Creía que sólo alguien como Paula podía estar en medio de una habitación completamente destruida, con un puñado de dinero que no podía ser más de doscientos dólares y conseguir reírse de todo aquello. Se acercó a ella.
—Entonces, la cena de esta noche la pagas tú —le dijo.
—Claro. Creo que podría pagar un par de hamburguesas si no te importa compartir el refresco.
—Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no te dejo algo de dinero hasta que salgas del apuro?
Paula lo miró con gesto orgulloso.
—Estaré bien en cuanto el seguro nos pague. Y mientras tanto puedo vivir de nuestros ahorros.
—La oferta sigue en pie. Ahora o más adelante.
—Gracias, pero no puedo aceptarlo.
Iba a insistir, pero decidió callarse. Se dió cuenta de que ella no estaba dispuesta a admitir su oferta. Decidió que encontraría otras formas de ayudarla sin menoscabar la necesidad de independencia de esa mujer.
—De acuerdo —le dijo mientras la seguía por el pasillo.
Paula se volvió unos segundos después y lo miró.
—Tenías razón, Pedro. Aquí poco puedo hacer… Pero la verdad es que me siento mejor. Ahora que he visto lo mal que está, me veo preparada para seguir adelante.
—Ya…
—Acepto —le dijo Paula entonces.
Sus palabras lo devolvieron al presente.
—¿Aceptas el dinero? —le preguntó sorprendido—. Fenomenal. ¿Cuánto vas a necesitar?
—No hablo del dinero. Lo que acepto es… Acepto tu proposición. Si crees que te ayudará con la campaña electoral, seré tu prometida.
«¡Dios mío, estoy prometido!», se recordó Pedro. Estaba en el centro de operaciones de su partido, el lugar desde el que se organizaba la campaña electoral. Habían pasado cuatro horas desde que Paula le dijera que aceptaba ser su prometida y aún no terminada de creerse que ella hubiera accedido a hacerlo. Era lo que él había querido, pero la mera noción de estar prometido le resultaba muy inquietante y no entendía por qué. Después de todo, había conseguido exactamente lo que quería, y no era un compromiso real como el que había tenido con Brenda. Alguien llamó a la puerta de su despacho. Era su director de campaña, Leandro Davis.
—¿Qué tal, congresista? ¿Estás durmiendo bien estos días?
—No lo dirás en serio, ¿No? —contestó él mientras le hacía un gesto para que pasara y se sentara.
Leandro tenía unos veinte años más que él, era delgado y nervioso. Había dirigido campañas previas de su madre y lo había aconsejado personalmente cuando decidió hacerse diputado. Por primera vez en su vida, se preguntó si habría ido demasiado lejos y demasiado deprisa en su carrera política. Temía que su ambición lo hubiera cegado hasta el punto de sacrificar cosas más importantes. O hasta el punto de hacer daño a alguien tan inocente como Paula. Pero se recordó entonces que estaba haciendo aquello por ella, para proteger su reputación.
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