martes, 15 de abril de 2025

Recuperarte: Capítulo 38

Y, aparentemente, los sentimientos de Pedro no eran muy diferentes porque el ardor con que la besaba hacía que le temblasen las rodillas. Una sombra blanca llamó su atención y, al levantar la cabeza, vió su camisa volando por la escalera. ¿Cuándo se la había quitado? Aunque le daba igual mientras pudiese tocarlo. El vestido se deslizó por sus hombros, de nuevo sin saber cómo. Y, de nuevo, le dió igual mientras fuera él quien lo apartase. Pedro apoyó las dos manos en la pared y se inclinó hacia delante, el cálido aliento masculino enviando escalofríos por su espina dorsal, para buscar sus labios de nuevo. Paula, enredando los dedos en su pelo, abrió la boca, hambrienta, y sus lenguas se enredaron en una batalla de voluntades que prometía mucho si ninguno de los dos se rendía. Pero el último tramo de escaleras le parecía una excursión interminable y se apoyó en él para no caer al...  Sí, al suelo. El suelo era perfecto, inmediato. Porque esos últimos escalones que parecían imposibles le darían tiempo para entrar en razón y apartarse de algo que deseaba, que necesitaba. Pedro la tumbó con cuidado sobre la alfombra.


—¿Ahora? ¿Aquí?


—Sí, aquí.


Paula restregó sus caderas contra él, disfrutando como nunca de esa proximidad. Y Pedro, enredando sus piernas con las suyas, metió una mano bajo el sujetador para acariciar sus hinchados pechos...


—Pensé que no querías sexo esta noche —dijo con voz ronca.


—Y así es —murmuró Paula—. Quiero que hagamos el amor otra vez.


Y sí, quería eso aunque sabía que era imposible. Sus ojos azules se volvieron de un gris que ella conocía bien. El gris que decía que estaba intentando distanciarse de sus emociones. Emociones que Pedro llamaba «Dramones» en los meses previos al divorcio. Pero si le daba tiempo para pensar, perderían la oportunidad que tenían esa noche.


—Date prisa —mordiéndose los labios, Paula desabrochó su cinturón y lo liberó con lentas y deliberadas caricias.


Pedro, con la mano temblando mientras le quitaba el sujetador y las braguitas, se apoyó en un codo para mirarla. La miraba con tal admiración que sólo una mujer comatosa podría no disfrutarlo. Comatosa. La palabra le hizo recordar ese momento terrible en el coche, los primeros segundos cuando despertó en el hospital. Todo ello recordándole lo que podía haber perdido. Y convenciéndola de que debía aprovechar lo que pudiera porque la vida era tan inesperada, tan injusta. Lo guió dentro de ella, con cuidado, despacio, pero él se apartó.


—Mírame.


Paula levantó la cabeza, pero no abrió los ojos.


—Paula, mírame.


Ella tardó un segundo en hacerlo, temiendo lo que pudiera ver en sus ojos.


—Muy bien, te estoy mirando —dijo por fin.


Las pupilas de Sebastián estaban tan dilatadas que el azul era casi invisible. 


—Dí mi nombre.


—¿Qué?


¿De qué estaba hablando y cómo podía pensar... Y mucho menos hablar?


—Dí mi nombre.


Paula intentó besarlo, pero él se apartó.


—Pedro —murmuró, acariciando sus hombros—. Pedro...


Se apretaba contra él, deseando que perdiese el control. Era tan frustrante perder el control en cuanto la tocaba con las manos, los ojos, incluso con sus palabras. Cerrando los ojos, dejó que él marcara el ritmo, llevándola hasta el final con cada embestida de su cuerpo. Un millón de sensaciones explotaron dentro de ella mientras repetía su nombre una y otra vez, arqueando la espalda... Dejando escapar un grito ronco, Pedro enredó los dedos en su pelo, los espasmos sacudiendo su cuerpo hasta que por fin cayó de lado, llevándola con él. Con el cuerpo cubierto de sudor, las piernas enredadas en las de su marido como un extraño lazo del que no podía soltarse, Paula supo que subir ese último tramo de escaleras no era ya una preocupación. 

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