jueves, 28 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 24

 –He estado viviendo en París desde la última vez que nos vimos, así que supongo que se cansaría de no tener que hacer nada –contestó él, encogiéndose de hombros–. La señora Berry y el resto del servicio sí siguen trabajando aquí, pero a esta hora ya se habrán ido a casa.


Paula lo miró nerviosa.


–Entonces… ¿Estamos solos?


Pedro se quitó el abrigo y lo colgó en el armario, junto al de ella.


–¿Eso supone un problema para tí?


Paula apartó la vista.


–No, por supuesto que no. No es que tenga miedo ni nada.


–Bien, porque no tienes nada que temer de mí –murmuró él, tomándola de la barbilla para mirarla a los ojos.


El aire se cargó de electricidad. Leónidas se inclinó hacia ella y… De pronto sonó el timbre de la puerta.


–Será la cena –dijo él con una sonrisa.


Paula lo miró sorprendida.


–¿Has hecho un pedido a domicilio?


–La cocinera no está; ¿qué te iba a dar de cenar sino? No querría envenenarte con mi comida quemada.


Paula esbozó una sonrisilla y él sonrió también porque sabía que estaba recordando la vez que había intentado cocinar para ella y casi se le habían carbonizado los espaguetis con salsa marinera de bote que había intentado prepararle. Sin embargo, cuando la sonrisa de ella se disipó, supo que estaba pensando en todo lo que había pasado después. Esa era una batalla que no podía ganar, así que se dio la vuelta y fue a abrir. Pagó al repartidor, tomó las bolsas y cuando hubo cerrado la puerta se giró hacia Paula.


–Bueno, ¿Cenamos?


Ella miró las bolsas.


–¿Qué es?


–Comida china –contestó él–. Se me ocurrió pedirla porque sé que te gusta mucho, pero si prefieres otra cosa… –añadió vacilante.


–¿Has pedido pollo kung pao? –lo interrumpió ella. 


–Claro.


–Pues eso es justo lo que me apetece.


Pedro la condujo hasta la cocina, que era enorme, y de allí pasaron a un comedor con un gran ventanal y puertas cristaleras que daban a un patio privado. Allí fuera, a la luz de la luna, estaba nevando suavemente.


–¿Tienes tu propio patio?, ¿Aquí, en medio de Manhattan? –exclamó Paula, sorprendida, mientras él dejaba las bolsas sobre la mesa.


Pedro se encogió de hombros.


–Por eso la compré. Me gusta tener espacio y aire fresco.


Paula frunció el ceño.


–¿A tí? ¿Te gusta el aire fresco?


Pedro se rió.


–¿Por qué te resulta tan chocante?


–No sé, es que solo te imagino en salas de juntas, bailes de salón, sentado en el asiento trasero de tu Rolls-Royce, o…


–Déjame adivinar –la cortó él, divertido–: ¿Sentado en la cámara acorazada de un banco, contando montones de monedas de oro como el tío Gilito?


Paula lo miró sorprendida al oírlo mencionar a ese personaje de dibujos animados.


–¿Cómo sabes quién es el tío Gilito? –le preguntó suspicaz–. ¿No será que ya tienes un hijo con otra?


La sonrisa de Pedro se desvaneció. Parecía dispuesta a pensar lo peor de él.

Culpable: Capítulo 23

A los veintiún años, recién salido de la Universidad de Princeton, había tomado las riendas del negocio de sus padres, Horacio, al borde de la quiebra tras siete años de inepta gestión por parte de su tutor. Fue entonces cuando decidió que no necesitaba una familia, ni amor, que el éxito sería lo que lo ayudaría a mostrar al mundo su valía. Y había logrado lo que nadie habría esperado de un heredero: Había reflotado la compañía. La había rebautizado con el nombre de P.A, y a lo largo de los siguientes quince años la había convertido en un imperio global a base de voluntad, mucho trabajo y algo de suerte. Sin embargo, ni sus logros empresariales, ni los acuerdos multimillonarios que había firmado lo habían hecho sentir tan triunfante como el haber conseguido esa noche que Paula aceptara cenar con él. Aquello era algo personal. Durante el tiempo que había estado con Paula, había sido muy estimulante para él haber podido bajar la guardia con ella, en vez de tener que mantenerse todo el tiempo a la altura de lo que se esperaba de Pedro Alfonso, el exitoso hombre de negocios. A ojos de Paula no había sido más que un hombre corriente, un don nadie, cosa que para ella no le había restado un ápice de su valía como persona.  Con ella había podido ser él mismo, en vez de tener que estar siempre preparado para la batalla, para atacar o defenderse. Había podido mostrarle su lado tonto, compartiendo risas y bromas con ella. Para sus adentros siempre había sabido que aquello no podía durar, pero ahora las cosas eran distintas. Se casaría con ella y criarían juntos a su hija, que tendría una infancia distinta a la que él había tenido. Siempre se sentiría querida; siempre contaría con el apoyo de sus padres. Tenía que convencerla de que era lo mejor, ¿Pero cómo? Seguía mirando enfurruñada por la ventanilla y le temblaba ligeramente el labio inferior, como si estuviera conteniéndose para no llorar. Un matrimonio en el que marido y mujer se detestaban y mantenían una guerra fría era lo último que quería. Lo que quería era que se entendieran, que fueran amigos, compañeros. Solo así podrían crear juntos un verdadero hogar para su hija. Inspiró profundamente. Tenía que cortejar a Paula, ganársela, convencerla de que era digno de su confianza y su estima, si no de su amor. ¿Pero cómo? La pálida luz de la luna brillaba sobre la ciudad cuando el chófer estacionó frente a su mansión en el West Village. Paula giró la cabeza hacia él y le dijo con el ceño fruncido:


–Creía que ibas a llevarme a un restaurante.


Él se encogió de hombros.


–Aquí tendremos más privacidad –respondió antes de apearse del vehículo.


Luego lo rodeó, abrió la puerta de Paula y le ofreció su mano, pero ésta la rechazó y se bajó con su perrita en brazos.


–No estoy segura de que esto sea buena idea –murmuró Paula, mirando la fachada con ansiedad.


–Solo vamos a cenar.


Aún recelosa, Paula subió la escalinata de la entrada con él. Cuando entraron, Pedro encendió la luz del vestíbulo, cerró la puerta y la ayudó a quitarse el abrigo.


–¿Y tu mayordomo? –le preguntó Paula, con una sonrisilla maliciosa.


–Dejó el trabajo hace unos meses.


–¿Lo dejó? 

Culpable: Capítulo 22

Le pareció ver un atisbo de vulnerabilidad en los ojos de Pedro antes de que sus facciones se endurecieran.


–No pienso desentenderme de nuestra hija; no me daré por vencido – le dijo.


Paula rogó por que no se hubiera dado cuenta de que había estado a punto de perder el control. Tenía que conseguir que se marchara, que abandonara aquel apartamento lleno de recuerdos agridulces.


–Estoy cansada. ¿Podemos hablar mañana?


–No –respondió él, obstinadamente–. Tenemos que resolver esto.


Luz se levantó de su almohadón, se acercó a Pedro para olisquearlo y lo miró esperanzado, como esperando unas caricias. Pedro se agachó, le rascó brevemente entre las orejas, y cuando se irguió la perrita le lamió la mano. «Traidora…», pensó Paula, mirando a su mascota con los ojos entornados.


–¿Tienes hambre? –le preguntó Pedro–. Podría llevarte a cenar a algún sitio.


Parecía vacilante, como si estuviese esperando que rechazase la invitación, pero la verdad era que sí tenía hambre.


–¿A otro restaurante de postín?


–Si no quieres, no. Conozco el sitio perfecto: con ambiente hogareño, informal… Hasta admiten perros –le dijo él con una sonrisa tentadora–. ¿Qué me dices?


Paula se sintió irritada por cómo reaccionó su cuerpo a esa sonrisa, con un cosquilleo eléctrico que la recorrió de arriba abajo.


–Está bien –masculló de mala gana–. Pero solo cenar y nada más.


Pedro miró a Paula, que iba sentada a su lado en el asiento trasero del Rolls-Royce con su perrita en el regazo. Tenía girada la cabeza hacia la ventanilla con cara enfurruñada, pero al menos la había convencido para que cenara con él. Nunca se había imaginado casándose, y mucho menos siendo padre, pero ahora estaba decidido a ser un buen marido y un buen padre. Toda su vida se había sentido impelido a demostrar su valía. Se recordaba a sí mismo, siendo aún un crío, intentando complacer al que siempre había creído que era su padre, un hombre cruel que lo llamaba «estúpido» e «Inútil». A pesar de sus esfuerzos, había continuado burlándose de él y hostigándolo, mientras su madre lo ignoraba por completo… A menos que tuvieran compañía. Para ellos las apariencias eran lo único que importaba y, aunque en privado tenían agrias discusiones, los dos querían que los demás pensaran que eran un matrimonio perfecto con un hijo perfecto y que formaban la familia perfecta. Pero la realidad era que se hallaban muy lejos de ser ninguna de esas cosas. Siempre le había parecido que sus padres se odiaban, aunque no tanto como lo odiaban a él. Desde los cinco años, cuando se había dado cuenta de que a otros niños sus padres los abrazaban y los elogiaban, había llegado a la conclusión de que había algo anormal en él, algo que hacía que sus padres se avergonzasen de él y lo despreciaran, por más que se esforzase. A sus catorce años los dos habían muerto, y no le había quedado nadie en el mundo. El juez había designado un tutor que administraría su herencia hasta que él alcanzase la mayoría de edad. 

Culpable: Capítulo 21

 –No tienes por qué preocuparte –le dijo Pedro con suavidad–. En eso estamos de acuerdo: Ninguno de los dos buscamos el amor. Como te decía antes, es algo que puede ser muy destructivo.


Si pensaba lo mismo que él a ese respecto… ¿Por qué le dolía oírle decir eso?


–Supongo que tienes razón –dijo. Inspiró profundamente y añadió–: Pero eso no significa que vaya a perdonarte así, sin más, ni a olvidar lo que hiciste.


Pedro se quedó callado un momento.


–Querías a tu padre, ¿No?


–Sí.


–¿Y no crees que nuestra hija también se merece tener un padre?


Paula tragó saliva. ¿Estaba siendo egoísta? ¿Estaba anteponiendo su ira a lo que era mejor para su hija?


–¿Y cómo sé que serás un buen padre? –le preguntó en un tono quedo.


–Te lo juro. Por mi honor.


–Por tu honor… –repitió ella con amargura, llevándose las manos al vientre en un gesto protector.


Pedro puso una mano sobre las de ella.


–Sí, por mi honor –reiteró él, mirándola a los ojos–. No tengo familia, Paula: Ni hermanos, ni primos… Mis padres ya murieron y yo nunca había tenido intención de casarme, ni de tener hijos, pero ahora… Ese bebé es todo lo que tengo. Lo único que me importa ahora mismo es su felicidad. Haré lo que sea para cuidarla y protegerla.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Por la pasión con que había hablado, parecía que de verdad quería esforzarse por ser un buen padre. ¡Cuánto le gustaría creerle! Habría sido bonito poder haberlo tenido a su lado durante todos esos meses de embarazo, cuidando de ella, en vez de tener que llevar toda la carga ella sola. Pero… ¿Cómo podría vivir con un hombre que había hecho lo que él había hecho?


–Además, casarnos podría tener otras… Ventajas –murmuró Pedro, apretándole suavemente las manos con la suya–. Disfrutábamos tanto haciendo el amor…


–Si crees que voy a volver a acostarme contigo es que estás loco – dijo ella apartándose de él.


–No puedo olvidarme de lo maravilloso que era –murmuró él–. Incluso sueño con ello. ¿Tú no?


–Por supuesto que no –mintió ella.


Un destello brilló en los ojos de Pedro. Sus labios se curvaron en una sonrisa malévola y, pillándola desprevenida, la rodeó con sus fuertes brazos.


–¿Quieres que te recuerde lo increíble que era? –susurró contra sus labios.


Por un momento, allí de pie con él, en el departamento donde tantas veces habían hecho el amor y en tantos sitios diferentes –en el sofá, contra la pared…–, lo único que Paula quería era besarlo, sentir sus manos sobre su piel desnuda. La aterraba la facilidad con que su cuerpo la instaba a sucumbir a esa ansia de él. Temblorosa, volvió a apartarse de él.


–No. 

jueves, 21 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 20

 ¿Casarse con él? Paula se quedó mirando boquiabierta a Pedro.


–¿Te has vuelto loco? –explotó–. ¡No pienso casarme contigo!


Las apuestas facciones de Pedro se endurecieron.


–Concebimos juntos a ese bebé; deberíamos criarla juntos –le dijo. Entornó los ojos y añadió–: No quiero que se cuestione nunca quién es, o que sienta que le faltó el amor de su padre.


