-¿Hay alguna lámpara? -preguntó, intentando disimular.
-Solo una de aceite.
Paula la encontró y se quedó mirándola hasta que Pedro se la quitó de las manos.
-¿Nunca has ido de acampada?
-Sí.
-¿Dónde?
-A la isla de los Ángeles cuando era pequeña. Pasamos una semana en tiendas de campaña.
-¿Sin criados?
Paula hizo una mueca.
-Solo un par de ellos. Alguien tenía que cocinar y hacer las camas.
Pedro suspiró.
-Me parece que tenemos ideas muy diferentes de lo que es ir de acampada.
-Muy gracioso -dijo ella.
Pedro estaba convencido de que era una niña mimada y caprichosa. Pues muy bien, lo sería. ¿Para qué iba a intentar convencerlo de lo contrario?
-¿Qué vamos a comer? -preguntó con un imperioso tono de voz.
-Lo que tú cocines.
Ella levantó la barbilla.
-No he abandonado. Sigo queriendo ganar la apuesta.
-¿Quién está hablando de la apuesta?
-No tenemos ninguna otra cosa de qué hablar.
-Solo de esto.
A la luz de la chimenea, el rostro del hombre estaba tenso, sus ojos como dos pozos oscuros. Cuando él la tomó entre sus brazos, Paula sintió un escalofrío, pero no era miedo. No era una niña, sabía lo que sentía por aquel hombre. Y, en cierto modo, aquello era lo que había deseado que ocurriera. Quizá él también lo deseaba. Quizá su deseo de sacarla del monte en helicóptero había sido un intento desesperado de que aquello no ocurriera. Pero lo que había entre ellos era imparable. Tarde o temprano, habría acabado donde estaba, en sus brazos. Y si se hubiera marchado, Pedro habría ido tras ella. Debería rechazarlo, debería mirarlo con su mejor aire de princesa, pero no podía hacerlo. Pedro Alfonso la despreciaba, la creía una niña caprichosa. Si lo único que compartían era la pasión, ¿Cómo podía ser suficiente? Imágenes de sus hermanos y sus familias cruzaron su mente. Ella deseaba lo que ellos tenían; amor, hijos, un futuro. Todo lo que él no podía darle. Su pasado lo hacía recelar de todo y de todos. Él culpaba a su ex mujer, pero ¿No la habría elegido precisamente porque sabía que la relación no podía durar? Era una loca pensando que las cosas podrían ser diferentes para ella, pero cuando Pedro le cubrió la boca con un beso arrebatado, respondió con el mismo ardor, enredando los dedos en su pelo. Él tiró de su camisa y metió las manos por dentro para acariciarla, enfebrecido, pero eso ya no era suficiente. Pedro desabrochó su sujetador con manos expertas y cuando deslizó las manos sobre sus pechos, Paula creyó que iba a perder la razón. Ahogó un gemido cuando él empezó a besarla en el cuello. Y otro cuando la besó en la garganta, quemándola con sus labios.
-¿Por qué haces esto? -susurró, echando la cabeza hacia atrás.
-Es un regalo. Una recompensa por lo que estamos pasando.
-Pero si casi provoco un incendio...
Bajo la camisa, los dedos del hombre se cerraron sobre sus pezones y Paula se mordió los labios.
-Lo has provocado.
-Yo...
Paula tuvo que sujetarse a él cuando se le doblaron las rodillas. Y al apretarse contra aquel cuerpo masculino descubrió la tremenda excitación de Pedro.
-Tenías que saber lo que me estabas haciendo -susurró Pedro con voz ronca.
No podía compararse con lo que él le estaba haciendo a ella, pensó Paula.
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