Cada vez había más humo. Se agachó y se cubrió la boca y la nariz con el brazo.
—¡Socorro! —gritó ella mientras golpeaba una pared—. ¿Hay alguien ahí? ¡Estoy aquí!
—¡Aguanta, Paula, ya voy! —le gritó él con alivio—. ¡Sigue hablando!
—¡Estoy aquí, en el tocador!
Siguió el sonido de su voz hasta llegar a los aseos públicos.
—Apártate de la puerta, voy a entrar —le advirtió él.
—Muy bien, ya me he alejado —contestó ella algo más tranquila.
Se puso en pie conteniendo la respiración al entrar en la espesa nube de humo. No tenía mucho tiempo. Si las llamas pasaban al pasillo, quedarían atrapados por un fuego fuera de control. Empujó la puerta con su hombro, pero no se abrió. Se retiró para intentarlo de nuevo. Se apartó un poco más para ganar impulso. Empujó con todas sus fuerzas y la puerta cayó hacia dentro. Miró deprisa a su alrededor y encontró a Paula sentada en una esquina del aseo, al lado del lavabo y cubierta con una toalla empapada. Era una mujer lista. Fue hacia ella.
—Gracias por volver —le dijo ella mientras le entregaba una toalla empapada en agua.
Paula se puso en pie mientras tosía y se esforzaba para respirar con normalidad. Se dio cuenta de que necesitaba aire puro. Se agachó y la levantó en volandas sobre su hombro.
—Agárrate.
—Sácanos de aquí, Pedro —le pidió ella entre ataques de tos.
Salió rápidamente y atravesó la tienda, que ya era un auténtico horno. Las llamas los rodeaban y estaban devorando los libros y todos los artículos de papelería. Una estantería se tambaleó a su lado y él se apartó a un lado para salvarse. Cubrió con su cuerpo el de Paula. Pocos segundos después, otro par de estanterías se derrumbaron frente a él y alimentaron las llamas. Una de ellas golpeó su rostro. Acababan de cerrarle el paso.
—Por la otra puerta, por la cocina —le indicó Paula—. A la izquierda.
—De acuerdo —repuso él mientras daba media vuelta y deshacía lo andado.
Salió al pasillo. El humo se había disipado lo suficiente como para que distinguiera mejor la luz que se colaba por la puerta de cristal y fue directo hacia ella. Cuando salió, el aire fuera de la casa le pareció tan espeso e impenetrable como el infierno que había dejado atrás dentro de la mansión. Paula intentó recuperar el aliento en cuanto salieron por la parte de atrás de la tienda, donde estaban los cubos de basura. Estaba histérica. Sabía que, si los bomberos no aparecían pronto por allí, su restaurante y su casa acabarían consumidos por las llamas. El hombro de Pedro le presionaba el estómago y con cada paso que daba le dificultaba aún más la respiración. Para colmo de males, no le gustaba que la llevara como un saco de patatas, se sentía avergonzada.
—Ya me puedes bajar.
—No me des las gracias —repuso él con ironía—. No gastes aliento en ello.
No entendía cómo podía pasar de héroe a villano insensible en tan poco tiempo. Esa madrugada, había lamentado que Pedro no la viera enfundada en el bello camisón de satén. Pero las cosas habían cambiado radicalmente y le hubiera encantado que no tuviera que verla con lo que había quedado de la delicada prenda que aún llevaba bajo la manta.
—Pedro —insistió entonces—. Puedo andar. Suéltame, por favor.
—De eso nada —repuso él agarrándola mejor.
Pero con el movimiento, se deslizó la manta y uno de sus hombros quedó al desnudo.
—Vas directa al hospital para que te hagan un chequeo.
—No tienes por qué llevarme así, estoy bien y… —protestó ella.
Pero un ataque de tos no la dejó terminar de hablar. Intentaba cubrirse el cuerpo con la empapada manta, pero no era fácil en esa posición.
—¡Deja de moverte, Paula! —le pidió él mientras agarraba con fuerza su trasero.
Eso era lo último que necesitaba. Todo su cuerpo se estremeció.
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