–¡Como si tú fueras capaz de amar!


–Tienes razón, es algo que no se me da muy bien, pero la cuidaré y la protegeré. Y no solo a ella, sino a tí también… Si me dejas.


Paula tragó saliva.


–Pero… Casarnos… –murmuró–. ¿Cómo podría funcionar un matrimonio sin amor?


–El amor no es una condición necesaria para la felicidad; ni siquiera deseable. El amor romántico puede ser tremendamente destructivo.


–¿Y casarte con alguien a quien desprecias? –apuntó ella–. Yo diría que esto también puede ser bastante destructivo.


–¿Tanto me odias, Paula? ¿Porque no me atreví a decirte mi nombre completo cuando nos conocimos? ¿Porque cuando tu padre intentó venderme una falsificación lo demandé? ¿Vas a odiarme por eso durante el resto de tu vida? ¿A pesar del daño que puedas hacerle a nuestra hija?


Paula se mordió el labio. Sabía que en parte tenía razón, pero al pensar en cuáles habían sido sus sentimientos el pasado octubre, en cuánto lo había amado y cómo le había roto el corazón… No soportaría volver a pasar por algo así.


–No puedo volver a amarte –murmuró. 


–No te estoy pidiendo eso –dijo Pedro–, pero dame al menos una oportunidad de recuperar tu confianza.


Paula apartó la vista.


–No sé si podré.


–¿Por qué no lo intentas al menos? –la instó Leónidas. Ladeó la cabeza–. ¿O es que estás enamorada de otro? ¿No será que sientes algo por ese Enrique Bain?


–Ya te lo he dicho: ¡Solo es un amigo, nada más! –le reiteró Paula, callándose la proposición de matrimonio que le había hecho. No tenía sentido darle más munición a Pedro. Sacudió la cabeza con vehemencia–. No quiero volver a enamorarme. Nunca más. Renuncié a los cuentos de hadas después de…


Paula se calló, pero ya era demasiado tarde. Pedro se acercó a ella.


–¿Después de enamorarte de mí?


Paula se estremeció y se encontró bajando la vista, contra su voluntad, a los labios de Pedro. No podía olvidar sus sensuales besos, el roce ardiente de sus labios contra su piel… ¡No!, se reprendió enfadada. No podía dejar que el deseo la anulara de nuevo. 

Culpable: Capítulo 19

Se quedaron mirándose fijamente, y cuando Pedro bajó la vista, contra su voluntad, a los labios de Paula, ésta se estremeció.


–Eres un bastardo –masculló.


Poco podía imaginar lo ciertas que eran sus palabras. Pedro inspiró profundamente y reprimió el dolor y la inseguridad que le provocaba pensar en eso. La miró a los ojos y le dijo:


–Pues antes no parecías pensar eso, cuando nos pasábamos horas en la cama. Me deseabas, tanto como yo a tí.


Paula tragó saliva y dió un paso atrás.


–Eres encantador cuando quieres serlo –respondió. Apretó la mandíbula–. Pero detrás de esa fachada de hombre guapo, rico y encantador no hay nada.


–La opinión que tengas de mí no viene a cuento –le dijo él, irritado–. Ahora lo que importa es el bebé. Lo único que intento es responsabilizarme de mi hija.


–¿Cómo?, ¿Amenazándome con mandarme a tus abogados? –le espetó ella.


–No iba en serio… –masculló Pedro–. Lo dije porque te negabas a que habláramos siquiera.


–¡Y con razón!


–Paula… –le dijo él en un tono quedo–. ¿De qué tienes tanto miedo?


Ella se quedó mirándolo un buen rato antes de apartar la vista.


–Ví lo que tus abogados y tu dinero consiguieron en los tribunales con mi padre. Me da miedo que intentes quitarme a mi hija… No porque la quieres, sino por despecho, porque puedes.


Pedro suspiró.


–Jamás haría algo así. Jamás. Pero también es mi hija. No puedo rehuir mi responsabilidad. No quiero que un día se pregunte por qué no estuve a su lado, por qué no te ayudé a criarla, si es que no la quería.


Paula bajó la vista y preguntó en un hilo de voz.


–¿Y qué propones que hagamos?


Pedro se quedó pensativo un momento, preguntándose cómo podría asegurarse de que formaría parte de la vida de su hija sin necesidad de abogados, sin temer constantemente que Paula decidiera desaparecer en cualquier momento o casarse con otro hombre. Y entonces, de repente, se le ocurrió una solución muy sencilla. De un solo plumazo lo tendría todo atado y bien atado. Era algo que jamás se habría planteado, de lo que siempre había renegado, pero en cuanto se le pasó por la cabeza sintió que su tensión se disipaba. Esbozó una sonrisa y le dijo:


–Nuestro bebé necesita un padre, necesita un apellido… Y quiero que sea el mío –la miró a los ojos y añadió–: Y quiero que también se convierta en el tuyo.


Paula se quedó mirándolo horrorizada.


–¿Qué estás diciendo?


–La solución no podría ser más sencilla, Paula: Solo tienes que casarte conmigo. 

Culpable: Capítulo 18

 –¿Puedo ayudarlo, señor?


–Vengo a ver a Paula Chaves–gruñó él, malhumorado–. Sé qué planta es y el número de su departamento, gracias.


–Tendrá que esperar aquí –contestó el hombre. Fue hasta la mesa de recepción y levantó el auricular del teléfono–. ¿Su nombre, por favor?


–Pedro Alfonso.


El portero pulsó un par de teclas y esperó. Tras unas breves palabras con Paula, alzó la vista y le dijo:


–Lo siento, pero la señorita Chaves me pide que le comunique que no tiene nada que decirle y que quiere que se marche.


Pedro maldijo para sus adentros.


–Dígale que escoja: O habla ahora conmigo, o tendrá que hacerlo con mis abogados.


El portero enarcó las cejas y transmitió el mensaje por el aparato. Colgó con un suspiro y le dijo:


–Dice que suba.


–Gracias –masculló él.


Ya en el ascensor pulsó el botón de la quinta planta, se irguió y apretó la mandíbula con decisión. No iba a dejar que Paula le robara a su hija. El ascensor se abrió. Salió al pasillo, caminó hasta el departamento 502 y llamó con los nudillos. Cuando la puerta se abrió se encontró con una Paula furiosa y con el rostro bañado en lágrimas. A pesar de todo lo ocurrido, a Leónidas se le encogió el corazón al verla así. Ella se mordió el labio, como intentando contenerse para no decirle lo que le querría decir. Se había quitado el abrigo e iba vestida con sencillez, con una blusa de color blanco y manga larga y unos leggings negros.


–¿Cómo te atreves a amenazarme con tus abogados? –lo increpó.


–¿Y tú, cómo te atreves a intentar robarme a mi hija? –le espetó él.


Era la primera vez que regresaba a aquel apartamento desde que Paula y él habían dejado de verse. Estaba tal y como lo recordaba, salvo por el gran almohadón para perros que había junto a la chimenea, donde dormitaba la perrita que ella había rescatado. Inspiró profundamente, recordando con tristeza lo feliz que había sido allí con ella, en esas horas robadas en las que solo había sido «Pepe» y nada más.


–Me dijiste que este departamento era de un amigo de tu padre, Enrique Bain –murmuró mientras cruzaba la puerta.


Paula cerró tras él.


–¿Y qué?


–¿Cómo es que ha dejado que te quedes a vivir aquí tanto tiempo? ¿Hay algo entre ustedes?


–No es asunto tuyo –contestó ella en un tono gélido–, pero no, solo es una buena persona que me está ayudando.


–¿Y por qué debería creerte?


–Piensa lo que quieras, aunque tampoco entiendo por qué debería importarte –dijo ella, mirándolo desafiante–. Estoy segura de que no te habrá faltado compañía femenina desde que me echaste de tu casa.


No era verdad. No había estado con ninguna otra mujer en esos cinco meses. Claro que eso no iba a confesárselo a Paula. Levantó la barbilla y replicó:


–Yo no te eché.


–Me preguntaste por qué seguía allí y me dijiste que me fuera.


–Tiene gracia, lo que yo recuerdo es que tú me insultaste, acusándome de ser un mentiroso, y que dijiste que querías hacerme tanto daño como te había hecho yo a tí –murmuró Pedro. Dejó escapar una risa amarga–. Y supongo que encontraste la manera, ¿No? Ocultándome que estabas embarazada. 

Culpable: Capítulo 17

Sin embargo, Pedro no se había esperado en absoluto la información que recibió: Paula estaba embarazada de seis meses. No habían logrado averiguar quién podría ser el padre, pero él lo sabía perfectamente. En su primera noche juntos había descubierto que ella era virgen, y durante los meses que habían estado juntos le había sido fiel, de eso no tenía la menor duda. El bebé tenía que ser de él. Durante el vuelo de regreso a Nueva York el día anterior no había podido dejar de darle vueltas al asunto, preguntándose si Paula ya habría sabido que estaba embarazada la noche de la fiesta. Había llegado tarde a su casa en el West Village y nada más meterse en la cama se había quedado profundamente dormido. A la mañana siguiente se había despertado tarde y había ido a la oficina, pero no había aguantado más que un par de horas allí antes de llamar a su chófer para que lo llevara a Brooklyn. Le había dicho que estacionara frente al bloque de departamentos donde Paula vivía, y se había quedado sentado en el coche, cada vez más tenso, mientras intentaba decidir si debería entrar en el edificio o no. Porque cuando hubiera confirmado que lo que le habían dicho era verdad, que estaba embarazada, no habría vuelta atrás. Y entonces la había visto aparecer calle abajo, paseando a su perrita. Estaba más hermosa que nunca. El embarazo había hecho sus curvas más rotundas, haciéndola aún más sexy, había otorgado un brillo especial a sus ojos verdes, y la piel de su rostro estaba radiante.


–¿Ni siquiera vas a dejar que te ayude con la manutención? –le preguntó airado.


La expresión de Paula se ensombreció, como si ella misma se hubiese dado cuenta de que estaba llevando aquello demasiado lejos.


–Eres un monstruo, y no te necesitamos –murmuró obstinadamente, y entró a toda prisa en el edificio con su mascota.


Oyó en su mente el eco de la voz enfurecida de su madre: «Pequeño monstruo… ¡Ojalá no hubieras nacido!»… El corazón le martilleaba en el pecho y todo su cuerpo se había puesto tenso. Esas habían sido las palabras que le había gritado su madre la última vez que la había visto, a los catorce años. Acababan de volver del funeral del hombre que siempre había creído que era su padre, cuando su madre le había dicho la verdad y que se marchaba para no volver. Con el corazón roto, había agarrado unas tijeras en un arranque de rabia y había desgarrado con ellas el cuadro preferido de su madre. Y ella, furiosa, le había quitado el Picasso de las manos y lo había increpado de aquel modo tan cruel. Había muerto una semana después, en el terremoto de Turquía, y el cuadro había desaparecido. No le quedaban más parientes, pero ahora, de pronto, había descubierto que iba a tener una hija. Sangre de su sangre. Alzó la vista hacia la fachada del bloque de apartamentos y entornó los ojos. Le gustara a Paula o no, iba a formar parte de la vida de su hija. Apretó los puños y entró en el edificio. Sin embargo, cuando se dirigía al ascensor, el portero le bloqueó el paso. 

martes, 19 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 16

 –No te dije mi nombre completo, pero solo porque me gustaba charlar contigo y temía que no quisieras volver a verme si sabías quién era en realidad –replicó Pedro en un tono quedo–. Nunca te mentí. Y no fui yo quien intentó vender una falsificación; no soy un delincuente.


Paula se preguntó si podría estar diciendo la verdad sobre su padre. ¿Había sabido que el Picasso era falso cuando había intentado vendérselo? «No soy culpable, cariño, te lo juro por mi vida», le había dicho su padre. Recordaba lo trémula que había sonado su voz la noche de su arresto, las lágrimas en sus ojos… Durante todo el juicio, y luego, durante el tiempo que había estado en prisión, había insistido en que era inocente, en que a él también lo habían estafado, pero se había negado a decir quién había sido la persona a través de la que había conseguido el cuadro. ¿A quién debía creer, al maravilloso padre que la había criado solo tras la muerte de su madre y la había colmado de cariño, o al egoísta multimillonario que lo había arrastrado a los tribunales?


–¡No te atrevas a llamar delincuente a mi padre!


–Lo condenaron, fue a prisión.


–Sí, y murió allí… ¡Gracias a tí! –le espetó ella con voz ronca–. Le arruinaste la vida solo para hacerle daño, por un cuadro que no significaba nada para tí.


