8 meses y medio después…
Paula siempre estaba encantada de ponerse un par de zapatos nuevos. Y, gracias al evento de aquel día, había tenido la mejor de las excusas para ir de compras. La finca de los Alfonso estaba llena de gente aquel día. Había pétalos de rosa flotando en la piscina, el sol de la tarde creando prismas de color sobre el agua mientras la familia y los amigos disfrutaban de un cóctel. Sonriendo, miró hacia abajo. Llevaba unas sandalias de color crema, de Chanel, que habían despertado más de una mirada ardiente por parte de Pedro. El vestido de seda color marfil envolvía sus nuevas curvas, acariciando sus rodillas con cada paso. Aquellos meses con él no habían sido siempre fáciles, pero el tiempo que pasaron conociéndose de nuevo había sido la mejor inversión que ninguno de los dos había hecho nunca. Sin duda, siempre sería un hombre adusto, pero ella ya no dudaba de su habilidad para hacerle frente y ganar más de un asalto. Había aprendido a apoyarse un poco más en la lógica y él había aprendido a escuchar a su corazón cuando tenía que hacerlo. La fiesta de aquel día, sin embargo, no tenía nada que ver con ellos, sino con otra persona. Esa tarde celebraban el bautizo de Nicolás Alfonso, un niño sano que pesó más de tres kilos al nacer y que ahora, con seis semanas, era como un muñeco. Paula se detuvo para mirar a su hijo, durmiendo en los brazos de su orgullosa abuela. No se cansaba de mirarlo. Entonces sintió una mano en la cintura y ni siquiera tuvo que mirar por encima del hombro. Conocía ese tacto íntimamente. Pedro la apoyó contra su pecho.
—Mi madre y tú saben cómo organizar una fiesta.
Su aliento la acariciaba, el sonido de su voz enviando un escalofrío de deseo por todo su cuerpo. No habían tocado el tema del matrimonio, pero agradecía que le diese el tiempo que necesitaba para solucionar sus problemas antes de dar el «Sí, quiero» otra vez. Paula inclinó a un lado la cabeza. Las duras facciones de su marido, que podían ser tan formidables en el Juzgado, mostraban una innegable felicidad.
—También hay que felicitarte a tí.
—¿A mí?
—Te has preocupado del menú por primera vez desde que te conozco.
—No sabía que darte una lista de golosinas de nuestra tienda favorita fuera aportar algo —rió Pedro.
—A mí me ha parecido un gesto dulce y muy sentimental.
—¿Dulce? —riendo, él le dió la vuelta para mirarla a los ojos—, Paula, no se lo cuentes a mis hermanos. Me harían sufrir mucho en el campo de golf.
Eso era algo que hacía más a menudo ahora, jugar al golf y pasar tiempo con su familia. Incluso juraba que ese tiempo de descanso lo hacía más efectivo en el trabajo. Paula pasó la punta del dedo índice por sus labios, la brisa del mar llevándoles el dulce olor de las rosas.
—Tu secreto está a salvo conmigo.
Los dos habían hecho ciertos ajustes en su vida profesional. Su decisión de dejar de trabajar con Adrián había desencadenado una creatividad que no hubiera soñado nunca. Después de tomar en consideración varias ofertas de trabajo, Paula había decidido abrir su propia empresa de decoración. E inspirada por Pedro, cuya estabilidad económica le permitía aceptar clientes que nunca hubieran podido pagar su minuta, su nueva empresa se tomaba interés en proyectos de menor envergadura. La semana anterior, por ejemplo, había terminado los planos para la casa de una pareja que acababa de tener cuatrillizos y, por lo tanto, no estaban muy sobrados de fondos. Le había resultado divertido organizar el espacio para que esos niños tuvieran el mayor sitio posible para jugar, dejando zonas para que los padres pudieran estar solos. Había descubierto lo importante que era cuidar una relación de pareja y no darla por sentado sin hacer el menor esfuerzo. Pedro cortó una rosa y la pasó por su mejilla antes de colocarla detrás de su oreja.
