Las invitaciones a la finca de los Alfonso eran raras porque Ana valoraba mucho su intimidad, aunque reunir a políticos y empresarios en su casa sería ventajoso para Marcos. Y para el general y su madre también, ya que cada día estaban más metidos en asuntos de Estado. Él prefería su discreto papel, alejado de la política, manejando la fortuna familiar y aceptando casos que encajaban con sus convicciones. Paula solía decir que admiraba eso de él. Y, justo en ese momento, la vió aparecer. El ruido de conversaciones y risas pareció disolverse y volvió a sentir el escalofrío que había sentido tantas veces durante su matrimonio. Estaba hablando con su madre y sonreía como en otros tiempos... Se alegraba de que hubiera ido. Aunque estaba encantado con la felicidad de su hermano, oír a Marcos y Agustina hacer planes de boda no era siempre agradable cuando uno estaba en medio de un divorcio. El vestido color burdeos que llevaba abrazaba sus curvas con discreta elegancia, dejando al descubierto sólo sus piernas. Unos mechones de pelo escapaban artísticamente del moño, enmarcando su cara... Pero cuando se volvió para tomar el canapé que le ofrecía un camarero, Pedro estuvo a punto de atragantarse. El maldito vestido dejaba la espalda al descubierto... Y la piel de Paula brillaba con una cualidad translúcida que le recordaba a las magnolias que flotaban en la piscina.
—Bonita fiesta, mamá —dijo, acercándose—. Hola Paula.
¿Qué era eso que tenía en el hombro? ¿Brillo plateado?
—Buenas noches, Pedro. Estaba preguntándole a tu madre el nombre de la empresa de catering.
—Y yo le estaba diciendo que me alegro mucho de que haya venido — Ana miraba de uno a otro sin disimular su curiosidad.
Pedro sabía que no podría evitar un interrogatorio después. Su madre podía ser implacable, el epítome de la magnolia de acero. Y hablando de mujeres de carácter... ¿Cuándo pensaba Paula dar la noticia de su embarazo? Aunque él preferiría esperar hasta que pudieran contarle a todo el mundo que volvían a estar juntos. No quería que ella se acostumbrase al papel de mujer soltera. Y, desde luego, no quería que se fuera a Columbia.
—Ah, ahí está el juez Johnson con su nueva esposa —dijo Ana—. Tengo que ir a saludarlos. Que la pasen bien, chicos.
Paula se volvió hacia él en cuanto se quedaron solos.
—Te agradezco que no le hayas contado nada a tu familia. Sé que no es fácil para tí.
—Soy mayorcito. Lo contaré cuando tenga que hacerlo.
—Sí, claro.
Paula se había quejado frecuentemente de su carácter reservado porque se negaba a discutir algo si no lo tenía claro del todo, si no había sopesados los pros y los contras. Pero, habiendo crecido con dos hermanos muy discutidores, le resultaba más fácil hacer las cosas así.
—Voy a contarte un secreto —dijo Paula entonces—, pero tienes que prometer que no vas a contárselo a nadie.
Pedro rozó su pecho con un dedo para hacer una cruz.
—Te lo juro.
Ella se apartó de un salto, cruzando los brazos.
—Ya no puedes hacer eso.
Como si él necesitara recordatorios...
—¿Cuál es ese secreto?
—Estoy convirtiéndome en adicta al chocolate blanco. Gracias a tí.
—De nada —Pedro se echó hacia atrás. Ver ese polvillo plateado sobre su piel e imaginar hasta dónde se lo habría echado era suficiente por el momento—. Puedes descruzar los brazos.
—Y tú puedes dejar de tontear conmigo.
—Mientras no hagas las maletas para irte a Columbia...
—Estaba preguntándome cuánto ibas a tardar en sacar ese tema.
Marcos y Agustina aparecieron entonces en el porche y Pedro, salvado por la campana, volvió a tomar su vaso de refresco.
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