–Significa más para mí de lo que…


–Arruinaste nuestras vidas por un capricho egoísta –lo acusó Paula, alzando la voz–. ¿Por qué querría un padre como tú para mi hija, para que también le arruines la vida a ella? ¡Márchate y déjanos tranquilas!


Pedro se quedó mirándola aturdido. Jamás habría imaginado que un día se convertiría en padre, ni que la madre de su bebé podría odiarlo de esa manera. Había intentado poner distancia entre ellos, marcharse a París, donde tenía un piso, para pasar allí una temporada, pero desde que había dejado de ver a Pala sus días se habían vuelto tremendamente grises. Le costaba concentrarse en el trabajo, y hasta los miembros de la junta directiva habían empezado a susurrar a sus espaldas que quizá debería dejar el puesto de presidente de la corporación. Tampoco podía culparlos por pensar eso, se había dicho. Había perdido el interés por el negocio. La verdad era que ya no le importaba lo más mínimo. Y entonces, de repente, se había puesto furioso. Se había dado cuenta de que no había vuelto a pisar las oficinas centrales, en Nueva York, desde la desastrosa fiesta en su casa. Se había marchado de la ciudad para alejarse de Paula, pero ni siquiera en el otro extremo del mundo podía dejar de pensar en ella. Había llamado al jefe de su equipo de seguridad y le había dado orden de que la siguieran y lo informaran de sus actividades y movimientos en el día a día. Quería saber dónde estaba y qué estaba haciendo. Luego había llamado al piloto de su jet privado para decirle que preparara el vuelo de regreso a Nueva York. No iba a seguir huyendo de ella. No había hecho nada malo. Nada. Pero no le agradaba la idea de que pudiera coincidir con ella en algún evento en Manhattan, o verla del brazo de otro hombre. Esperaba que el jefe de su equipo de seguridad le dijese que se había mudado a Miami o, mejor aún, a Siberia. Fuera como fuera, quería estar preparado. 

Culpable: Capítulo 15

Nada más abrir la puerta del departamento, Luz se acercó con alegres ladridos mientras meneaba la cola. Paula la acarició y fue a la cocina para ponerle de comer. No se molestó en quitarse el abrigo porque sabía lo que pasaría. Y, tal y como esperaba, Luz devoró en un abrir y cerrar de ojos su comida, se fue corriendo hasta la puerta del vestíbulo y se volvió hacia ella, llamándola con sus ladridos. Suspiró y fue a por la correa. Luz no perdonaba sus paseos, ni siquiera cuando hacía frío o se avecinaba lluvia. La llevó por la ribera del río, como siempre, y cuando volvían, una media hora después, estaba empezando a chispear. Paula, que todavía no había almorzado, se moría de hambre, y apretó el paso, fantaseando con lo que se iba a preparar en cuanto llegasen. Fue entonces cuando se percató del Rolls-Royce negro estacionado frente al edificio. Un escalofrío le recorrió la espalda al ver a la alta figura que se bajó del vehículo. Se paró en seco. Sus ojos se encontraron y Pedro avanzó hacia ella con expresión torva. Ela no podía moverse. «Por favor», rogó para sus adentros, «Por favor que no se dé cuenta de que estoy embarazada, que mi abrigo lo disimule lo suficiente…». Sin embargo, las palabras que cruzaron los labios de Pedro aplastaron esa vana esperanza.


–De modo que es cierto… –murmuró Pedro entre dientes. Sus ojos refulgían como brasas de carbón–. Estás embarazada.


Temblorosa, Paula se llevó por instinto las manos al vientre. ¿Cómo se había enterado?


–¿Qué haces aquí?


Los ojos de Pedro se clavaron en los suyos.


–¿El bebe es mío?


Paula tragó saliva. Quería mentir y decirle que no.


–¿Soy el padre? –insistió él.


Paula se puso tensa y levantó la barbilla, desafiante.


–Solo en lo biológico.


–¡¿Solo?! –repitió Pedro frunciendo el ceño. Apretó la mandíbula y la escrutó con los ojos entornados, mientras ignoraba a la pequeña traidora de Luz, que estaba mirándolo con interés y moviendo la cola–. ¿Por qué no me lo dijiste? 


–¿Por qué iba a hacerlo?


–No sé, ¿Tal vez porque es lo correcto? –le espetó él con sarcasmo.


Paula lo miró furibunda.


–No te mereces ser el padre de este bebé.


Pedro contrajo el rostro, como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago, pero le dijo en un tono calmado:


–Por ley tienes derecho, como mínimo, a que te pase una pensión todos los meses.


Paula sacudió la cabeza.


–No la quiero.


–¿De verdad serías capaz de dejar que tu orgullo se imponga sobre lo que es mejor para el bebé?


–¿Mi orgullo? –repitió ella con incredulidad–. ¿Crees que es un problema de orgullo?


–¿Y qué va a ser si no? Quieres hacerme daño, y te da igual si con ello perjudicas también a nuestro bebé.


–No se trata de tí –masculló Paula–. Se trata de ella. ¡No necesita a un padre como tú, un mentiroso sin alma!


Se quedaron mirándose airados, con esas duras palabras flotando en el ambiente como una niebla tóxica.


–Me odias porque te dije la verdad sobre tu padre –murmuró él–, pero no es a mí a quien deberías odiar. Yo jamás te he mentido.


–¿Cómo puedes decir eso? –le espetó ella, indignada–. Desde el día en que nos conocimos, cuando me dijiste tu nombre… 

Culpable: Capítulo 14

 –Lo que pasa es que no te lo esperabas –le había dicho éste–. Ya cambiarás de opinión. Pero bueno, te cases conmigo o no, puedes quedarte todo el tiempo que quieras –había añadido con suavidad–. Incluso, si quieres, puedes quedarte aquí para siempre.


Había sido bastante incómodo, y se había sentido aliviada cuando Enrique se había vuelto a Los Ángeles. Sin embargo, el oírlo hablar, una vez más, de lo agradable que era el clima en California, había hecho aflorar a su mente un recuerdo de dos años atrás. Su primera exposición había sido un fracaso, y cuando se había echado a llorar su padre la había consolado diciéndole:


–Podríamos volver a empezar, mudarnos a Santa Bárbara. Podríamos comprar una casita junto a la costa con un jardín lleno de flores.


–¿Dejar Nueva York? –había murmurado ella, mirándolo sorprendida–. ¿Y qué pasaría con tu galería?


–Quizá a mí tampoco me vendría mal un cambio. Solo tengo un trato importante que cerrar y luego… Bueno, ya veremos. 


Poco después lo habían arrestado y ya no habían hablado más de nuevos comienzos, pero aquel recuerdo había dejado pensativa a Paula. Con lo que ganaba como camarera no podría sacar adelante a su hija. Tenía que aumentar sus ingresos, quizá con un trabajo mejor remunerado y con un seguro médico. Había pensado entonces en su madre, que había sido enfermera. A ella le gustaba ayudar a la gente; quizá podría seguir sus pasos, se había dicho. Había enviado una solicitud de ingreso a una pequeña escuela de enfermería de Santa Bárbara, y milagrosamente la habían aceptado. Incluso le habían dado una beca. Comenzaría las clases en otoño, cuando su bebé tendría ya tres meses. Poco después las náuseas matinales habían desaparecido, había conseguido ahorrar algún dinero y tenía un plan para el futuro. Pero ya estaban en marzo y la semana próxima Franck regresaría a Nueva York para quedarse, y no se imaginaba compartiendo el apartamento con él. Tenía que mudarse a otro sitio, pero… ¿A dónde? Ninguno de sus amigos tenía sitio, y tampoco podía permitirse pagar un alquiler. No cuando estaba ahorrando cada céntimo para los gastos que tendría cuando naciera el bebé y se fuera a California. De hecho, si hubiera tenido suficiente dinero se habría ido ya a California. Allí en la ciudad de Nueva York temía chocarse algún día accidentalmente con Pedro. Si llegara a descubrir que estaba embarazada, tal vez intentaría quitarle la custodia de su hija. Pero es que allí tenía un trabajo, amigos y, por incómoda que se sintiese, al menos tenía un lugar donde vivir gracias a Enrique. Solo tenía que aguantar hasta el verano. Salía de cuentas a principios de junio, y a finales de agosto tendría el dinero suficiente como para conseguir un departamento de alquiler en California, donde las dos empezarían una nueva vida. Hasta entonces lo único que podía hacer era cruzar los dedos y rezar por que no se cruzara con Pedro y que no intentara contactar con ella. Al llegar al bloque de apartamentos, saludó con una sonrisa al portero, que le sostuvo la puerta.


–Hola, Walter.


–Buenas tardes, señorita Chaves. ¿Cómo va ese bebé? –le preguntó él amablemente, como hacía siempre.


–Estupendamente –contestó ella con otra sonrisa, antes de dirigirse al ascensor. 

Culpable: Capítulo 13

Pero estaba apañándoselas muy bien sola. Se sentía más fuerte y más sabia. Había renunciado a sus infantiles sueños de encontrar a su príncipe azul, y también a su sueño de convertirse en una artista algún día. Su pequeña –ya sabía que iba a ser niña– era lo único que importaba, se dijo poniéndose una mano en el vientre. Además, sus amigos se estaban volcando con ella. Leticia Vogler, su jefa, le había dado horas extras para que pudiera ahorrar un poco. También la había dispensado por todos los turnos a los que había faltado por las náuseas matinales y, cuando había empezado a resultarle difícil estar todo el día de pie, incluso había creado un puesto expresamente para ella: Se sentaba junto a la caja y cobraba a los clientes. Y seguía viviendo en el departamento de Enrique, así que no tenía que gastar dinero en un alquiler. El artista de mediana edad había regresado a Nueva York en octubre, una semana después de su altercado con Pedro. Y había enarcado una ceja al entrar, maleta en mano, y encontrarse a un cachorro viviendo en su departamento, que estaba lleno de frágiles esculturas y adornos. Paula le había puesto de nombre Luz, para recordarse que, a pesar de sus preocupaciones, no todo eran nubarrones, sino que también se filtraban entre ellos rayos de sol, y que debía centrarse en eso, en todo lo bueno que había en su vida. Sin embargo, Luz era una perrita muy juguetona, y ya había hecho alguna que otra travesura, como orinar en la alfombra y mordisquear las pantuflas de Enrique.


Paula se había temido que fuera a ponerlas a las dos de patitas en la calle, pero para su sorpresa Enrique se había mostrado muy comprensivo. Le había permitido que se quedara con la perrita y le había dicho que podía seguir viviendo en su apartamento el tiempo que quisiera, ya que él iba a volver a marcharse de todos modos, huyendo del frío de Nueva York: Se iba a pasar el invierno en su casa de Los Ángeles. A principios de enero había pasado por una racha de horas bajas en la que se había sentido sola y asustada. Enrique, que había regresado por asuntos de negocios, aunque solo se quedaría un par de días, la había encontrado toda llorosa, sentada en la alfombra junto a la chimenea encendida y con Luz en el regazo. Cuando había alzado la vista, al oírlo entrar en el salón, de pronto Enrique se había agachado junto a ella, preocupado, y le había preguntado qué le ocurría. Tal vez porque lo veía como a un segundo padre, ella se había abierto a él y le había contado entre lágrimas que estaba embarazada y que no podía contar con el padre del bebé para ayudarla. Enrique se había quedado aturdido y, tras consolarla lo mejor que había podido, había salido, pues tenía un compromiso. Había vuelto de madrugada, y a la mañana siguiente, mientras desayunaba con ella antes de irse al aeropuerto para tomar su vuelo de regreso a Los Ángeles, la había sorprendido, ofreciéndose abruptamente a casarse con ella. Abrumada, había balbuceado:


–Es… Es muy amable por tu parte, Enrique, pero… La verdad es que no tengo intención de casarme.


Y era la verdad. Aparte de que era mucho mayor que ella, y que obviamente solo le había hecho ese ofrecimiento por lástima, no tenía el menor deseo de casarse. Con que le hubieran roto el corazón una vez ya tenía bastante. Sin embargo, le había dado la extraña impresión de que Enrique parecía desilusionado por su negativa. 

jueves, 14 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 12

 –Te odio –dijo Paula con voz entrecortada–. No te mereces…


–¿Qué? –la instó él a continuar cuando no terminó la frase–. ¿Qué es lo que no merezco?


Paula apartó la vista.


–No te mereces ni un minuto más de mi tiempo.


Su tono, frío y tajante, llenó a Pedro de desesperanza. ¿Cómo podía haber pensado siquiera que podría ganarse a Paula? Solo ahora empezaba a darse cuenta de que jamás vería las cosas desde su perspectiva. Lo odiaba, como había temido que ocurriría en cuanto supiera quién era en realidad. No había nada que hacer.


