—Enviaré a tu ayudante un par de copias del contrato que hemos firmado para la cena.
La noche anterior y tras la cena de negocios que habían tenido, Pedro se había quedado un buen rato para repasar con ella algunos detalles de la misma. Nunca se hubiera imaginado lo incendiario que podía llegar a ser un simple y accidental roce de cuerpos. Pero se daba cuenta de que no podía haber nada más, no se le había pasado por alto lo rápido que había querido salir de su dormitorio. Era la historia de su vida. Había sido rechazada por familias de acogida desde temprana edad. Ese pasado la había marcado y se había convertido en una mujer independiente y llena de orgullo. Ese sentimiento era el que mantenía su cabeza alta y su espalda recta, una postura que se había visto forzada a mantener durante toda su infancia por culpa de un duro corsé que le habían colocado para corregir su escoliosis.
—Te llamaré.
«Sí, claro que me llamarás», pensó ella con incredulidad.
—No, nada de llamadas. Terminemos este encuentro como lo empezamos. Sólo se trata de negocios —repuso ella mientras le ofrecía con profesionalidad la mano.
Pedro la miró con cautela. Después la aceptó sin sacudirla y se inclinó para besarla… Pero, muy a su pesar, lo hizo en la mejilla.
—Aún es de noche, deberías volver a la cama y dormir un poco más —le aconsejó Pedro.
Lo último que tenía en mente era dormir un poco más. Entre otras razones porque sabía que no lo conseguiría, no después de haber pasado una noche como aquélla con Pedro Alfonso. Entró y cerró la puerta con fuerza. Fue entonces cuando el orgullo dejó de mantenerla en pie y se derritió. Se acercó al mostrador de la entrada y se derrumbó sobre él. La verdad era que no podía culparlo de nada, ella había estado tan dispuesta como él. La llama se había encendido entre ellos de repente y, en ese momento, lo último que había tenido en mente había sido su aburrida ropa interior de algodón. Se sentía algo herida y confusa. Tenía que animarse de alguna manera. Miró el escaparate de la tienda de regalos que tenían en el vestíbulo y se fijó en la zona donde tenían la lencería fina. Eran modelos inspirados en diseños antiguos. Entró y fue directa al camisón de satén rosa pálido que siempre le había llamado la atención. Se había pasado toda la infancia soñando con tener prendas delicadas y femeninas como aquéllas. Nunca había podido llevar nada parecido, sólo prendas de algodón blanco, un tejido mucho más resistente que su duro corsé corrector no podía dañar. Ya no necesitaba llevar nada parecido. Su escoliosis se había corregido y la única consecuencia de esa condición era que tenía un hombro algo más alto que el otro, algo apenas perceptible. En un impulso, tomó la percha con el camisón y salió de la tienda. Se dirigió con paso decidido al aseo público. Le hubiera encantado llevar algo así puesto la noche anterior. Se quitó el albornoz y dejó que cayera al suelo. El satén se deslizó sobre su cuerpo desnudo como una refrescante ducha tras una noche de pasión con Pedro. Se dejó caer sobre el diván francés que decoraba el tocador y encendió una vela para intentar relajarse y crear algo más de ambiente. Se tapó con la delicada colcha que había sobre el diván y cerró los ojos. Pensó que no estaría mal dormir unos segundos… Pasó el tiempo sin que se diera cuenta. Respiró entonces, de manera más profunda, y comenzó a toser. Se incorporó deprisa en el diván. Ya no olía el aroma de la vela. Olía a humo.
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