Sólo había algo peor que llevar aburrida ropa interior de algodón cuando por fin conseguía acostarse con el hombre de sus sueños: Que él se fuera antes del amanecer. Paula Chaves sintió cómo su cuerpo se tensaba bajo la sábana. Con los ojos aún entrecerrados, observó silenciosa cómo se vestía. Había sido lo suficientemente imprudente como para acostarse con Pedro Alfonso la noche anterior, pero lo cierto era que ese tipo de conducta no era propio de ella. Su cuerpo aún evocaba las maravillosas sensaciones y no se arrepentía de nada. Pero su sentido común le recordaba que había sido un error. Para colmo de males, el error lo había cometido con uno de los más prometedores candidatos a ser senador por el estado de Carolina del Sur. Se fijó en su pelo oscuro y corto. La impoluta camisa blanca cubría una espalda de anchos y fuertes hombros. Recordó cómo se la había quitado ella horas antes, mientras organizaban una cena para recaudar fondos que iba a tener lugar en su restaurante, donde también vivía. La reunión había dado un giro inesperado que los había llevado por el pasillo y hasta su dormitorio. Siempre le había gustado Pedro, pero no había pasado de lo platónico. Nunca se habría imaginado que algo así pudiera llegar a pasar entre los dos. A ella le gustaba su vida tranquila y sedentaria, disfrutaba dirigiendo su propio negocio y con los simples placeres que tenía a su alcance. Eran cosas que valoraba especialmente por su experiencia personal. Se había criado en hogares de acogida. Él, en cambio, estaba siempre en el punto de mira por su trabajo. Era uno de los miembros más poderosos del Congreso. Y tan pronto tenía que negociar una nueva e importante ley como participaba en algún acto benéfico. La gente lo seguía con entusiasmo. Era un hombre con mucho carisma y empuje. Se preguntó si se despediría de ella o si se limitaría a desaparecer.
—La tabla de madera que está justo frente a la puerta cruje al pisarla, así que será mejor que la evites si lo que pretendes es irte sin que te oiga —le dijo ella.
Él se detuvo y la miró. Sus ojos, verdes y brillantes, los que le habían ayudado a ganar su puesto de diputado, parecían estar llenos de culpabilidad. En unos meses podría conseguir el cargo en el Senado que su madre estaba a punto de dejar vacante.
—¿Qué dices? Yo no me escapo de los sitios —se defendió él—. Me estaba vistiendo, eso es todo.
—Claro, perdona —repuso ella con sarcasmo—. Así que, desde anoche, has empezado a andar de puntillas y sin zapatos, ¿No?
—Estabas profundamente dormida —repuso Pedro.
—Vaya, ¡Qué considerado eres!
Pedro soltó los zapatos y se los puso.
—Paula, lo de anoche fue genial…
—No sigas —lo interrumpió ella—. No necesito explicaciones. Los dos somos adultos y solteros. La verdad es que ni siquiera somos amigos. Sólo somos dos conocidos con una relación comercial entre manos y parece que nos hemos dejado llevar por un momento de momentánea atracción.
—Veo que entonces pensamos igual —repuso él.
—Deberías irte ya o no vas a tener tiempo para cambiarte de ropa.
Pedro dió media vuelta y salió. Ella lo siguió hasta el vestíbulo de la grandiosa mansión sureña. Era una de las pocas casas que se conservaban en pie desde antes de la guerra civil y el restaurante que habían instalado allí se había convertido en la forma de vida para sus dos hermanastras y para ella. Hacía poco que vivía en la habitación contigua a su despacho, en la parte de atrás de la mansión. Después de que sus dos hermanas se casaran y se mudaran a otras casas, ella era la que se encargaba de la contabilidad y el mantenimiento. Más de un tablón crujió bajo los seguros pasos de Pedro mientras pasaban al lado de la tienda de regalos y llegaban al vestíbulo. Abrió el cerrojo de la gran puerta sin mirarlo a los ojos.
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