–Y si piensas que soy un monstruo –le dijo con voz ronca–, ¿Cómo es que sigues aquí? ¿Por qué no te marchas?


Ella se quedó mirándolo, y por un momento pareció indecisa, pero luego se irguió y le dijo: 


–Tienes razón; ni siquiera debería haber venido –fue hasta la puerta y cuando ya tenía la mano en el pomo se volvió para añadir–: En lo que a mí respecta, el hombre al que amaba ha muerto.


Salió de la habitación si mirar atrás y se alejó por el pasillo, dejando solo a Pedro, que de pronto se sintió verdaderamente como un monstruo al que, a pesar de su dinero y su poder, el mundo se le antojaba aún más oscuro y frío que antes de conocerla. 





Cinco meses después


Estaban ya a principios de marzo, pero en Nueva York seguía haciendo frío y las aceras aún estaban bordeadas por los restos de la nevada que había caído hacía unos días. Los árboles ni siquiera habían empezado a retoñar. Parecía como si se estuviera alargando el invierno, pensó Paula arrebujándose en su abrigo cuando salió de la clínica, tras su cita con el ginecólogo. Estaba ya de seis meses y apenas podía abrochárselo. Debería comprarse uno nuevo. Estaba cansada y tenía un hambre atroz. Se había saltado el almuerzo tras un turno de seis horas en la cafetería para irse directamente a la clínica, y las consultas iban con retraso, así que había estado sentada en la sala de espera casi una hora. A pesar de todo, a pesar incluso del cielo plomizo que amenazaba lluvia, no podía dejar de sonreír mientras apretaba el paso. La revisión no podía haber ido mejor. El bebé estaba bien, el embarazo progresaba con normalidad y tras las horribles náuseas del primer trimestre y la incertidumbre del segundo, por fin estaba en el último. De pronto se sentía llena de… Esperanza. Tenía su gracia, hasta no hacía tanto había estado convencida de que no podría superar los golpes que le había ido asestando la vida: La enfermedad de su madre, su muerte, cuando ella tenía solo siete años, sus fracasos como artista, la condena a su padre y su fallecimiento repentino, enamorarse y quedarse embarazada de un hombre que luego había resultado ser Pedro Alfonso… Había decidido criar sola a aquel bebé, en vez de con un hombre que no merecía ser su padre, y ahora se le hacía raro pensar que cinco meses atrás hubiera dudado siquiera de que fuera a ser capaz de hacerlo. Claro que tampoco le había quedado otra opción tras la discusión con Pedro la noche de la fiesta. 

Culpable: Capítulo 11

 –Y yo lo quería a él –dijo con voz quebrada. Se enjugó los ojos con el dorso de la mano–. Pero te equivocas: Mi padre jamás me habría mentido. No tenía ninguna razón para… 


–¿Lo habrías perdonado?


–Sí.


–Porque lo querías –murmuró Pedro, asintiendo con la cabeza. Inspiró profundamente y la miró a los ojos–. Pues entonces perdóname a mí también –la instó en un susurro.


Paula frunció el ceño.


–¿Qué?


–Vamos, estás enamorada de mí. Los dos lo sabemos.


Paula entreabrió los labios.


–¿Qué…? ¿Cómo…?


–Se te ve en la cara. Se te nota en la voz. Estás enamorada –murmuró Pedro, dando un paso hacia ella.


Paula levantó una mano para detenerlo.


–Estaba enamorada de un hombre que no existe –le dijo, mirándolo furiosa–. No de tí. Jamás podría amar a alguien como tú.


Sus palabras se clavaron en él como una daga afilada, y trajeron a su mente ecos del pasado, de la áspera voz de su madre: «Deja de molestarme. Estoy harta de tus gimoteos. Déjame tranquila». Había pasado los últimos treinta años distanciándose de ese niño de cinco años, trabajando con ahínco para convertirse en un hombre rico y poderoso, asegurándose de que jamás volvería a depender de nadie. Pero ahora… ¿Por qué lo invadía de repente esa ira arrolladora?


–¿Jamás podrías amar a alguien como yo? –repitió levantando la barbilla–. Y, sin embargo, sentías adoración por un mentiroso como tu padre.


–No lo llames así. ¡El mentiroso eres tú! No te atrevas siquiera a mentar a mi padre.


–Era un delincuente. Y tú una tonta por no querer abrir los ojos –le espetó él con brusquedad.


–En eso tienes razón; soy una tonta –musitó Paula. Estaba pálida y le temblaban las manos, que tenía apretadas junto a los costados–. Pero tú eres un monstruo. Me lo quitaste todo: a mi padre, mi hogar, el respeto por mí misma, mi virginidad…


–Todos somos responsables de nuestros actos. Tu padre fue el único responsable de lo que le ocurrió –le dijo él, mirándola con frialdad–. Y en cuanto a lo nuestro, no tomé nada de tí que tú no quisieras darme. Un gemido ahogado escapó de la garganta de Paula, que se quedó mirándolo espantada.


–Me odio por haber dejado que me tocaras siquiera –murmuró. Alzó sus ojos llorosos hacia él y le dijo–: Ojalá pudiera hacerte tanto daño como me has hecho tú a mí.


Pedro soltó una risa seca.


–No puedes.


La ira volvió a tensar las facciones de Paula.


–¿Por qué? ¿Tan pusilánime crees que soy?


–No.


No se trataba de eso. Sospechaba que, si Paula supiera lo que había sufrido en su infancia, satisfaría sus deseos de venganza, pero jamás se lo contaría. Mantendría esos recuerdos enterrados hasta el día de su muerte. Sí, enterrados en el cementerio que había bajo sus costillas, en lugar de un corazón. 

Culpable: Capítulo 10

 –Solo te he traído aquí para que hablemos –le dijo en un tono apaciguador–, para que podamos tener un poco de privacidad.


Ella le lanzó una mirada recelosa, pero finalmente entró en la habitación y él cerró la puerta con suavidad. Paula se quedó donde estaba, con los brazos en torno a la cintura, como para protegerse de él, y le preguntó en un murmullo:


–¿Sabías quién era… El día que nos conocimos?


No podía mentirle.


–Sí.


Paula alzó hacia él sus ojos verdes, llenos de lágrimas.


–¿Por qué me sedujiste? ¿Para echarte unas risas a mi costa? ¿Por venganza?


–No, por supuesto que no… –replicó él, dando un paso con los brazos extendidos para tomarla entre ellos. Sin embargo, al ver a Paula apartarse bruscamente, se detuvo y los dejó caer–. Mi abogado me había hablado de tí, de que acudías al juzgado cada día para estar al lado de tu padre, y cuando se dictó el veredicto sentí lástima de tí.


Las facciones de Paula se contrajeron de ira.


–¿Lástima?


No había elegido bien las palabras.


–Cuando me enteré de que tu padre había muerto en prisión, fui a la cafetería en la que trabajabas porque… Bueno, porque quería asegurarme de que estabas bien. Y quizá darte algo de dinero.


–¿Dinero? –las facciones de Paula se endurecieron aún más–. ¿De verdad pensaste que con eso compensarías el daño que le habías hecho a mi padre? ¿Con una especie de… De soborno?


–Esa jamás fue mi intención –replicó Pedro ofendido. Apretó los dientes y se obligó a hablar con calma–: No merecías todo ese sufrimiento; tú no habías hecho nada.


–¡Y tampoco mi padre!


A pesar de sus buenos propósitos, Pedro sintió que él también empezaba a enfurecerse.


–No me dirás que estás tan ciega como para creer que tu padre era inocente. Porque no lo era. Intentó venderme una falsificación.


–Me niego a creer que sabía que el cuadro era falso. Estoy segura de que fue tan ingenuo como para confiar en alguien de quien no se podía fiar, alguien que lo engañó a él, convenciéndolo de que era auténtico. ¡Si hubiera sabido que era falso, jamás habría intentado vendérselo a nadie! ¡Era un buen hombre!


–¿Bromeas? Tu padre llevaba años vendiendo falsificaciones.


–Nadie lo acusó de eso.


–Porque, o bien los avergonzaba admitir que les habían timado, o no se dieron cuenta de que les habían colado falsificaciones. Tu padre sabía que aquel no era un Picasso auténtico.


–¿Pero cómo iba a saberlo? Hace décadas que nadie ha visto ese cuadro. ¿Cómo supo siquiera tu abogado que no era auténtico? Según parece fue él quien te puso en contacto con mi padre.


Un recuerdo de veinte años atrás asaltó a Pedro, un recuerdo de su triste infancia, alienado por unos padres que no lo querían y no se preocupaban por él. Recordó el golpe que había supuesto para él que su madre lo abandonara a los catorce años, y lo dolido y furioso que se había sentido. Casi podía sentir aún el frío metal de las tijeras en su mano, rajando el lienzo, y el cruel gozo que había experimentado al dar salida a su rabia…


–Fui yo quien supe que era falso –masculló, apartando la mirada–. Nada más verlo en el despacho de Ross.


–Tú… –musitó Paula, mirándolo furibunda–. ¿Y no podrías haberlo dejado correr? ¿Qué era para tí un Picasso más o un Picasso menos?


Los hombros de Pedro se tensaron. No quería pensar en lo que ese Picasso significaba para él, ni en por qué llevaba veinte años buscándolo desesperadamente.


–O sea, que según tú… ¿Tendría que haber dejado que tu padre saliera impune? –le dijo con frialdad–. ¿Debería haber dejado que siguiese vendiendo falsificaciones?


–¡Mi padre era inocente! –insistió ella con una expresión fiera–. ¡Me juró, mirándome a los ojos, que lo era!


–Porque no podía soportar que supieras la verdad. Te quería demasiado.


El bello rostro de Paula se contrajo de angustia. 

Culpable: Capítulo 9

Un año atrás, cuando a su padre lo habían condenado por falsificación, se le había partido el corazón porque sabía que era inocente. Era un buen hombre, el mejor de los hombres. Él jamás habría infringido la ley. Aún no comprendía cómo podían haberlo declarado culpable, y el mazazo había sido todavía mayor cuando a los seis meses había muerto en prisión, solo, asustado y rodeado de extraños. Ese día se había jurado que, si se le llegaba a presentar la ocasión, se vengaría por lo que le habían hecho. Ella, que nunca había sentido el impulso de hacer daño a nadie, que siempre intentaba ver el bien en los demás, había querido venganza. Sin embargo, había sido tan ingenua que se había dejado engañar por Pepe y se lo había dado todo: Sus sonrisas, sus besos, su cuerpo, su amor… Incluso llevaba su semilla dentro de ella.


–Cielo santo… –murmuró Ricardo Ross, que se había quedado mirándola con los ojos muy abiertos–. Es usted la hija de Chaves… No la había reconocido con ese vestido. ¿Qué está haciendo aquí?


Eso mismo se preguntaba ella. Se le estaba nublando la vista y se sentía como si fuera a desmayarse. Tenía que salir de allí, se dijo. Pero cuando estaba dándose la vuelta Pedro la agarró por la muñeca para impedírselo. 


–¡No! ¡Suéltame! –le chilló apartando el brazo.


Todas las cabezas se giraron hacia ellos y la orquesta dejó de tocar. Las facciones de Pedro se endurecieron.


–Tenemos que hablar –le dijo entre dientes.


–¿Hablar de qué? –le espetó Paula, sintiendo que un profundo odio se apoderaba de ella. Se rio con amargura–. ¿Te has divertido seduciéndome y burlándote de mí?


–Paula…


–¡Me lo has quitado todo! –lo cortó ella con voz ronca. Se sentía utilizada, y tan frágil como una hoja marchita que un golpe de brisa podría arrancar–. ¿Cómo has podido mentirme, fingir que me querías…?


–Yo no te he mentido.


–Sí que lo has hecho –insistió Paula.


–Yo jamás he dicho que te quería.


La gente los miraba y cuchicheaba. Paula no podía creer que aquello estuviese ocurriendo. ¡Como si no hubiese sufrido ya suficiente humillación el año anterior, cuando la prensa de Nueva York lo había llamado «Estafador» y se había burlado de su padre diciendo que ni siquiera había sido capaz de hacer pasar aquella falsificación por auténtica. Se le saltaron las lágrimas al recordarlo, pero parpadeó con fuerza y se secó los ojos irritada con el dorso de la mano. 


–Paula… –la interpeló Pedro entre dientes–. Si me das un momento, a solas, para explicártelo…


Paula se notaba temblorosa. Nada de lo que pudiera decirle disiparía la sensación que tenía de haber sido traicionada. Debería darle un bofetón, marcharse y no volver a mirarlo a la cara, pero… A pesar de lo que había hecho, seguía siendo el padre del bebé que llevaba en su vientre. Tenía que decirle que estaba embarazada.


–Te daré un minuto –masculló.


