martes, 7 de enero de 2025

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 46

Hizo una mueca, recordando la historia de Sansón y Dalila. Era normal sentirse agotado después de haber experimentado tan exquisito placer. Pero una vocecilla en su interior le dijo que no había sido capaz de llegar al orgasmo hasta que habían estado mirándose a los ojos. Había necesitado sentir esa conexión. Algo que no le había pasado nunca antes. Se quedó helado. Los sucesos de la noche inundaron su mente. Le había contado a Paula más cosas sobre su vida privada de lo que le había contado a nadie jamás. Había compartido con ella la triste historia de su pasado sin titubear. Helado, comprendió lo que eso significaba. Había perdido la noción de quién era ella. Había olvidado que podía ser cómplice de un robo. Con un nudo en la garganta, se dijo que se había dejado cegar por el deseo y que había hecho oídos sordos a todo lo que había aprendido en la vida, había ignorado las lecciones que le habían enseñado a no confiar en nadie. Con el corazón galopándole en el pecho, comprendió lo cerca que había estado de… Confiar en ella. Pero había sido solo sexo. Eso era todo, se repitió a sí mismo. Paula había dado un nuevo impulso a su negocio, desde que había empezado a montar sus caballos, eso era lo importante. Después de todo, estaba en deuda con él. Su hermano le había robado un millón de euros y ella debía pagar esa deuda. A pesar de la dulzura y la aparente inocencia de Paula, no podía asegurar que no quisiera aprovecharse de él. No podía volver a ser débil. Ni volver a confiar. 


Paula podía oír a Pedro en el baño. La ducha estaba encendida. Abrió los ojos en la penumbra de la habitación, sin poder dejar de imaginarse cómo el agua caería sobre su imponente cuerpo desnudo. Entre las piernas, notaba una sensación placentera, recordando cómo él la había penetrado una y otra vez. Al instante, pensó en cómo la había tomado por detrás y le subió la temperatura. Había sido algo salvaje y erótico, aunque la había hecho sentir insegura, fuera de su elemento. No le había gustado no poder verle los ojos y la cara. Hasta que él la había girado y le había dicho que lo mirara. Había sido lo único que ella había necesitado para explotar en un delicioso orgasmo. La puerta del baño se abrió. Sintiéndose de pronto vergonzosa, se cubrió con la sábana. Pedro se quedó parado en la puerta, con una toalla alrededor de la cintura. Gotas de agua le caían por sus músculos esculturales.


–Deberías volver a tu cama ahora.


Ella se sentó, apretándose la sábana contra el pecho. Una oleada de humillación la recorrió. ¿Qué había esperado? ¿Que Pedro volviera a la cama y la tomara entre sus brazos de nuevo, susurrándole dulces palabras?


–No duermo con mis amantes –señaló él, por si no había sido lo bastante claro.


Ella lo miró, incapaz de ocultar lo ofendida que se sentía.


–Está bien. No tienes que darme explicaciones.


Se levantó y buscó el vestido, que estaba en el suelo a un par de metros de la cama. Estaba preguntándose cómo llegaría hasta su ropa sin exponer su cuerpo desnudo, cuando Pedro se acercó con un albornoz en la mano. 


–Toma –dijo él con tono brusco.


Paula lo tomó y se lo puso a toda prisa. Se odiaba a sí misma por sentirse tan dolida solo porque él le hubiera confirmado lo que era obvio: Para él no era distinta del resto de sus amantes. Pero ella quería ser diferente, reconoció para sus adentros, reprendiéndose por su peligrosa ingenuidad. Antes de que Pedro pudiera adivinar sus sentimientos, ella tomó el vestido del suelo y se dirigió a la puerta, evitando la mirada de él. Sin embargo, se forzó a sí misma a volverse un momento.


–Gracias por esta noche. Lo he pasado muy bien.


Antes de que él tuviera tiempo de responder, Paula salió. En vez de experimentar satisfacción por haber dejado claros los límites, Pedro se quedó pensando en la expresión de ella, en cómo se había tapado con el albornoz, evitando su mirada. No era como las demás mujeres con las que se había acostado. Y se sentía como un imbécil por haberle hecho daño. Si era honesto consigo mismo, se arrepentía de lo que había dicho. Quiso salir tras ella, llevarla de vuelta a su cama y continuar donde lo habían dejado. Maldiciendo, volvió al baño para darse una ducha fría. Maldita Paula Chaves. No debía haber dejado que ella le calara tan hondo. Cuanto antes encontraran a su hermano, mejor que mejor. 

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