jueves, 2 de enero de 2025

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 43

 –Eres como una fiera tigresa –comentó él, observándola con intensidad.


Paula se sonrojó. No sabía cómo responder a eso. Al mismo tiempo, era un alivio saber que Pedro no había sido amante de Celeste. Un millar de preguntas le asomaban a la punta de la lengua, pero antes de que pudiera decir nada, él habló de nuevo.


–Esta noche has estado muy bien.


–Me siento como un fraude, si te soy sincera –repuso ella, encogiéndose de hombros–. Un par de buenas carreras no merece tanta atención.


Pedro meneó la cabeza.


–Tienes un talento natural que todo el mundo reconoce. Y eres una joven hermosa. Es una combinación explosiva.


–Llevo unos cuantos años montando caballos de carreras y nunca nadie se había fijado en mí. Creo que la clave es que monto tus caballos. A la gente le fascina todo lo que haces.


–Les fascino igual que a los conductores les fascina un accidente en la carretera y vuelven la cara para curiosear antes de pasar de largo –comentó él con voz sombría.


Paula quiso negarlo, pero sabía que él no buscaba su compasión ni su simpatía. Además, había notado cómo la gente lo había mirado durante toda la velada. Tenía que ser agotador sentir que necesitaba probar su valía todo el tiempo. Temiendo que él pudiera leer la expresión de su rostro, se volvió hacia la ventanilla. Estaban cruzando el Sena y en sus orillas había varias parejas de enamorados. Sin embargo, lo que había entre ellos no tenía nada que ver con el amor. Mientras se lo repetía a sí misma una y otra vez, el corazón se le aceleraba en el pecho. Sentía las manos frías y sudorosas. Cielos, se estaba enamorando de él.


–¿Has estado alguna vez antes en París?


Su pregunta la sacó de sus pensamientos, sobresaltándola. Se volvió hacia él, tratando de calmar el pánico que la invadía.


–Solo una vez, hace mucho, en un viaje con el colegio. Siempre había querido volver. Es el sitio más hermoso que conozco.


Pedro llevaba toda la noche contiendo su deseo de poseerla. Varios hombres se habían acercado a ella durante la fiesta, mirándola como si fuera la única mujer en el mundo. Él había tenido que controlarse para no apartar a todos y llevarse a Paula a un rincón tranquilo, quitarle el moño y ese lujoso vestido… Y, aunque lo único que quería en ese momento era llegar a su casa para hacer realidad su deseo, algo le impulsó a pedirle a su chofer que diera un pequeño rodeo para llevarlos a un lugar especial.


–¿Donde estamos? –preguntó ella, cuando el coche se detuvo minutos después.


–En Montmatre –contestó él, casi lamentando su impulsiva decisión–. Ven. Te voy a enseñar una cosa.


Pedro salió del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta. Cuando ella le dió la mano, él tuvo que apretar los dientes para sofocar la excitación que hasta ese casto contacto le producía. Caminaron la corta distancia a pie que había hasta la catedral del Sagrado Corazón. Era tarde, pero había todavía grupos de gente a su alrededor. Pedro se desabrochó la pajarita del esmoquin y el primer botón de la camisa. Se dió cuenta de que Paula tiritaba por el aire frío de la noche, así que se quitó la chaqueta y se la puso por encima de los hombros.


–Oh, gracias –dijo ella, mirándolo con timidez.


Cuando dieron la vuelta a una esquina, la catedral apareció ante su vista en todo su esplendor. Paula se quedó embobada.


–Vaya. Me había olvidado de la catedral. Es preciosa.


–¿Viniste aquí con la excursión de tu colegio?


Paula asintió con ojos brillantes.


–Sí, pero no así. Esto es mágico.


Él la llevó a la puerta principal y, desde allí, al mirador. París se extendía a sus pies como una alfombra de joyas relucientes. Pedro respiró hondo. Hacía mucho que no iba a ese lugar.


–Es impresionante. Gracias.


Él se sintió ridículamente complacido, entonces. Era irónico porque, a lo largo de los años, había hecho muchos regalos caros a sus amantes y no había sentido nada cuando ellas le habían expresado su gratitud. Señaló hacia las vistas.


–Solía venir aquí cuando era niño, con diez u once años. Veníamos en verano, en la temporada alta del turismo. Solíamos aprovechar que los visitantes se quedaban absortos con las vistas para robarles la cartera, el reloj, esa clase de cosas.


Ella se volvió hacía él. Con su chaqueta sobre los hombros, parecía todavíamás menuda. Su cabello, una mancha de fuego rojo con el cielo nocturno de fondo.


–¿Alguna vez te sorprendieron?


Él negó con la cabeza.


–Por eso nos enviaban a esa edad. Éramos pequeños y rápidos, capaces de desaparecer en pocos segundos.


–¿Y quién los enviaba?


–Las bandas, chicos mayores. Nosotros les llevábamos el botín y, si nos quedábamos algo, enseguida nos pillaban.


–¿Así que creciste en los suburbios? 

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