Pedro le señaló con un ademán las puertas de entrada al salón de baile, y Paula lo siguió, deseosa de alejarse de las miradas de los curiosos.


Mientras subía las escaleras con Paula detrás de él, el corazón de Pedro palpitaba inquieto. No era así como había proyectado que se desarrollase la velada. Se había imaginado a Paula deslumbrada por su mansión, por su riqueza y su poder, por sus invitados, personas famosas y de prestigio… Se había convencido de que se mostraría receptiva cuando le contase la verdad. Había imaginado que al descubrir quién era en realidad se quedaría momentáneamente aturdida, incluso horrorizada, pero luego lo perdonaría porque… Bueno, porque estaba claro que él tenía razón. Por mucho que Paula hubiese querido a su padre, no podía negar que su padre había sido un delincuente que había protegido hasta el final a su cómplice, negándose a decir quién había pintado aquel falso Picasso. No podía culparlo por haber dado orden a su abogado de que lo demandara. ¿Qué esperaba que hiciera al descubrir que había intentado estafarlo?, ¿que le hubiera pagado millones por un cuadro falso?, ¿O que hubiera dejado que pudiera estafar a otra persona? No, él había hecho lo correcto. Estaba claro que Paula no lo veía de ese modo, así que tendría que ayudarla a verlo desde su perspectiva. Apretó la mandíbula y la condujo por un largo pasillo. Al llegar a la segunda puerta, la de su dormitorio, la abrió, encendió la luz y entró.


Paula se quedó parada en el umbral de la puerta, mirándolo de un modo acusador que lo irritó. Estaba claro lo que estaba pensando de él. ¿Tan mal concepto tenía de él? ¿De verdad creía que la había llevado a su habitación para seducirla?, ¿Que tenía planeado hacerle apasionadamente el amor para que olvidara y perdonara lo ocurrido en el pasado? 

martes, 12 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 8

 –No, Paula. La casa es mía. Y la fiesta es un evento para recaudar fondos para…


–¿Esta casa es tuya? –lo interrumpió ella con incredulidad–. ¿Pero cómo…?


Pepe suspiró y le dijo:


–Nunca te he dicho mi nombre completo. Es Pedro Horacio… Alfonso.


Se quedó mirándola, expectante.


–¿Alfonso? –repitió ella.


–Sí –asintió él.


Y volvió a quedarse mirándola, como si se supusiera que tenía que reaccionar de algún modo.


–Ah –musitó ella incómoda–. ¿Y para qué dices que quieres recaudar fondos con esta fiesta?


Él mencionó el nombre de un político que a Paula le sonaba, pero solo vagamente. Paseó de nuevo la mirada a su alrededor. Era una fiesta de postín, desde luego. Había un montón de gente famosa: Actores, deportistas, empresarios… Fue entonces cuando, a unos metros de ellos, vió a un hombre de pelo cano con traje de chaqueta y corbata que hizo que se le revolviera el estómago. Era Ricardo Ross, el hombre que había hecho de abogado de la acusación en el juicio de su padre, un hombre despiadado que había trabajado para otro hombre aún más despiadado, un multimillonario extranjero.


–¿Paula? –la llamó Leo con voz preocupada–. ¿Qué ocurre?


–Ese… Ese… ¿Qué hace aquí…?


No puedo terminar la frase porque Ross se dirigía hacia ellos con una rubia del brazo.


–Buenas noches, señor Alfonso.


Paula se quedó boquiabierta mirando a Pepe, que lo saludó con un apretón de manos.


–Buenas noches –respondió él antes de saludar a la rubia con un asentimiento de cabeza–. ¿Cómo está, señora Ross?


–Bien, gracias. Y gracias por invitarnos. 


Ross sonrió a Paula de un modo extraño, como si estuviera intentando recordar dónde la había visto antes. Ella lo miró con frialdad, conteniendo a duras penas las ganas que tenía de darle un bofetón. Deseó haber aceptado esa copa de champán; así podría habérselo tirado a la cara.


–¿Admirando tu más reciente adquisición? –le preguntó Ross a Pepe.


Por un momento Paula pensó que se refería a ella, pero luego comprendió que hablaba del cuadro que colgaba de la pared. Pepe se encogió de hombros.


–Es una inversión.


–Claro, claro –dijo Ross sonriendo–. Al menos hasta que encontremos ese Picasso. ¿Eh?


«Ese Picasso»… Para espanto de Paula, de pronto todas las piezas encajaron. No podía respirar. Ricardo Ross… El Picasso… El multimillonario que se decía que había estado detrás de la acusación a su padre… El empresario griego Pedro Alfonso… Se volvió lentamente con los ojos muy abiertos. Pepe la miró y la expresión de su rostro cambió de inmediato.


–No… –murmuró–. Paula, espera…


Pero ella ya estaba retrocediendo. Las rodillas le temblaban y dio un traspié cuando pisó mal y se le torció el tacón del zapato derecho. Se había enamorado de él. Era el primer y único hombre con el que había tenido relaciones, el hombre con el que había perdido la virginidad, el padre del bebé que llevaba en su vientre. No, Pepe no existía. Aquel hombre frente a ella era Pedro Alfonso, el multimillonario que había hecho que castigaran a su padre con la pena máxima cuando, si se hubiera encargado del caso un juzgado de lo civil probablemente solo le habrían impuesto una multa. Pero no, Pedro Alfonso se había propuesto vengarse de él a toda costa, valiéndose de su dinero y su poder. Aquel hombre podrido de dinero que tenía multitud de propiedades y obras de arte se había enrabietado porque no había conseguido el «juguete» del que estaba encaprichado y solo por eso había decidido destrozarle la vida a su padre. 

Culpable: Capítulo 7

Habría querido huir de allí, pero cuando volvió la cabeza vió que el chófer ya se había subido al Rolls-Royce y estaba dando marcha atrás para marcharse mientras seguían llegando otros vehículos, de los que se encargaban tres aparcacoches que había junto a la acera. Paula miró hacia la boca de metro al final de la calle. Había dejado a la perrita al cuidado de la amiga que le había prestado el vestido, Daniela, una antigua compañera de la Escuela de Bellas Artes. Aún estaba a tiempo de volverse a casa, recoger a su mascota y ver una película en la tele acurrucada en el sofá con ella y un cuenco de palomitas. No, no podía hacer eso, se dijo, volviéndose de nuevo hacia la casa. Tenía que hablar con Pepe, tenía que decirle que estaba embarazada. Necesitaba respuestas a las preguntas que no dejaban de rondarle por la cabeza, como si estaría dispuesto a ayudarla a criar al bebé, si querría casarse con ella, si podría llegar a amarla… O si por el contrario tendría que afrontar todo aquello sola. Paula tragó saliva y subió la escalinata detrás de una pareja mayor. Cuando el mayordomo que había en la puerta la vio, la miró de arriba abajo y enarcó las cejas.


–¿Su nombre, señorita?


–Paul Chaves.


Contuvo el aliento, casi segura de que el chófer se había equivocado de dirección y el mayordomo le negaría la entrada, pero el hombre esbozó una cálida sonrisa.


–Ah, estábamos esperándola, señorita Chaves. Bienvenida –le dijo–. La señora Berry la acompañará –dijo señalando con un ademán a una mujer regordeta y de cabello plateado que estaba a su lado.


–Soy el ama de llaves del señor Alfonso –le informó la mujer en un tono amable–. Venga por aquí, por favor.


Preguntándose aturdida quién sería el señor Alfonso, Paula la siguió. Cruzaron el vestíbulo, que tenía una enorme lámpara de araña, y siguieron por una escalera de mármol a la larga hilera de invitados hasta unas puertas de doble hoja por las que entraron a un salón de baile. Se quedó boquiabierta. Era tan grande que allí cabrían como trescientas personas, y el techo debía estar por lo menos a nueve metros de altura. De las paredes, revestidas de dorado, colgaban espejos que reflejaban la luz de las lámparas, y camareros con pajarita se paseaban entre los invitados con bandejas de plata, repartiendo copas de champán. Incluso había un pequeño escenario con una orquesta de cámara que tocaba música clásica. Y en el otro extremo del salón… ¿Era aquel Pepe?, ¿Con esmoquin?, ¿Hablando con la estrella de cine más famosa del mundo?


–Le avisaré de su llegada, señorita Chaves –le dijo el ama de llaves– . Entretanto… ¿le pido una copa?


Sí, un buen trago era lo que necesitaba, pensó Paula. Pero entonces recordó que estaba embarazada.


–Eh… No, gracias.


–Entonces espere aquí, por favor.


Paula observó entre la gente al ama de llaves hablando en voz baja con Pepe, que se volvió hacia donde estaba ella. Cuando sus ojos se encontraron, sintió una ola de calor en el vientre y, nerviosa, giró la cabeza y se quedó mirando un cuadro de la pared, una reproducción enmarcada de Jackson Pollock. Frunció el ceño confundida. No, no era una reproducción, ¡Era un Jackson Pollock auténtico! Un Jackson Pollock colgado en el hogar de alguien… Claro que aquello no parecía un hogar, sino un palacio.


–Paula –oyó que Leo la llamaba a sus espaldas–. Me alegra que hayas venido.


Cuando se giró, Leo estaba tan cerca que las rodillas le flaquearon. ¿Cómo iba a decirle que se había enamorado de él? ¿Y cómo iba a decirle que estaba embarazada?


–Gracias por invitarme –murmuró. Se mordió el labio y paseó la mirada por el salón de baile–. ¿Te han contratado como miembro del servicio? – inquirió confundida–. ¿Ahora trabajas aquí?


–No, trabajo para Liontari.


–¿Ese es el nombre de la tienda en la que eres dependiente?


–No, es una compañía que engloba a varias marcas de lujo con boutiques en todo el mundo.


–Ah –musitó ella–. Entonces… ¿Trabajas en una de esas boutiques de lujo? ¿Tu jefe es el dueño de esta casa? ¿Es él quien da esta fiesta? 

Culpable: Capítulo 6

Pedro se sentó tras su escritorio y se quedó pensativo, con la mirada perdida en el ventanal, que ofrecía una magnífica vista de la ciudad. ¿Tenía alguna posibilidad de retener a Paula? Sabía que estaba enamorada de él. Lo había visto en sus ojos verdes, aunque ella hubiera intentado disimularlo. Además, ella lo tenía por el dependiente en una boutique de Manhattan, y aun así lo amaba. No al rico y poderoso hombre de negocios, sino a él. Y si era capaz de amar a un simple dependiente, ¿no podría amarlo a él también, a pesar de sus faltas? Quizá si le explicara por qué lo había enfadado tanto que su padre hubiera intentado timarlo… Si le contara aquel terrible secreto de su infancia… Se estremeció de solo pensarlo. No, no podía contarle aquello a nadie, ni revelar a nadie sus verdaderos orígenes… Pero entonces… ¿Cómo podría convencerla para que permaneciese a su lado? Esperaría al momento adecuado en la fiesta, se dijo, la llevaría aparte para poder hablar con ella en privado y se lo explicaría todo. Habría un momento bastante incómodo cuando descubriese que había sido él quien había llevado a su padre ante los tribunales, pero de algún modo conseguiría que lo comprendiese. La seduciría con sus palabras, con sus caricias y con el lujoso estilo de vida que podía ofrecerle. Paula estaba viviendo de prestado en el Departamento de un artista de mediana edad, ese viejo amigo de su padre, mientras que con él no tendría que volver a preocuparse por el dinero. Podría dejar su trabajo de camarera, pasarse el día de compras, almorzar con sus amigas… Y por las noches le haría apasionadamente el amor. Podrían viajar juntos por el mundo. La llevaría a bailar, a fiestas, a exposiciones de arte, a los clubs nocturnos y a los partidos de polo a los que iba la jet set… Y la colmaría de caros y exclusivos regalos. ¿Bastaría todo eso para que lo perdonara por haber hecho que encarcelaran a su padre? Al fin y al cabo, no habría ido a prisión de no haber sido culpable, y estaba dispuesto a hacer todo lo posible para volver a ganarse a Paula. 



Paula alzó la vista y se quedó mirando con unos ojos como platos la impresionante casa colonial de cinco plantas, que casi podría decirse que era un palacete. Aquello tenía que ser un error.


–¿Está seguro de que es aquí? –le preguntó aturdida al chófer.


El hombre, que estaba sujetándole la puerta para que saliera, disimuló una sonrisa.


–Sí, señorita.


