Paula esperó a que su hermana Florencia bajara y se entretuvo contemplando cómo Pedro se alejaba de allí en coche.Había sido su primera proposición de matrimonio, pero no había dejado de ser toda una farsa. Recobrada ya de la impresión que le había producido que se lo pidiera, tenía que reconocer que había sido un detalle que a él le preocupara su reputación hasta ese punto. Le parecía una noción bastante anticuada. Pero, después de todo, él pertenecía a una familia tradicional que siempre había seguido las reglas sociales. Le resultaba irónico que Florencia hubiera pasado a formar parte de ese mundo. La familia de su marido era una de las más conocidas de Charleston. La mansión familiar de los Alfonso en Hilton Head era bastante más moderna que la de Florencia. Recordaba haber visto las fotos en una revista de decoración. La casa concentraba todo el poder y los privilegios que los sureños ricos habían tenido desde antes de la guerra civil. Su creativa hermanastra había aportado a su hogar un toque ecléctico y distinto que contrastaba con la histórica mansión. Había mezclado lo antiguo y lo moderno, muebles de madera oscura con alegres y coloridos cuadros. Las serias y pesadas cortinas habían sido sustituidas por ligeras contraventanas de madera blanca que dejaban pasar la luz pero daban la necesaria intimidad. Atravesó el salón, pasó al lado del gran piano y se detuvo frente a la mesa donde su hermana había colocado varios retratos. En uno estaban Florencia y David el día de su boda. En otro estaba la nueva suegra de su hermana, sentada en un sillón con apariencia de trono y sosteniendo un gato en su regazo. Se fijó en una tercera. Eran Florencia, Romina y ella misma frente a la fachada de Beachcombers, el día que abrieron oficialmente el negocio de hostelería en la vieja casa. Ya habían pasado tres años. Sabía que la mayor parte de los restaurantes fracasaban durante el primer año, pero ellas habían conseguido superar esa primera etapa a pesar de no contar con ninguna experiencia en ese campo. A sus clientes, entre los que se encontraban las mejores familias de Charleston, les gustaba celebrar sus fiestas en Beachcombers. A todos les atraía la posibilidad de tener un escenario tan histórico, suntuoso y típicamente sureño en el que poder festejar sus acontecimientos familiares. Florencia las había convencido para redecorar la mansión y habían conseguido crear un ambiente muy especial. Romina, por otro lado, había aportado su talento en la cocina. Y ella era la encargada de administrar el negocio. Su madre había gastado casi todo su dinero en las niñas que había ido acogiendo, pero les había dejado un legado de amor inestimable. Tomó un retrato de tía Silvia, como la habían llamado siempre. La mujer había perdido a su prometido por culpa de la guerra de Corea y juró que nunca se casaría con otro hombre. Fue entonces cuando decidió quedarse en la casa donde había crecido y usar su herencia para que niñas huérfanas o abandonadas pudieran tener un hogar. Muchas habían llegado a la casa y se habían vuelto a ir algún tiempo después, adoptadas por otras familias o de regreso con sus padres. Florencia, Romina y ella habían sido las únicas que se habían quedado. Echaba mucho de menos a tía Silvia. Sobre todo en esos momentos, cuando tanto necesitaba sus consejos y su sentido común. A esa mujer nunca le había importado lo que otras personas pensaran de ella, y eso que había tenido que enfrentarse a sus vecinos cuando vieron cómo llevaba a su casa, en medio de un lujoso barrio, a algunas adolescentes más que problemáticas. Escuchó pasos en la escalera y eso la sacó de su ensoñación. Se dio la vuelta y se encontró con su hermana corriendo hacia ella.
—¡Bienvenida! Perdona que no estuviera lista para recibirte.
—No pasa nada —repuso ella mientras la abrazaba—. Tu asistenta me ha dicho que tienes algo de gripe, ¿Estás bien?
—Nada serio, de verdad.
Quería a esa mujer como si fueran hermanas de sangre. Las tres estaban muy unidas. Florencia tomó su brazo y la llevó hacia las escaleras.
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