—Deja que te traiga otro vaso. Quiero pedirte perdón por haberte ignorado durante toda la noche.
—Gracias —repuso ella.
Le agradó ver que no se le había pasado por alto que apenas habían estado juntos esa noche.
Se apoyó de nuevo en la barandilla y se quedó ensimismada mirando a las parejas bailando en la cubierta. La brisa marina le llevaba fragmentos de conversaciones. No prestaba atención, pero tampoco podía evitar escucharlos. Pero algo cambió de repente.
—Esa chica lo ha hecho mejor de lo que esperaba —dijo alguien.
—Pero eso no es decir demasiado —contestó otro hombre—. Tú no esperabas demasiado.
La voz le era familiar, le sonaba haberla escuchado esa misma tarde cuando alguien la llamó para informarla por teléfono de la agenda del día siguiente.
—¿Qué quieres que te diga? —contestó Leandro Davis—. No es el tipo de mujer que habría elegido yo para acompañarle durante la campaña ni tampoco como esposa. No aporta nada a la escena política, sólo esa tímida sonrisa suya. Pero ¿Qué le vamos a hacer? Ya está hecho. Pedro tendrá que jugar con las cartas que tiene. Al menos sabemos que ella no va a eclipsarlo.
Sus últimas palabras le hicieron mucho daño.
—Ana ha hecho un buen trabajo con el cambio de imagen —apuntó el otro hombre—. Ni va demasiado llamativa ni parece una bibliotecaria. El vestido es elegante, pero Paula no parece que vaya disfrazada con la ropa de mamá.
—Ése es otro problema, la edad. ¿En qué demonios estaba pensando Pedro? Ella no debe de tener más de veinticuatro, la presión va a poder con ella.
Ya había oído suficiente. No estaba dispuesta a quedarse allí, escuchando como una asustada e insegura quinceañera. Esas palabras le habían hecho daño y le recordaban de nuevo que no era el tipo de mujer que Pedro debería tener a su lado. Pero tenía que asegurarse de que no supieran hasta qué punto le afectaban ese tipo de comentarios. Se acercó a los dos hombres con paso seguro.
—No tengo veinticuatro, sino veintitrés. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo. Pero me alegra ver que, según tus apreciaciones, tengo la madurez de una mujer de veinticuatro —le dijo a Leandro Davis—. A lo mejor tampoco sabes que me licencié con honores en la universidad de Charleston.
—¡Maldita sea! —exclamó Leandro con una mueca—. No te habíamos visto. Lo siento mucho. No debería haber hablado así en un sitio público. Estaba fuera de lugar.
—Acepto la disculpa.
No quería convertir a ese hombre en un enemigo, pero tampoco quería su compasión. Ya sabía ella que no era la mujer que le convenía a Pedro Alfonso.
—Pero me gustaría recordarte un consejo que me dieron hace muy poco tiempo: Nunca digas nada que no quieras ver repetido en algún otro sitio.
—Muy bien —repuso Leandro Davis mientras miraba a su alrededor para asegurarse esa vez de que nadie más lo oyera—. Pero tienes que saber que llevo muchos años en la política y veo que no estás hecha para esto. Martín Stewart es un rival astuto y tu presencia no ayuda a Pedro.
Antes de que pudiera contestar, el propio Pedro apareció a su lado.
—¡Ahí estás! Pensé que te había perdido por culpa de los periodistas —le dijo mientras le ofrecía un vaso—. Aquí tienes, agua con gas y un poco de lima.
—Gracias —repuso ella tomando un sorbo.
Pedro los miró con el ceño fruncido.
—¿Va todo bien?
Paula se concentró en mirar el vaso de agua. No estaba dispuesta a hacer una escena que enfrentara a Pedro con su director de campaña.
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