Nerviosa, Paula se apeó del Rolls-Royce. Se había quedado atónita cuando aquel lujoso automóvil la había recogido en Brooklyn. Era un barrio de clase media, pero el ver un Rolls-Royce con un chófer de uniforme había hecho que la gente se quedara mirando. Y ella se había sentido de lo más culpable. ¡Como si Leo no se hubiera gastado ya bastante dinero en aquel restaurante francés al que la había llevado! Y a saber cuánto le había costado alquilar aquel Rolls-Royce con chófer para que fuera a recogerla… No debería gastarse un dinero que no podía permitirse solo para impresionarla. De pie en la acera, alzó la vista de nuevo hacia la fachada. Solo un millonario podría vivir en aquella calle del barrio de West Village, en Manhattan.


–¿Hay un departamento alquilado en el sótano? –preguntó vacilante al chófer.


El hombre señaló la escalinata de la puerta principal.


–La entrada es por ahí, señorita. Parece que la fiesta ya ha empezado.


Efectivamente así parecía, porque había un ir y venir de coches que dejaban junto a la acera a gente de lo más elegante. Paula bajó la vista a su atuendo: Un vestido de cóctel que le había prestado una amiga y unos zapatos de tacón baratos. El vestido era de satén verde, le quedaba un poco justo y para su gusto tenía demasiado escote, y los zapatos, que le apretaban, le traían malos recuerdos de la única vez que se los había puesto: Para una exposición en la que no había vendido un solo cuadro. 

Culpable: Capítulo 5

¿Qué iba a hacer? No tenía dinero. No tenía una residencia permanente. No tenía familia. No, no podía criar sola a ese bebé… Tendría que decírselo a Pepe esa noche, pero la idea la aterraba. ¿Cómo reaccionaría cuando supiera que estaba embarazada?



Pedro estaba de un humor de perros cuando llegó al edificio en Midtown Manhattan que albergaba la sede de su corporación empresarial Liontari Inc.


–Buenos días, señor Alfonso –lo saludó el conserje.


–Buenos días, señor –lo saludó la recepcionista.


Varios empleados más lo saludaron también mientras cruzaba el enorme vestíbulo, pero se apartaban rápidamente al ver su expresión iracunda. Hasta su chófer, José, que lo había recogido después de que se despidiese de Paula, había sido lo bastante juicioso como para no intentar darle palique durante el trayecto. Estaba furioso consigo mismo porque no había sido capaz de decirle a Paula su verdadero nombre. Había cedido a la tentación de posponer su confesión; se había convencido de que si le suplicara que lo perdonase, en su mansión, solos los dos, después de haberle hecho el amor una última vez, tal vez… Pero ahora tendría que confesarle su verdadera identidad en medio de una fiesta, rodeado de la gente poderosa y cruel a la que daba el nombre de «Amigos». Además, ¿En serio creía que, independientemente del momento o el contexto en que le contara la verdad, Paula sería capaz de perdonarle por lo que había hecho?


A solas en su ascensor privado, Pedro apretó los dientes y pulsó el botón del ático. Paula era distinta a todas las mujeres que había conocido: No ocultaba nada; sus emociones se traslucían en su rostro. Incluso había sido virgen antes de su primera noche juntos, cosa que jamás habría creído posible con lo atractiva que era. Había sido un error haberla buscado, aunque tampoco podría haber imaginado entonces que acabarían acostándose. Sobre todo después de que él hubiera enviado al padre de Paula a prisión. Un año atrás su abogado había oído que un marchante de arte de poca monta, Miguel Chaves, había conseguido hacerse con el cuadro Afrodita con pájaros, un Picasso que él llevaba buscando desesperadamente más de veinte años. Su abogado había concertado una cita con el marchante en su bufete, pero nada más ver el cuadro él había sabido que era falso. Lo había enfurecido tanto aquel engaño, que le había ordenado a su abogado que demandase al marchante por intento de estafa. Más adelante había descubierto que aquel hombre había estado vendiendo falsificaciones de pintores poco importantes durante años. Su error había sido querer jugar en la liga de los falsificadores de grandes artistas con aquel Picasso y tratar de vendérselo precisamente a él. El juicio al viejo marchante había causado un auténtico revuelo en Nueva York cuando se había sabido que él era el demandante, aunque ni siquiera había asistido. Solo había sentido remordimientos cuando el juicio hubo terminado y su abogado le habló de la hija del marchante, que no había faltado un solo día, sentada siempre detrás de su padre, y de cómo, tras el veredicto de seis años de cárcel, lo había abrazado y llorado amargamente. Era evidente que había creído en su inocencia hasta el final.


 Hacía unos meses, al enterarse de que el marchante había muerto en prisión, una extraña sensación de culpa se había apoderado de él, y no había sido capaz de sacudírsela de encima. Por eso el mes anterior había ido a la cafetería de Brooklyn donde trabajaba de camarera su hija, para asegurarse de que estaba bien y dejarle una propina anónima de diez mil dólares. Sin embargo, mientras la bonita morena le servía café y huevos revueltos con beicon, se habían puesto a hablar de arte, cine y literatura y lo había sorprendido lo divertida y amable que era. Se había quedado un buen rato y había acabado preguntándole si le apetecía que se vieran cuando terminara su turno. Y encima le había mentido. Bueno, no exactamente: le había dicho que se llamaba Pepe Horacio, pero Pepe era el diminutivo que había usado con él su niñera, y Horacio era su segundo nombre, por su padre. Su intención nunca había sido seducirla, pero había sido incapaz de resistirse al deseo que despertaba en él, algo que no le había ocurrido con ninguna otra mujer. Sin embargo, tenía que hacerse a la idea de que iba a perderla, porque eso era lo que iba a ocurrir cuando le dijera la verdad, se dijo mientras entraba en su despacho. 

jueves, 7 de diciembre de 2023

Culpable: Capítulo 4

El cachorrito gimió lastimeramente y le lamió la mano a Paula.


–Parece que está bien –dijo ella–, pero será mejor que lo lleve a un veterinario para asegurarme –alzó la vista y le preguntó a Pepe–: ¿Quieres venir?


Él torció el gesto.


–¿Al veterinario? No.


–Perdona que te deje plantado. ¿Quizá podríamos vernos más tarde? Podría ir a tu departamento esta noche.


–¿Esta noche? –Leo apretó la mandíbula–. Es que celebro una fiesta… 


El rostro de Paual se iluminó.


–¡Genial! Me encantaría conocer a tus amigos.


–Está bien –murmuró él–. Enviaré un coche para recogerte a las siete.


–Pepe, no hace falta que…


–Ponte un vestido de cóctel –la interrumpió él.


–De acuerdo –musitó Paula, intentando recordar si tenía siquiera un vestido de cóctel. Con el cachorrito en los brazos, se puso de puntillas y besó a Pepe en la mejilla–. Gracias por entenderlo; nos vemos en la fiesta.


–Paula… 


–¿Sí?


Lo miró expectante, pero él se quedó callado antes de decir finalmente con voz ronca:


–Hasta esta noche.


Se dió media vuelta y Paula lo siguió con la mirada mientras se alejaba, con las manos en los bolsillos, preguntándose por qué estaría comportándose de un modo tan raro.


–Doctor López, por favor, es una emergencia…


El amable veterinario, uno de los viejos amigos de su padre, miró al animalillo en sus brazos y la hizo pasar a su consulta. Después de examinar al cachorrito, le comunicó, para su alivio, que estaba bien de salud, aunque algo deshidratado.


–Es una hembra; no tendrá más de dos meses –añadió–. Debieron abandonarla anoche. Es una suerte que no esté haciendo mucho frío, porque de otro modo no habría sobrevivido. 


Paula se estremeció. Leo tenía razón; algunas personas podían ser auténticos monstruos, como esos horribles abogados que habían enviado a prisión a su padre con falsas acusaciones. Bondadoso y sensible, se había derrumbado y había muerto de una apoplejía.


–¿Qué nombre le vas a poner? –le preguntó el veterinario.


Paula parpadeó.


–¿Yo?


–Bueno, ahora eres su dueña, ¿No?


Paula miró a la perrita. No podía quedársela. Si ni siquiera tenía un departamento propio… Dentro de poco Enrique volvería de Europa y ella tendría que buscarse otro sitio donde vivir. Y con lo poco que ganaba no podría permitirse un apartamento de alquiler que admitiera mascotas. Sin embargo, tampoco podía abandonarla…


–Es verdad, no tiene a nadie más. Me la quedaré –respondió. Intentó no pensar en todo el dinero que tendría que gastarse en comida para perros y en las visitas al veterinario–. Ya se me ocurrirá un nombre.


El doctor López le dijo que no tenía que pagarle nada, pero ella insistió.


No podía vivir eternamente de la caridad de los amigos de su padre. Bastante mal se sentía ya habiéndose aprovechado tanto tiempo de la amabilidad de Enrique. Por mucho que él insistiera en que era ella quien le hacía un favor cuidando de su departamento en su ausencia. Se preguntó si el artista de pelo cano seguiría pensando lo mismo cuando descubriera que había llevado un cachorro a su departamento. Al salir del veterinario fue al supermercado más cercano para comprar comida para perros y otras cosas que necesitaría para su nueva mascota. Cuando ya se marchaba, se paró dudosa en el pasillo de artículos de parafarmacia antes de echar con disimulo en el carrito un test de embarazo. Solo iba a comprarlo para demostrarse que sus temores eran ridículos, se dijo. Unos minutos después ya estaba de vuelta en casa. Dió de comer a la perrita en la cocina y la dejó allí, adormilada, en el almohadón acolchado que había comprado para ella.


–¿Cómo pudieron abandonarte? –susurró mientras acariciaba su suave pelaje.


Finalmente se armó de valor y fue al cuarto de baño con el test de embarazo. Tenía que acabar con aquella incertidumbre para quedarse tranquila. Sin embargo, lo que descubrió era que sus temores no eran infundados: Estaba embarazada. Embarazada de un hombre al que amaba pero al que apenas conocía y que no quería casarse. 

Culpable: Capítulo 3

Pepe la tomó de la mano para llevarla de vuelta al dormitorio y se tumbaron en la cama, donde empezaron a besarse de nuevo. Se notaba los pechos pesados y los pezones particularmente sensibles cuando Pepe se puso a lamerlos, pero no tenía que ser porque estuviese embarazada, se dijo. De hecho, podía haber múltiples razones por las que llevara dos semanas de retraso en su periodo. No podía ser porque estuviera embarazada. Era imposible… Apartó esos pensamientos de su mente cuando Pepe la besó con ternura en las mejillas y en la frente antes de besarla en los labios de nuevo, y al notar que se hundía dentro de ella gimió extasiada. Pepe empezó a moverse, y con cada embestida de sus caderas el placer fue in crescendo hasta que llegó al clímax, que él alcanzó también poco después. Al cabo de un rato yacían aún jadeantes el uno en brazos del otro con las sábanas revueltas a sus pies.


–No quiero perderte –murmuró Pepe.


–¿Perderme? –inquirió ella, levantando la cabeza para mirarlo–. ¿Por qué ibas a perderme?


Él se rió con tristeza.


–Ven a mi casa y hablaremos –le dijo.


–¿Hablar de qué?


–De mí.


La seria expresión de Pepe cuando se bajó de la cama y empezó a vestirse hizo que una sensación de pánico se apoderara de ella. Nerviosa, se levantó también y fue a por ropa interior, una camiseta y unos vaqueros limpios para vestirse también.


–Yo hoy no tengo turno en la cafetería –le dijo–. ¿Tú tienes que trabajar?


–Sí, pero puedo llegar un poco más tarde.


–Yo creía que los dependientes tenían que estar ya en los almacenes a la hora de abrir. ¿No abrís a las diez? –inquirió mientras acababa de vestirse. Al ver que Leo no contestaba, insistió–. ¿No te despedirán si llegas tarde?


–¿Despedirme? –repitió él, como divertido–. No –replicó con una sonrisa algo forzada–. ¿Nos vamos? 


Cuando salieron del bloque de departamentos al frío aire del mes de octubre, Paula iba a echar a andar hacia la boca de metro más cercana, a un par de manzanas de allí, cuando Pepe la detuvo.


–Espera, iremos en coche –le dijo.


Por algún motivo parecía tenso de repente. Paula sonrió y sacudió la cabeza.


–¡Venga ya!, ¿No querrás pagar un taxi con lo que te debió costar llevarme a cenar anoche a ese sitio tan caro! Podemos ir en metro; no hace falta que te arruines para impresionarme –le aseguró, aunque la halagaba que se esforzara tanto por conseguirlo.


–Bueno, no me refería a un taxi…


Paula oyó un ruido detrás de él. Ladeó la cabeza con el ceño fruncido. 


–¿Has oído eso?


–¿El qué?


Paula miró por encima de su hombro.


–Parece el llanto de un bebé –respondió.


Volvió a oírlo. Se escuchaba como amortiguado. Parecía más bien un gemido, o un sollozo. Rodeó a Pepe para dirigirse al callejón de donde provenía el ruido.


–¿A dónde vas? –la llamó él.


