-Nosotras, no. Yo los tendré -sonrió a pesar del frío que sintió por la sangre-. Me encargaré de que sepa que fue idea mía. Después de todo, es la verdad.
-También somos amigas -Laura alzó el mentón-. Diré que se me ocurrió a mí.
Conmovida, apoyó una mano en la de Laura.
-Gracias, pero no puedo permitirlo. Cuando yo vuelva a Australia, tú tendrás que vivir aquí.
Con pesar pensó que echaría de menos Carramer. En las últimas semanas había llegado a querer a ese país generoso y abierto y el tranquilo estilo de vida de la isla. El estrés era algo prácticamente desconocido, salvo entre los visitantes que insistían en tratar de ver cada centímetro de la isla en unos días. En cuanto la limusina y la escolta llegaron al palacio de verano, un ayudante le transmitió a Paula las órdenes del príncipe. Laura se mostró alarmada, pero ella ocultó su desasosiego con una sonrisa tranquilizadora.
-Lleva a Joaquín de vuelta a la habitación de juegos. No pasará nada -pero se preguntó cómo se castigaba en Carramer quebrar un vínculo personal. Esperó que fuera considerado una falta y no un delito capital.
Al ver la expresión de Pedro, comprendió que había sido una esperanza vana. El príncipe parecía más enfadado de lo que jamás lo había visto y el corazón de Paula se hundió. No había esperado que su acto le doliera tanto. El ayudante cerró la puerta tras ella, dejándola a solas con él. Irguió los hombros.
-Puedo explicarlo todo.
-No se moleste. Podría achacar el quebrantamiento del vínculo a la ignorancia que tiene de nuestras leyes, pero no puede haber justificación para que se lleve a mi hijo en contra de mis expresos deseos.
-¿No exagera un poco, alteza? -se encrespó-. Lo único que hice fue llevar a Joaquín a una excursión del Día del Viaje que usted no prohibió de manera expresa. A propósito, se ha divertido mucho.
Pedro dió un puñetazo en la mesa.
-Es usted la más insolente...
-¿Australiana? -aventuró Paula, ocultando la alarma que la dominaba.
Por dentro se sentía horrorizada consigo misma. Una cosa era enfrentarse a un pelotón de fusilamiento y otra ayudar a cargar los rifles. De algún modo Pedro despertaba su vena más rebelde.
-Déme una buena razón para que no la obligue a cumplir encerrada el resto del vínculo -exigió él con cansancio.
Paula desterró la compasión que despertó su tono de voz y se lanzó al vacío.
-Déme usted un buen motivo para impedir que haya niños alrededor de su hijo, cuando es exactamente lo que este necesita.
Rodeó el escritorio como una bala y ella tuvo que contener el impulso de retroceder ante la ferocidad que leyó en sus ojos. Pedro cerró las manos en tomo a sus brazos y ya no le quedó otra elección que mirar sus ojos implacables.
-¿Quiere un buen motivo? Muy bien. Cuando mi mujer murió, estaba embarazada de gemelos, un niño y una niña. Siempre que oigo risas infantiles, recuerdo que mis bebés jamás tuvieron la oportunidad de vivir. Fue algo tan inesperado que ella sintió que se hundía. Jamás había imaginado que la pérdida hubiera sido tan grande.
-Oh, Pedro, si lo hubiera sabido, nunca habría insistido en llevar a Joaquín al colegio.
-Lo extraño es que la creo -repuso él con voz áspera-. Sus métodos son intolerables, pero sé que quería lo mejor para mi hijo.
-No lo dude -susurró.
Aquello no cambiaba el hecho de que Joaquín necesitaba compañeros de su edad, pero también le importaban los sentimientos de Pedro. Y para sorpresa suya, demasiado. El silencio se alargó y Paula adquirió conciencia de que se hallaba en sus brazos. Sin advertencia previa, él levantó una mano para acariciarle el cuello mientras con la otra la pegaba a su cuerpo. La giró hasta que su suavidad se encontró con la inconfundible plenitud de su erección.
-Paula -murmuró.
Inclinó la cabeza y la besó en el instante en que ella se daba cuenta de que era la primera vez que la llamaba por el diminutivo de su nombre. El corazón le palpitó con fuerza.
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