Había pasado una semana desde que Pedro había visto a Paula en París. Había vuelto al hospital el día después de su conversación, pero había encontrado la habitación vacía. Se había enterado de que el jeque Nadim había hecho que la recogiera un jet privado para llevarla a Irlanda. Al pensar en lo unida que estaba su familia, se sintió como un tonto. Se había equivocado de cabo a rabo desde el principio. Gonzalo no era un ladrón y Paula no había sido su cómplice. Comprendía que ella necesitara tiempo para considerar su proposición. Pero no pensaba aceptar un no por respuesta. Maldita mujer, se dijo. Siempre lo había desafiado, desde el primer día, pensó, mientras buscaba sin querer su cabello rojizo entre los campos de su granja irlandesa. Era inconcebible que ella lo rechazara. La química entre los dos era demasiado fuerte. La seduciría y le haría aceptar su propuesta, planeó. No había otra opción.
–¿Cómo que no está en casa?
Pedro había llamado a Gonzalo a su despacho para pedirle que le indicara cómo llegar a la granja Chaves. Era hora de ir a buscar a Paula.
–Se ha ido a Merkazad. Delfina necesitaba ayuda con el bebé.
–¡Pero está convaleciente!
–Dijo que ya se sentía mejor –repuso Gonzalo, bajando la cabeza.
Irritado, Pedro le dijo a Gonzalo que saliera y se quedó dando vueltas en su despacho como un animal enjaulado. Paula estaba en la otra punta del mundo. Y él la necesitaba. Entonces, de pronto, lo comprendió. Nunca había necesitado a nadie en su vida. Ni siquiera Francis Fortin había sido tan importante para él. Asustado ante la fuerza de sus propios sentimientos, se sirvió un vaso de whisky. El pánico, sin embargo, no cedió. Como un rayo, se dirigió a los establos. Los mozos de cuadra se alejaban al verlo llegar, tan terrorífica era la expresión de su rostro.
–Vaya, Pedro. ¿Qué te pasa? –preguntó André, cuando se topó con él.
Sin responder, Pedro pasó de largo. Ensilló a su caballo favorito y salió a los campos con él. Galopó a toda velocidad, hasta que el animal estaba sin aliento. Desmontó en la misma colina donde, cuando había comprado esa granja, había respirado con satisfacción por todos sus logros. Por primera vez, apreció que le debía a su pasado quién era. Sin embargo, no tenía a nadie con quien compartir todo lo que había conseguido. Estaba vacío. Paula había regresado bajo la protección de su familia y él no tenía ningún derecho a llevársela. Ella se merecía a alguien mucho mejor. Era demasiado tarde.
–Paula, si me hubieras dicho lo del bebé, no te habría consentido que viajaras hasta aquí.
Paula era una manojo de nervios, mientras su hermana mayor la contemplaba con ternura. Estaban tomando el té en la terraza del palacio de Merkazad. Y ella acababa de confesarle a su hermana toda la verdad. Al menos, todo había terminado y su hermana Delfina ya no tenía que preocuparse por nada, se dijo ella.
–No pasa nada. Me alegro de haber venido, Delfi. De verdad –afirmó Paula.
Su hermana le apretó la mano con dulzura.
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