–Tengo que averiguar qué…


–Paula, no es problema tuyo –la cortó él–; estará con su madre…


Pero ella ya estaba entrando en el callejón, preocupada de que pudiera ser un bebé abandonado. Vió un sacó de arpillera encima de un contenedor de basura. El ruido parecía salir de ahí. El saco se movió y se oyó un gemido.


–¡Paula, no! –exclamó Pepe, que la había seguido–. No sabes lo que es.


Ella hizo caso omiso y alcanzó el saco. No pesaba casi nada. Lo depositó con suavidad sobre el asfalto, deshizo el nudo y abrió el saco. Dentro había un cachorrito, un perro de pelaje castaño claro. Gimoteaba y temblaba. Paula lo acarició con ternura y la ira se apoderó de ella.


–¿Quién puede haber sido tan cruel como para abandonarlo así?


–Algunas personas pueden ser auténticos monstruos –murmuró Pepe.

Culpable: Capítulo 2

Sin embargo, se le hacía extraño caer en la cuenta de repente de lo poco que sabía de él. Por no saber, no sabía ni dónde trabajaba ni dónde vivía. Siempre rehuía cualquier pregunta personal. Claro que podía tener sus razones, por supuesto. Quizá compartía un piso minúsculo con un par de compañeros y le daba vergüenza, pensó. No todo el mundo tenía un amigo rico, como ella, que le proporcionaba alojamiento. Si no fuera por la generosidad de Enrique –Enrique Bain, un antiguo amigo de su padre–, ella sí que tendría que estar compartiendo piso con dos o tres personas. Y entonces se le pasó por la cabeza, por primera vez, una idea espantosa. ¿Podría ser que Pepe…?


–¿Estás casado? –le preguntó de sopetón, con el corazón en la garganta.


Él parpadeó y se rió suavemente.


–¿Casado? Si lo estuviera, ¿Estaría en la cama contigo?


–¿Lo estás? ¿Sí o no? –insistió ella.


Él resopló y sus ojos negros brillaron divertidos.


–No, no estoy casado. Ni pienso casarme. Nunca –murmuró–. Ese no es el problema.


Paula se quedó mirándolo. La aliviaba saber que no estaba casado, pero… ¿No quería casarse? ¿Ni siquiera en un futuro? Inspiró profundamente y le dijo:


–Es que sé tan poco de tí… No me has dicho dónde trabajas. Ni me has llevado a tu casa. Y no he conocido a tu familia, ni a tus amigos.


Él apartó las sábanas y se bajó de la cama. Se agachó para recoger su ropa y empezó a vestirse sin decir nada. Cuando finalmente se volvió hacia ella, le preguntó mientras se abrochaba la camisa:


–¿De verdad quieres ver dónde vivo? ¿Tanto importa?


–¡Pues claro que importa! –Paula se incorporó y, sujetándose la sábana contra el pecho con una mano, señaló con la otra a su alrededor–. ¿Crees que estaría viviendo en un sitio así si el mejor amigo de mi padre no se hubiera apiadado de mí? Si el problema es que vives en un piso pequeño, no tienes por qué avergonzarte. Ni tampoco por tu trabajo, si es que el problema es ese. Sea lo que sea, para mí seguirás siendo perfecto.


Pepe, que había acabado de abrocharse la camisa, dejó caer las manos y se quedó mirándola. Fue entonces cuando Paula tuvo la certeza de que iba a cortar con ella. Lo supo por su expresión sombría y la repentina tirantez de sus sensuales labios. Desde un principio había sabido que ese día llegaría. Tenía diez años más que ella y era tan sexy y tan atractivo… Ni siquiera acertaba a comprender qué había visto él en ella. ¿Cómo podía un hombre como él sentirse atraído por una insulsa camarera de Brooklyn? Pepe inspiró profundamente y le dijo:


–Si tanto interés tienes puedes venirte conmigo y así verás dónde vivo. Y luego, si te parece, podemos hablar.


¿Estaba invitándola a su casa, no cortando con ella?


–Claro –murmuró Paula.


Al darse cuenta de que estaba sonriendo, se sintió irritada consigo misma. «No, no dejes que se dé cuenta; no puede saber que te estás enamorando de él», se reprendió. Solo hacía un mes que se conocían. Era demasiado pronto para confesarle sus sentimientos por él. Apartó la mirada y se bajó de la cama.


–Voy a darme una ducha –anunció.


Sintió como Pepe la seguía con la mirada mientras cruzaba desnuda el dormitorio. Antes de entrar en el cuarto de baño se volvió un momento para mirarlo con picardía. Apenas había abierto el grifo de la ducha cuando entró Pepe, que se quitó la ropa en cuestión de segundos. Luego se metió en la ducha con ella, bajo el chorro de agua caliente, y la besó con pasión. Se enjabonaron el uno al otro, recorriendo cada centímetro de piel con sus manos, hasta que él la empujó contra la húmeda pared de azulejos mientras la besaba de nuevo. Un gemido de placer escapó de su garganta cuando Leo frotó su pecho, musculoso y cubierto de vello, contra sus pezones endurecidos. Luego notó su miembro erecto apretado contra su vientre, pero él se apartó de mala gana con un gruñido.


–Necesitamos un preservativo –se disculpó con un suspiro antes de cerrar el grifo.


Mientras la secaba suavemente con una toalla, Paula se preguntó, nerviosa, si no sería ya demasiado tarde para eso, si no se habría quedado ya embarazada a pesar de sus precauciones, porque esa noche ya habían hecho el amor dos veces. 

Culpable: Capítulo 1

No podía seguir postergándolo. Tenía que contarle la verdad. Tumbado en la cama, Pedro Alfonso giró la cabeza hacia el ventanal. El sol, que ya estaba empezando a despuntar, arrancaba destellos a los rascacielos de Manhattan, al otro lado del río. Inspiró profundamente y bajó la vista a la mujer que dormía en sus brazos. Tras años de relaciones breves y vacías con mujeres con un corazón de hielo como el suyo, Paula Chaves había sido como un fuego cálido que lo había tornado humano, un fuego que lo había envuelto en sus llamas. Y durante esas cuatro semanas, desde su primera noche juntos, no había hecho más que jurarse que iba a poner fin a aquel romance, a decirle quién era en realidad, pero no había hecho más que posponerlo diciéndose «Solo un día más». Tenía que ponerle fin a aquello; Paula estaba enamorándose de él. Lo había visto en su bonita cara y en sus brillantes ojos verdes. Ella creía que era Pepe Gianakos, un hombre amable y decente, un dependiente de clase media. Mentira, todo mentira. Y cuando le dijera su verdadero nombre, las únicas emociones que despertaría en ella serían espanto y odio. Paula suspiró y se movió un poco.


–Paula –la llamó suavemente–, ¿Estás despierta?


Paula se estiró, desperezándose desnuda bajo las suaves sábanas de algodón, y parpadeó adormilada. Le dolían los músculos, pero era un dolor exquisito, provocado por otra increíble noche de sexo. Se sentía maravillosamente bien; se sentía… Como si estuviera enamorada. Claro que también podría ser que estuviese en apuros. «No seas tonta», se reprendió irritada. «Puede que no sea nada. Tienes que estar equivocada». Sin embargo, sus absurdos temores ya habían arruinado su cita de la noche anterior, cuando Pepe se había gastado un dineral, llevándola a cenar a un restaurante francés carísimo de Williamsburg.  No solo se había pasado toda la cena preocupada por equivocarse de tenedor en aquel sitio tan elegante, sino también por una terrible sospecha: ¿Podría ser que estuviera embarazada?


–¿Paula? –volvió a llamarla él, rodeándola con su brazo musculoso.


Dejando sus temores a un lado, Paula abrió los ojos y le sonrió.


–Buenos días –murmuró.


–¿Cómo has dormido?


Paula esbozó una sonrisa entre tímida y traviesa.


–Yo diría que dormir hemos dormido más bien poco…


Él sonrió también y sus ojos descendieron lentamente a sus labios, su garganta y sus pechos, apenas cubiertos por la sábana. Cuando bajó la mano a su vientre, Paula volvió a preguntarse si podría estar embarazada como se temía. No, era imposible; siempre habían usado preservativo. Incluso aquella primera noche salvaje, cuatro semanas atrás, cuando había perdido la virginidad con él. Sin embargo, cuando empezó a acariciarla, se notaba los pechos raros, como si estuvieran hinchados y más sensibles al tacto.


–Paula, tenemos que hablar –le dijo él de repente, apartándose de ella.


Era la típica frase que nadie quería oír. Paula tragó saliva. ¿Podría ser que hubiese notado algún cambio en su cuerpo? ¿La habría notado nerviosa e intuía el porqué?


–¿De qué?


–Hay algo que tengo que decirte –respondió él en un murmullo–. Y no te va a gustar.


Un nuevo temor asaltó a Paula. ¿Qué sabía de él en realidad? Había llegado a su vida como por un milagro el mes pasado, después de un año infernal, con esos ojos negros, esa piel morena, esos pómulos marcados y esa sonrisa deslumbrantes. El día en que se habían conocido, le había bastado con un vistazo a sus atractivas facciones y a su traje a medida para saber que estaba totalmente fuera de su alcance. Sin embargo, de algún modo habían acabado acostándose, y desde ese mágico día habían pasado casi cada noche juntos. 

Culpable: Sinopsis

Él destrozó su vida... y ahora iba a tener un hijo suyo.


Paula, una joven camarera de Nueva York, se quedó horrorizada al descubrir que Pepe, el hombre del que estaba enamorándose, era en realidad Pedro Alfonso, el multimillonario griego que había hecho que su padre acabara en prisión, donde había muerto, solo y asustado. Sintiéndose vilmente traicionada, se apartó de él decidida a no volver a verlo, sin decirle que acababa de descubrir que estaba embarazada. 


Sin embargo, cinco meses después Pedro descubrió su secreto. No estaba dispuesto a renunciar a su hija y, para asegurarse de que Paula no intentaría apartarla de él, decidió que la solución más fácil sería proponerle que se casaran. Pero para que Paula dijera "Sí, quiero" tendría que demostrarle que era digno de ella... 

martes, 5 de diciembre de 2023

Rivales: Epílogo

Emplatar para dos


—La mesa veinte quiere ver a la chef —anunció la jefa de sala.


Paula salió al comedor del Chesterfield. Habían pasado seis meses desde que el programa terminara en un empate. Luis los había contratado a los dos, y aunque la relación con su padre no era todavía perfecta, iba en el buen camino.


—¿Querías verme? —preguntó a su padre.


—Yo no: Pedro.


Paula sonrió a su amor antes de darse cuenta de que no había tocado su plato.


—Hay algo en mi pasta —comentó él.


—¿Qué quieres decir?


Paula se inclinó para inspeccionarlo. El «Algo» no estaba en la pasta, sino en el borde del plato.


—Oh, Dios mío. Es un… Un…


—Un anillo de compromiso. Acabo de tener una larga conversación con tu padre, Paula.


—Pedro…


Pero fue Luis quien habló.


—Confío en este hombre como cocinero, pero no estaba seguro de poder confiar en él respecto a tí. Ahora sé que puedo darles mi bendición.


Las lágrimas nublaron la visión de Paula.


—Papá…


—Te quiero, Paula —aunque no pareciera cómodo diciendo aquellas palabras, ella supo que las sentía.


—Y yo a tí.


Luis carraspeó y recuperó su habitual tono de impaciencia.


—Venga hombre, ¿No vas a declararte?


Pedro sonrió.


—Claro que sí.


—En mis tiempos nos poníamos de rodillas.


Pedro no titubeó en seguir la sugerencia. Delante de todos los clientes, clavó la rodilla en el suelo y dijo con solemnidad: 


—Paula, quiero casarme contigo.


No tuvo importancia que no fuera una pregunta, porque el beso que Paula le dió fue todo lo que Pedro necesitaba como respuesta.








FIN

Rivales: Capítulo 53

Aderezar


—Solo quedan tres —anunció Diego dramáticamente al comienzo del siguiente episodio—: La chef Dunham y los chefs Alfonso y Surkovsky. Hoy se decidirá quién pasa a la final.


—Espero que no sea un postre —masculló Pedro.


—Yo también —dijo Paula, sonriendo.


La buena noticia fue que tenían que preparar un primer plato. La mala, que solo disponían de veinte minutos.


—¡Solo veinte minutos! —gimió Paula.


Habían estado en la misma situación anteriormente y no le había dado tiempo a terminar la salsa. Afortunadamente, la combinación de especias que había creado para su plato de langostinos había sido lo bastante imaginativa como para mantenerla en la competición.


—No has llegado hasta aquí para fracasar ahora —dijo Pedro.


Paula se irguió, tal y como él confiaba que hiciera.


