delante de Paula. Pero cuando ella levantó la cabeza para besar su cuello, el nudo que tenía en la garganta se hizo más grande. Tenía que apartarse, y pronto, o dejaría al descubierto sus emociones. De modo que la tomó entre sus brazos para sellar sus labios con un beso.
Sabiendo que Pedro había rechazado su consuelo como tantas otras veces, Paula decidió volver a la vieja costumbre de perderse en el sexo. Caer en un patrón antiguo era mucho más fácil que crear uno nuevo, se dijo. Pero la historia de su infancia con Juan Pablo seguía conmoviéndola. Y el silencio de la casa le recordaba lo sola que se había sentido esos últimos meses.
—Has perdido la carrera a la cocina. Se supone que deberías darme de comer —murmuró, levantando las manos para tocar sus definidos pectorales, formados a base de horas en el agua y en el campo de golf.
—Sí, es verdad —asintió él.
Mirando sus ojos oscurecidos, Paula pasó un dedo por la cinturilla de los calzoncillos. Y su ronco gemido de placer la animó a continuar bajándolos poco a poco...
—No sabes cuánto me gustas.
—Seguramente tanto como tú a mí.
Deshaciéndose de los calzoncillos a toda prisa, Pedro le quitó la sábana de un tirón para deslizarse en ella con lentitud, profundamente, llenándola del todo. Paula cerró los ojos y arqueó la espalda para acomodarlo mejor. Enredando los tobillos en su cintura, disfrutó estando con su marido otra vez, teniéndolo todo para ella esa noche.
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