-¿Y de qué quieres hablar? ¿De caballos?
-No -contestó él.
-¿No quieres hablar de Carazzan?
Lo curioso era que Pedro casi se había olvidado del caballo. Dos días antes habría dicho que Carazzan era lo más importante del mundo para él, pero ya no estaba seguro. ¿Cuándo había dejado de ser importante? Pedro temía que la respuesta estuviera a su lado.
-No tenemos que hablar de nada. Será mejor que ahorremos energía.
-¿Eres así con todas las mujeres o solo conmigo? -preguntó Paula entonces.
-¿Perdona?
-Siento mucho que tu ex mujer tuviera una aventura, pero odiar a todas las mujeres nó va a cambiar lo que pasó.
-¿Y por qué crees que odio a las mujeres?
-¿No es verdad? -preguntó Paula. Pedro se sintió tentado de probarle que estaba equivocada de una forma que no dejara lugar a dudas-. ¿Por qué me odias, Pedro? ¿Por mi posición?
-Eso no ayuda mucho, desde luego -murmuró él.
-¿Quieres decir que si fuera una mujer normal me encontrarías atractiva?
-Te encuentro atractiva -suspiró Pedro-, pero tú no eres una mujer normal y eso no va a cambiar nunca.
-Yo no quiero que cambie -dijo ella, desafiante.
Ni siquiera por él, entendió Pedro. Había tenido razón, era igual que Jimena. Como ella, la princesa no abandonaría por voluntad propia ninguno de sus privilegios. Lo sabía desde el primer día, pero le dolía escucharlo de sus labios.
-Entonces, ¿Por qué te haces pasar por Daiana?
-No lo entiendes, ¿Verdad? Para mí es como unas vacaciones, una oportunidad de ver el mundo con otros ojos.
-Pero no es real -dijo Pedro-. Yo no puedo cambiar quién soy y tú acabas de decir que no quieres dejar de ser quien eres.
-¿Por qué no dejas de criticarme?
-No estoy criticándote, maldita sea -exclamó él, tomándola por los hombros. Durante unos segundos, la miró a los ojos, ahogándose en ellos.
Cuando deslizó la mirada hasta su boca, Paula se pasó la lengua por los labios y Pedro deseó besarla con tanta fuerza que le dolía. Pero no daría rienda suelta a sus pasiones. ¿No se daba cuenta de que aquello iba a ser más duro para ella que para él? Los príncipes estaban acostumbrados a vivir bajo los focos, pero dudaba que ella estuviera preparada para lo que podía pasar si alguien se enteraba de que habían pasado la noche juntos. Y sospechaba que la ira de sus hermanos sería aún peor.
-¿Quieres que paremos un rato? -preguntó al ver que Paula se sujetaba a las crines de Daisy.
-Gracias, pero estoy bien. No falta mucho para llegar a la cabaña.
-Si estos mapas son correctos, solo queda medio kilómetro. ¿Podrás llegar?
-Sí.
Paula no dijo «aunque me mate», pero hubiera querido decirlo.
Pedro quería mantener un muro entre los dos y era lo mejor. Aunque, sin saber por qué, Paula detestaba que fuera así. No quería pensar que Carazzan fuera la razón. Habían empezado como rivales, pero ella quería pensar que podrían ser amigos. Quizá incluso socios.
Tenía que poner buena cara, pero estaba preocupada por la reacción de sus hermanos. Como princesa de Carramer, estaba obligada a seguir unas normas de comportamiento y esas normas no incluían pasar la noche con un extraño en medio de la montaña. Pero no podía hacer nada, de modo que lo mejor sería concentrarse para no resbalar por la pendiente.
Media hora después, cuando empezaba a anochecer, llegaron al refugio y Paula respiró, aliviada. A un lado de la cabaña había un pequeño establo y los animales parecían contentos de poder descansar. Ella se encargó de secarlos mientras Pedro encendía la chimenea en el interior de la cabaña. Cuando entró y lo vió inclinado sobre el fuego, un escalofrío la recorrió. ¿Era el calor de la chimenea o la imagen de aquel hombre encendiendo el fuego como un hombre primitivo lo que la había turbado?
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