—Tienes razón.


—Esa es mi chica —musitó él.


Habría querido besarla, pero se conformó con saber que lo  haría más tarde, en privado.


Pedro optó por un plato italiano con un toque español: Carbonara con chorizo. Terminó justo a tiempo, pero la presentación dejaba que desear. Por su parte, Paula preparó unos escalopes con ralladura de lima, que salteó con mantequilla de ajo, y presentó sobre una cama de judías verdes. Visualmente, el conjunto quedó espectacular.


—Sabía que lo conseguirías —comentó Pedro.


—Gracias. ¿Has visto que Rafael ha optado por un entrecot con ensalada?


—Muy poco creativo —replicó Pedro.


Los jueces coincidieron con él.


—Chef Surkovski —anunció Diego, solemne—. No pasa a la siguiente fase.


Rafael estalló en improperios y tiró los utensilios de cocina al suelo.


—¡Voy a demandar al programa! —amenazó.


Y, como Ángela, tuvo que ser escoltado fuera del estudio mientras seguía gritando: 


—¡La final está amañada!


¿Amañada? Pedro pensó que más bien estaba condenada cuando se encontró en el ascensor al padre de Paula que subía al estudio el último día de la competición. En lugar de hacer un comentario desagradable Luis saludó con una inclinación de cabeza. Pedro entró y mantuvo la mirada fija en las puertas, asumiendo que subirían en silencio. Pero Luis le sorprendió al decir: 


—Su deseo fue concedido, joven. ¿Se arrepiente ahora?


—Me temo que no sé a qué se refiere.


—El día que vinieron a mi restaurant llamé a la cadena.


Pedro lo miró de hito en hito.


—¿Quiere decir que es responsable de que Paula volviera al concurso?


Luis rió con aspereza.


—Por lo que tengo entendido, el responsable es usted.


—Pero usted le dió la oportunidad. ¿Por qué?


—He pagado su formación.


—¿Y quería satisfacer su curiosidad?


—¿Es usted siempre tan impertinente?


—Solo cuando tengo razón.


Luis rió de nuevo antes de decir: 


—Puede que no lo parezca, pero siempre he querido lo mejor para Paula.


—Lo que ella quiere es su respeto y su amor.


—Puede que no sea un gran padre, pero amo a mi hija.


—¿Se ha molestado en decírselo? Paula necesita saberlo.


Llegaron a la planta de la cadena. Las puertas se abrieron y Luis salió. Pedro pensó que no le contestaría, pero dió media vuelta y dijo:


—Lo haré. Gane quien gane.


Diego dió la vuelta a las tarjetas de una en una.


—Chefs, tienen cuarenta minutos para hacer un primer plato. Como saben, la cata será a ciegas y puesto que estamos en la final, el juez será Luis Chesterfield. Buena suerte —miró el reloj— . El tiempo empieza… Ya.


Pedro había tomado una decisión: Iba a perder para que ganara Paula. La amaba y quería que consiguiera el trabajo con su padre, al tiempo que recomponía su relación con él. Por su parte, podía seguir trabajando para clientes privados. Y tenía a Paula. Como le había dicho siempre su madre, uno sabía que amaba de verdad cuando la felicidad del otro era más importante que la propia.


Paula miró a Pedro de soslayo. Habían vuelto de la despensa con los ingredientes. Ella iba hacer salmón rojo. Su padre lo detestaba. Por eso mismo lo había elegido. Quería perder. Pedro necesitaba una nueva oportunidad y el puesto en el Chesterfield. Ella ya estaba satisfecha habiendo llegado hasta la final. Le bastaba con que su padre supiera que era una buena cocinera, y por lo visto lo había conseguido, porque al cruzarse con él de camino al estudio, le había deseado suerte.


—No has salado el arroz —murmuró Pedro, acercándole la sal.


Paula asintió, pero no la tocó. Pedro también había optado por pescado: Un róbalo. Y, recordando aparentemente lo que le había dicho, iba a hacerlo a la plancha. Llevaba varios minutos y no le había dado la vuelta.


—Tienes que dar la vuelta al pescado —masculló Paula.


Pedro sacudió al cabeza.


—Todavía no.


Y el resto del tiempo transcurrió de la misma manera, cada uno haciendo recomendaciones al otro. Cuando sonó el timbre los platos parecían más propios de estudiantes de cocina que de profesionales.


—Parece que los nervios han jugado una mala pasada a nuestros competidores —comentó Diego.


En la antesala, Paula abrió una botella de agua y la bebió casi de dos tragos. Cocinar mal era más difícil que hacerlo bien.


—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro.


—No he tenido mi mejor día —contestó ella—. Parece que tú tampoco.


—Precisamente por eso, debería haber sido fácil ganarme.


Paula lo miró con suspicacia y finalmente dijo:


—No sé si abofetearte por querer que te ganara o si besarte.


—Yo voto por lo segundo —dijo él, sonriendo.


Paula dejó escapar una carcajada.


—¡Maldita sea, Pedro! Yo quería que ganaras.


—¿Por eso no has salado el arroz, además de preparar un plato insípido?


—Entre otras cosas —al ver la mirada inquisitiva de Pedro, Paula añadió—: Mi padre odia el salmón rojo.


Pedro enarcó las cejas.


—¿Por qué lo has hecho? Podrías haber ganado.


—Y tú. Se ve que ya no nos importaba tanto como al principio —contestó Paula.


Se estrecharon en un abrazo y seguían besándose cuando Gustavo entró, dando palmadas.


—Los esperan en el estudio —anunció.


—¿Qué crees que va a pasar? —preguntó Paula a Pedro.


—No lo sé. Pero quiero que sepas una cosa —Pedro le tomó la mano—: Te amo, Paula.


—Y yo a tí.

Rivales: Capítulo 52

Después de dos nuevas rondas en las que otros dos chefs fueron expulsados, Rafael consiguió mejorar sus resultados y Paula y Pedro permanecieron entre los tres primeros. Se habían convertido en los dos concursantes a los que los demás querían batir, lo que los aislaba del conjunto. Pero a ella solo le afectaba el silencio de él. Ocasionalmente lo encontraba mirándola, pero cada vez apretaba la mandíbula y su expresión se endurecía antes de desviar la mirada. Paula lo echaba desesperadamente de menos. A él a y lo que podían haber llegado a ser. Aunque no había querido admitírselo ni a sí misma, sabía que se estaba enamorando de él. Y ese reconocimiento, no expresado, la torturaba. Los días eran largos y el horario agotador. Aunque cocinar apenas llevaba tiempo, pasaban horas en el estudio, grabando entrevistas en las que hablaban de técnicas y de recetas, e incluso tenían que hablar sobre sus competidores. Los productores querían sazonar el programa con un poco de cotilleo para mejorar los datos de audiencia. 


Al final de la segunda semana, otros tres chefs habían sido eliminados, incluido Kevin. Solo quedaban seis. Al lunes siguiente, tras anunciarse otra eliminación, Paula esperaba un taxi fuera del edifico cuando vió a Pedro salir. Aunque no se hablaban, habían alcanzado algo parecido a una tregua. Mientras Rafael y los demás acaparaban ingredientes, ellos dos los compartían. Sus miradas se encontraron, y ambos inclinaron la cabeza a modo de saludo.


—¡Hoy ha sido duro! —comentó ella.


—No sé cómo has conseguido sacar adelante un plato tan complicado en cuarenta minutos.


Una frase completa y halagadora… La sorpresa debió reflejarse en el rostro de Paula, porque Pedro añadió:


—Nunca he dudado de tu capacidad como cocinera, Paula. Nos vemos mañana.


Paula lo vió alejarse y tragó saliva. No. Era aún peor. Era de ella de quien dudaba.



En la última semana de competición quedaban cuatro chefs: Paula, Pedro, Ángela y Rafael.


—Hoy vas a perder —dijo Rafael a Paula—. Has durado demasiado.


—Ya veremos —dijo ella con indiferencia.


Media hora más tarde, ya en su puesto, maldijo entre dientes cuando Diego anunció que tenían treinta minutos para preparar un postre, y que el chef famoso que juzgaría el resultado era un prestigioso repostero.


—¡Qué mala suerte! —oyó mascullar a Pedro.


—Si puedes hacer unas galletas como las que hizo tu madre para la fiesta, ganarás —musitó ella.


Pedro la miró, sorprendido, de soslayo. Y Paula quiso creer que también agradecido. Ella optó por una tartaleta de albaricoque con nata perfumada con canela.


—La masa tiene muy buena pinta —comentó Pedro cuando pasó el tiempo estipulado.


—Me temo que no ha quedado lo bastante hojaldrada.


—Claro que sí —Pedro le dió un disimulado apretón de mano—. Y gracias por la sugerencia.


Se refería a su plato: Sándwiches de frambuesa con galletas de mantequilla bañadas en chocolate; y una hoja de menta y unas frambuesas frescas como decoración.


—Yo solo he sugerido las galletas—dijo ella, apretándole la mano—. Y la presentación está muy bien, por cierto.


—He pensado: ¿Qué haría Paula? —dijo él con una sonrisa.


Un rato más tarde, los cuatro chefs esperaban de pie delante de sus puestos a que Diego anunciara la última baja: 


—Ángela, lo siento, estás eliminada —dijo con fingida lástima.


Los ojos de esta centellaron de rabia.


—¡La cata a ciegas es mentira! —exclamó. Y señalando con el dedo a Paula, siguió—: ¡Todos sabemos que les dicen a los jueces cuáles son tus platos para que ganes!


—Eso no es verdad —dijo Diego—. Lo cierto es que los jueces han encontrado tu helado totalmente insípido.


Razonar con Ángela era imposible porque estaba furiosa y no paraba de lanzar acusaciones intercaladas con juramentos. Dos agentes de seguridad tuvieron que entrar en el estudio para sacarla. Cuando ya estaba en la puerta, amenazó a Paula: 


—¡Te voy a matar!


—¡Qué desagradable! —dijo Diego, ajustándose los gemelos.


Tras aquella escena, la grabación se dió por concluida. Paula había pensado volver a casa, ponerse una copa de vino y darse un prolongado baño. Al salir del edificio, le sorprendió encontrarse a Pedro, que había salido un rato antes que ella.


—¿Estás esperando un taxi?


—La verdad es que te esperaba a tí. Llevo días queriendo decirte algo.


Después de las acusaciones de Ángela, ella no estaba segura de poder aguantar un enfrentamiento.


—¿Ahora?


Pedro le dedicó una mirada que Paula no había visto en sus ojos desde hacía días.


—Sí. ¿Podemos ir a tomar un café?


Paula habría querido negarse; proteger su corazón. Pero no pudo resistirse.


—¿Vamos a Isadora?


Pedro esperó al café y los cantuccini antes de hablar.


—Paula —empezó con la voz quebrada—, siento lo que te dije el otro día. Me temo que me cuesta confiar en la gente.


—Lo sé, Pedro, y creo que lo entiendo.


—Debía haberte preguntado antes de sacar mis propias conclusiones.


Paula parpadeó, asombrada.


—¿Es eso lo que estás hacienda ahora? ¿Pedirme explicaciones?


—No. Mi madre me dijo que debía darte el beneficio de la duda antes de que habláramos.


—¿De verdad dijo eso? —Paula esbozó una sonrisa—. Porque a mí me ha parecido que ya me habías juzgado y sentenciado.


—Lo sé. He reflexionado mucho sobre cómo te he tratado — Pedro posó su mano sobre la de ella—: Cuando alguien te importa tanto como tú a mí, las explicaciones sobran —Paula abrió los ojos desmesuradamente pero no dijo nada. Pedro continuó—: Paula, sé que apenas nos conocemos, pero solo he sentido esto por otra persona en mi vida. Siento haber dejado que el pasado nublara mi juicio. Lo siento. Y te prometo que nunca volveré a dudar de tí.


Paula pareció desconcertada, pero giró la mano para entrelazar sus dedos con los de él.


—Pedro, aparte de ser chef, como Candela, no tengo nada en común con ella. Yo jamás te traicionaría.


—Lo sé. Creo que mi cabeza tenía que sincronizarse con mi corazón. ¿Me perdonas?


—Sí. Ha sido espantoso no tenerte cerca.


—Para mí también.


Fueron al departamento de Pedro. Paula lamentó no haberse puesto ropa interior sexy, pero aquella mañana no había salido de casa confiando ni en ser seducida ni en seducir.


—Solo para aclarar las cosas: Todavía pienso ganar —dijo, a la vez que Pedro la tumbaba sobre el sofá.


—Me parece muy bien. Porque yo pienso vencerte.


—Vale —Paula mordisqueó el labio inferior de Pedro antes de preguntar—: ¿Qué te parece si fraternizamos con el enemigo?


—Estoy plenamente a favor.