jueves, 4 de marzo de 2021

Conquistar Tu Corazón: Capítulo 16

Tuvo que reconocer con total franqueza que ella también quería quedarse, pero, ¿Era por el pequeño príncipe o por su carismático padre? Jamás había conocido a alguien como Pedro Alfonso. Su poder era indudablemente atractivo y asimismo era capaz de una gran pasión, tal como ella había averiguado cuando la besó. Con solo pensar en eso el corazón le palpitaba con fuerza. Al recordarlo experimentó una oleada de calor por el cuerpo. Podía achacarlo a la temperatura del día; sin embargo, ¿Cómo justificar el modo en que sus nervios se ponían a flor de piel cada vez que lo tenía cerca? Ya ni siquiera sabía si quería evitarlo. Alarmada por el curso que tomaban sus pensamientos, comprendió que esas no eran las vacaciones que había planeado cuando fue a Carramer. Después de dedicar años a tomar en consideración las necesidades de los demás, había anhelado complacerse, comiendo, durmiendo y pintando cuando le apeteciera. Pero estaba a punto de entrar en una rutina real mucho más exigente que nada de lo que su madre o su hermana le hubieran impuesto jamás. Y todo porque no había tenido el sentido común de mantenerse alejada de aguas peligrosas. Era una locura. En definitiva, no era cautiva de Pedro. Para escapar, le bastaba con rechazar su ofrecimiento. A él no le gustaría, pero no podría hacer nada al respecto. 


-¿Se rinde con tanta facilidad? -preguntó Pedro en voz baja, haciendo que ella volviera a pensar si le habría leído el pensamiento.


Mientras Paula se hallaba enfrascada en sus pensamientos, se habían adelantado un poco a los demás y el tono empleado por Pedro garantizaba que nadie los hubiera oído. Ella intentó recordar de qué habían estado hablando. Debía referirse a su insistencia en que Joaquín se beneficiaría de tener experiencias infantiles normales. Si había confundido su silencio con la capitulación, le tenía reservada una sorpresa.


-Poco más puedo hacer, ¿Verdad, alteza? –alzó la cabeza. 


Adrede le dió al tratamiento un énfasis que, si quería, él podría interpretar como un desafío. Que comprendiera que, de no ser por su rango, gustosa debatiría su postura, con la seria posibilidad de ganar. Pero la mirada oscura de él no permitió semejante posibilidad. 


-Ayer era Pedro -le recordó-. Y, en cualquier caso, al decidir lo que era mejor para mi hijo, hablaba como padre y no como gobernante.


Paula se negó a reconocer que tuviera razón. Él tenía las manos a los costados, pero bien podría haber estado tocándola por el modo en que le hormigueó la piel y la respiración se le entrecortó. El personal del zoo y el equipo de seguridad de Pedro los seguían a una distancia respetuosa, aunque durante un momento embriagador ella sintió como si estuvieran solos.


-¿Cómo puede saber lo que es mejor para él cuando reconoce que no ha tenido una infancia normal? -preguntó con voz trémula.


-¿Por qué le importa tanto? -preguntó él tras una larga pausa.


Desde que despertó en la villa, Paula se había hecho la misma pregunta.


-Como maestra, no me gusta ver infeliz a ningún niño -respondió; sin embargo, la otra parte de la verdad tenía que ver más con el propio Pedro.


-¿Cree que mi hijo es infeliz?


«Tú te lo has buscado», se reprendió ella.


-No infeliz, exactamente. Dispone de todo lo que un niño podría querer y no hay duda de que usted lo quiere, pero Joaquín tiene cuatro años y, en los últimos dos días, lo he visto recibir lecciones de natación... Y estoy convencida de que recibe lecciones de casi todo. No obstante, lo que necesita son lecciones para ser un niño pequeño. Aparte del momento en que bajó corriendo a la playa a buscarlo, esta es la primera vez en que lo veo actuar como un niño normal de cuatro años.


Pedro alzó un dedo como si fuera a tocarle la barbilla antes de dejar caer la mano al costado. La mirada se posó en su boca y Paula sintió que temblaba. Si le hubiera levantado el mentón para pegar sus labios a los de ella, el efecto habría sido electrizante.


-Ahora entiende por qué está aquí -susurró con una voz que a Paula le sonó sexy.


No sabía cómo un hombre podía alterarla tanto sin ni siquiera tocarla. Incluso mientras hablaban de su hijo, Pedro conseguía que la discusión pareciera más íntima. Que el cielo la ayudara si alguna vez le susurraba cosas dulces al oído. Entonces sus defensas serían inexistentes. Enfadada se recordó que todo se debía a su imaginación febril, que insistía en captar más de lo que decían las palabras. 

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