—He estado pensando que quizá podríamos convencer a mi madre para que organice otra fiesta.
Los Alfonso tenían mucho que celebrar últimamente. Marcos había conseguido su asiento en el Senado; Agustina y él estaban casados y vivían entre Washington y su casa de Carolina del Sur. Su madre era una dinamo en su puesto de Secretaria de Estado. Ella y el general salían en las noticias regularmente como una de las parejas más importantes de Estados Unidos. Y Juan Pablo estaba sano y salvo.
—¿Qué clase de fiesta? —preguntó Paula, pasando las manos por las solapas de su chaqueta y pensando que esa mañana apenas habían tenido tiempo para vestirse... Con el colchón tentándolos después de seis semanas de abstinencia.
—Una fiesta de compromiso —contestó Pedro, sacando una cajita del bolsillo.
—El momento perfecto —sonrió ella, contenta.
Y lo era, perfecto de verdad. Tan diferente a la primera vez que pidió su mano... Habían tenido muchas oportunidades de alejarse el uno del otro para siempre, pero aquel matrimonio estaría basado en un amor demasiado profundo como para negárselo. Demasiado especial como para volver a arruinarlo. Pedro la apretó contra su pecho, los latidos de su corazón anunciando lo importante que era aquello para él a pesar de su aparente calma. Paula respiró el familiar aroma de su colonia, mezclada con el talco de Nicolás.
—Paula, ¿Quieres casarte conmigo... Otra vez? —Pedro abrió la cajita para revelar un diamante en forma de pera al lado de una alianza... Su alianza.
—Este habría sido nuestro décimo año...
Habían recorrido un largo camino desde que se conocieron; dos adolescentes casándose por un embarazo inesperado. Paula dejó escapar unas lágrimas que no tenían nada que ver con las hormonas esta vez y sí con la enorme felicidad que llenaba su corazón.
—Me gusta mezclar lo viejo con lo nuevo, así que es perfecto. Sí, me casaré contigo, Pedro Alfonso.
Él secó sus lágrimas con el dorso de la mano y luego le puso el diamante en el dedo, esperando la alianza que pondría al lado el día de su boda. Luego cerró su mano sobre la de ella, tan fuerte y tan firme como el propio hombre que era.
—No vamos a casarnos porque estés embarazada, aunque no me quejaría en absoluto si tuviéramos otro niño... Cuando tú digas.
Paula pensó en la fotografía que habían puesto sobre la chimenea: Una fotografía de Camila que su madre biológica les había enviado. No habría ningún contacto entre ellos y, después de ocho meses, temía confundir a la niña de todas formas. Siempre habría un sitio en su corazón para ella y la echaría de menos todos los días, pero había visto felicidad en los ojos de Camila... Los ojos de una niña querida.
—¿Y si no hubiera más hijos?
Pedro era un padre maravilloso y paciente que paseaba con Nicolás en brazos por las noches hasta que el niño se quedaba dormido. Él apartó un mechón de pelo de su cara.
—No me importaría. Pero te quiero a tí en mi vida, eso es lo más importante.
—Qué maravillosa coincidencia. Porque ahí es precisamente donde yo quiero estar —sonrió Paula.
Pedro le pasó un brazo por los hombros, metiendo un dedo travieso bajo la tira del vestido.
—¿Qué tal si recuperamos al niño y volvemos a casa con Rocky y Frida?
—Tenemos mucho que celebrar —ella metió la mano bajo la chaqueta, el fibroso cuerpo masculino tentándola a explorarlo sin las barreras de la ropa. Un placer que disfrutaría durante el resto de su vida—. De hecho, yo estaba pensando que nos merecemos una celebración privada.
Los ojos de Pedro brillaban con la promesa de besos largos y apasionados cuando estuvieran solos.
—¿Quién tiene que dar de comer a quién desnudo esta vez?
—Eso depende de quién se desnude primero —rió Paula.
FIN