martes, 14 de enero de 2025

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 54

 –¿Y qué pasa con Pedro?


–¿Por qué? Me propuso un matrimonio de conveniencia, no por amor.


–¿Pero tú lo amas?


Aunque Paula quiso negarlo, se le contrajo el corazón y, con lágrimas en los ojos, asintió. Entonces, el pequeño Camilo, de cinco años, apareció corriendo en la terraza, con una tableta en las manos.


–¡Mira, tía Pau! ¡Sales en internet!


Al momento, se sentó en el regazo de Paula y puso el vídeo de su última carrera.


–No creo que tu tía quiera verlo, Camilo –señaló Delfina.


Pero Paula estaba sujetando la tableta, con los ojos pegados a la pantalla. Vió cómo el caballo desbocado casi chocaba contra Sur La Mer y ella caía, desapareciendo bajo sus patas. Una figura entró corriendo por la derecha. Un hombre empujando a todo el mundo para abrirse paso, gritando. La cámara se enfocó en él. Era Pedro. Vincent lo sujetaba del brazo, mientras el equipo de urgencias la ponía en una camilla. Vincent le estaba diciendo algo. Y Pedro se giró con gesto salvaje.


–No me importa el maldito caballo. ¡Me importa ella!


El vídeo terminaba ahí, con la imagen congelada sobre la expresión aterrorizada de Pedro. Paula miró a su hermana.


–¿Parece un hombre que quiera casarse con una mujer solo por conveniencia?


–Está en el gimnasio, en la primera planta. Se pasa horas allí cada mañana. Es como si quisiera exorcizar al mismo diablo.





Paula le dió las gracias a la señora Owens. Le latía el corazón a toda velocidad, pero estaba decidida. Aunque de verdad la amara, un hombre como él nunca iría a buscarla. Estaba demasiado solo, demasiado herido por su pasado.


–Siempre lo lamentarás, si no vas a allí y lo averiguas, Pau –le había dicho su hermana.


Dejándose llevar por un impulso, se soltó el pelo que llevaba recogido en una cola de caballo, antes de llamar a la puerta. Nadie respondió. Despacio, asomó la cabeza y lo vió al otro lado de la sala, dando puñetazos a un saco de boxeo. Estaba desnudo de cintura para arriba, empapado en sudor, con el ceño fruncido y el pelo húmedo. Al ver la cicatriz de su espalda, a ella se le encogió el corazón. De pronto, él paró. La había visto por el espejo. Se volvió. Paula se quedó sin aliento. Y supo que no podía soportar vivir sin ese hombre. Aunque él no la amara. Despacio, ella se acercó. Poco a poco, él suavizó su expresión. Se quitó los guantes, tomó una toalla y se secó la cara, el cuello. Se puso una camiseta.


–Pensé que estabas en Merkazad.


–Así era. He vuelto.


–¿Por qué te fuiste? –quiso saber él–. Acababas de sufrir un aborto ¿Y saliste corriendo a cuidar de tu hermana sin pensar en tu propio bienestar?


–Delfina no sabía nada del bebé. Y yo pensé que era buena idea irme unos días.

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