-No sé a qué se refiere -replicó Paula, muy digna.
Pedro miró alrededor, pero los invitados estaban muy ocupados charlando.
-Sabe muy bien a qué me refiero... Daiana.
De modo que intentaba aprovecharse de la situación, pensó Paula.
-No me llame así -dijo en voz baja.
-Supongo que nadie sabe nada sobre sus pequeñas excursiones.
-Las personas que están a mi servicio saben que me gusta estar en contacto con los ciudadanos de mi país.
-¿Así es como llama a arriesgar el cuello para dar una vuelta?
Paula se irguió como la princesa que era.
-Presume usted demasiado sin saber nada, señor Alfonso.
Él apretó su mano entonces en un gesto sorprendentemente posesivo.
-Es una mala costumbre, especialmente con una dama cuyo precioso cuello he tenido el placer de salvar.
-Tengo la impresión de que mi agradecimiento no va a ser suficiente - dijo ella entonces, irritada.
-Me temo que no. ¿Por qué se ha negado a verme?
-Yo no...
-Personalmente no, desde luego. Sus secretarios me han dado todo tipo de excusas, pero sé que sencillamente no ha querido verme.
Aquel hombre tenía el atrevimiento de interrumpirla cuando nadie, excepto sus hermanos, se atrevía a hacerlo.
-Tengo muchas obligaciones, señor Alfonso.
-La prosperidad de Nuee debería ser una de sus prioridades.
-Y lo es. Es la más pequeña de las islas del reino de Carramer y la más necesitada de recursos.
-Y uno de sus recursos es precisamente los caballos salvajes, únicos en el mundo.
-Exactamente.
-Entonces, ¿Por qué no ha querido verme? Su hermano me ha dicho que es usted una experta en los caballos autóctonos. Con susconocimientos y mi rancho, podríamos conquistar el mundo de la cría caballar.
-¿Y por qué tendría yo que conquistarlo con usted?
Pedro la miró, sorprendido.
-De modo que es eso. Usted deseaba las tierras.
-Son perfectas para criar caballos.
-¿Y por qué no las compró? -preguntó Pedro, mirando alrededor. Solo la cubertería que había en aquella mesa podría dar de comer a varias familias durante un año-. No puede ser un problema de dinero.
-No es eso. Más bien es una cuestión de cromosomas.
Él pareció sorprendido.
-¿Porque es una mujer? Carramer no es un reino feudal.
-Depende.
-¿Sus hermanos? -preguntó entonces Pedro. Paula asintió-. Supongo que tendrían alguna razón para negárselo. Quizá intentaban protegerla.
-Yo puedo protegerme sola, señor Alfonso.
-¿Como lo hizo esta tarde? Podría haberse metido en un buen lío, Alteza.
-Yo me habría encargado de ese borracho. De hecho, lo hice, si no recuerdo mal -replicó ella.
Pedro debía reconocer que tenía razón.
-Entonces, hoy no ha sido la primera vez que ha salido de palacio disfrazada.
-Si tanto le interesa saberlo, no. No es la primera vez.
-Alteza, debería tener cuidado.
Paula lo miró, sorprendida. Parecía genuinamente preocupado por ella. Por suerte, en ese momento los criados servían el segundo plato.
-Me alegro de haber hablado con su alteza, pero no puedo monopolizar su conversación toda la noche.
Pedro era un hombre hecho a sí mismo, pero conocía las reglas de protocolo y sabía que ambos debían hablar con el comensal que tenían al otro lado.
-Pero aún me debe un baile -le recordó antes de que ella tuviera tiempo de volverse hacia el invitado de su derecha.
-¿Un baile?
-Como el mayor benefactor de esta gala, tengo derecho a bailar una vez con la Princesa.
-Puede que me retire después de cenar -replicó ella, enojada.
-Ni siquiera su alteza se atrevería a tal desaire.
Era cierto, pensó Paula, furiosa. Y seguía teniendo la impresión de que aquel hombre quería algo de ella.
-Muy bien. Le concedo un baile entonces.
Él asintió con la cabeza y Paula se volvió hacia el comensal de la derecha, suspirando. Esperaba que hablar con él fuera más fácil que hacerlo con aquel extranjero tan grosero. Aunque intentaba prestarle atención, no podía dejar de mirar a Pedro por el rabillo del ojo. Mientras el hombre hablaba sobre plantaciones de café, ella movía la comida en su plato, sin probar bocado.
-Creo recordar que es usted un gran conocedor de las plantas tropicales.
-Así es -sonrió el hombre, encantado-. Veo que está bien informada.
Más bien tenía una secretaria muy eficiente, pensó Paula. Mientras el hombre hablaba, ella seguía mirando de soslayo a Pedro Alfonso, que estaba hablando con la rubia de su izquierda. Era la esposa de alguien, no recordaba quién, aunque en aquel momento estaba coqueteando descaradamente con él. La irritaba aquel hombre, no solo por que conocía su secreto, sino porque no la trataba con el respeto debido. No podía culparlo por comprar unas tierras que ella deseaba, pero la ponía furiosa su actitud ridículamente machista. Ella no necesitaba protección de nadie. Sin embargo, al mismo tiempo, la intrigaba. Posiblemente porque Pedro Alfonso no se sentía intimidado a su lado. En Estados Unidos no había realeza, pero la actitud de él no parecía debida a su falta de experiencia, sino más bien a su carácter. Al final de la cena, Paula se levantó, señalando a los invitados que debían pasar al salón de baile. Su corazón seguía latiendo con fuerza. Si Pedro Alfonso le contaba a su hermano Leandro lo que sabía, podría causarle muchos problemas.
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