Si perdía, sería Pedro Alfonso quien viviría el sueño. Ella perdería su libertad y aquel hombre se quedaría a vivir en Nuee. No podía perder. Había dos espléndidos caballos ensillados a la puerta del establo y Paula señaló uno de color canela.
-Yo montaré a mi yegua, Daisy. Su caballo se llama Pegaso y le garantizo que no es ningún caballito de madera.
Pedro podía verlo por sí mismo. El animal, de brillante piel negra, era un ejemplar magnífico.
-Preparado cuando usted diga -dijo él. Paula levantó la cabeza, sorprendida-. ¿A qué estamos esperando?
-Daiana aún no está con nosotros, señor Alfonso. Sigo siendo la Princesa.
-La esperaré aquí -murmuró Pedro, un poco avergonzado.
Las princesas eran puntuales y Paula, Daiana, volvió en cinco minutos. Solo se había sujetado el pelo bajo un sombrero de ala ancha y llevaba unas gafas de sol que ocultaban sus aristocráticos rasgos, pero la transformación era sorprendente. Aunque él la habría reconocido en cualquier parte.
-Estás muy guapa, Daiana -dijo él, tuteándola por primera vez.
Ni títulos ni cuartel, pensó Paula entonces.
-Me alegro de que hayas traído una chaqueta. En el monte hace frío.
Él asintió, pensando que debía verla como una rival y no como una mujer hermosa con la que estaba a punto de perderse en un bosque solitario. Si quería ganar la apuesta, debía concentrarse.
-Espero que no llueva.
-Y yo también -sonrió ella, montando sobre la silla-. Las lluvias en Nuee suelen ser torrenciales.
-¿Tienes miedo?
-En absoluto.
Pedro apartó la mirada. Iba a ser difícil dejar de pensar en esas piernas que sujetaban el animal con fuerza.
-¿No serás tú el que tiene miedo?
Pedro montó sobre Pegaso y se colocó a su lado. Los dos caballos eran hermanos y se llevaban bien. Al contrario que ellos. Cuando terminara el día, uno de los dos tendría que renunciar a su sueño. Y no iba a ser ella, pensó Paula. Aunque la idea de que Pedro Alfonso se fuera de Nuee había dejado de satisfacerla. Si seguía pensando de ese modo acabaría perdiendo, se dijo a sí misma. Al contrario que él, ella no tenía la posibilidad de marcharse, de modo que debía ganar. Aquel era un país de jinetes y nadie les prestó atención mientras cabalgaban por el camino que llevaba al monte.
-Aquí empieza el circuito -dijo Paula, sacando un mapa de la mochila. A su alrededor había helechos que les llegaban a los caballos hasta las rodillas.
-Tenemos que subir por el Paso del Diablo hasta la cima del monte. El primero que llegue tiene que tomar el banderín rojo que está clavado en la cumbre, bajar a toda velocidad y arrancar el banderín blanco que hay frente a la casa de los guardabosques.
Paula lo miró, sorprendida.
-Veo que te has informado bien.
-La primera regla para sobrevivir en los negocios es conocer a tu enemigo.
-¿Yo soy tu enemigo?
-Somos rivales.
-Solo por un caballo y unas tierras. Supongo que hay cosas más importantes en la vida.
-En mi país, un caballo y unas tierras pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte -dijo Pedro.
-Eso era antes.
-Tú nunca sabrás lo que es no tener nada, ni siquiera un apellido.
-¿Y de dónde sale Pedro Alfonso? -preguntó Paula entonces.
-Horacio Alfonso me dió su apellido cuando yo tenía catorce años.
-¿Y antes de eso?
-Viví en tres casas de acogida, con tres familias diferentes, y mi apellido era Rodríguez, el que le dan a todos los huérfanos -contestó él-. Pedro Alfonso fue un padre para mí. El único que he conocido.
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