martes, 29 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 35

Intentando no despertarlo, se quitó las botas y se tumbó a su lado. Cuando sus caderas se rozaron, Paula se quedó paralizada, pero él no se despertó. Aunque, si era sincera consigo misma, lo que quería era que se despertara y la tomara en sus brazos. Estaba completamente loca. Los palacios nunca le habían parecido vacíos hasta que conoció a Pedro. Y la idea de compartir los salones, galerías y jardines solo con sus ayudantes, de repente le parecía aterradora. Quería tener a alguien a su lado. Alguien con quien empezar el día, alguien con quien hablar después de las recepciones oficiales. Alguien en cuyos brazos dormiría por la noche. Alguien que la amase. Sabía que ese alguien no era Pedro. Él no la quería y no le gustaba su forma de vivir. Si ganaba la apuesta, se llevaría a Carazzan y solo volverían a verse en las recepciones. Si era ella quien ganaba, probablemente él se marcharía de Carramer. En los dos casos, ella salía perdiendo. 


En ese momento, Pedro se dió la vuelta y Paula lo hizo también, con el corazón acelerado. Mucho tiempo después se quedó dormida y cuando se despertó, vió que el fuego estaba casi apagado. El calor del cuerpo de él alejaba el frío, como podría alejar la soledad si ellos dos no fueran tan incompatibles. Era una esperanza tonta, pero Paula se sintió confortada por aquel pensamiento.


Pedro se despertó con el brazo izquierdo dormido. La causa estaba precisamente sobre él. La imagen de Paula tumbada a su lado hizo que sintiera una excitación increíble. Una excitación que no debía sentir por aquella mujer. Mientras dormía, se había ido acercando y estaba pegada a él. Y Pedro, sin darse cuenta, le había puesto una pierna por encima. Solo tenía que mover un poco la cabeza y podría saborear aquellos deliciosos labios. Supo inmediatamente que no se conformaría solo con besarla. La deseaba con todas sus fuerzas. En aquel momento, con aquel maravilloso cabello negro cayendo en cascada sobre su torso y sus piernas enredadas con las de ella, lo deseaba todo. ¿Por qué no podía ser una mujer normal, la Daiana que había conocido en la feria? Él no era hombre para una princesa. Era un hombre hecho a sí mismo que no tenía que darle explicaciones a nadie. Y así era como le gustaba vivir. No podía levantarse sin despertarla. Y tenía que hacerlo o no podría responder de las consecuencias. Con cuidado, rozó los labios de ella con los suyos, haciendo un esfuerzo para no ir más allá. Paula abrió los ojos y lo miró, confusa. Despeinada y soñolienta, estaba bellísima.


-¿Qué haces?


-Despertándote de la forma tradicional -consiguió decir él.


En ese momento, la criatura con ojos de cervatillo se evaporó y apareció la princesa. Pero eso no enfriaba su excitación. Pedro saltó de la cama y puso los pies en el frío suelo de madera para calmarse. Paula se había puesto colorada al notar cómo se había acurrucado contra Pedro mientras dormía. Lo había hecho sin querer, pero no pudo dejar de notar el efecto que había ejercido en él. ¿Por qué no se había aprovechado? La respuesta era fría y desalentadora: porque no la deseaba. Mejor. Jugar con Pedro Alfonso sería peligroso. ¿Qué habría hecho si hubiera querido aprovecharse? Debería agradecer que él se hubiera contenido. Pero no era así. ¿Qué quería de él? Intentaba decirse a sí misma que eran las tierras, pero sospechaba que ya no era solo eso. Lo que quería de él era tan absurdo que no se atrevía a pensar en ello. Pedro llevaba la camisa desabrochada y su musculoso torso estaba cubierto de vello oscuro. Paula tuvo que contener un suspiro, pero habría deseado llamarlo para que volviera a la cama y terminara lo que sus besos habían empezado. Decidida, apartó las mantas y se levantó.


-Probablemente, no estás acostumbrada a este café, pero es lo que hay.


-Huele bien -murmuró ella.


-Puedes lavarte si quieres. Yo echaré un vistazo a los caballos.


-¿No vas a afeitarte? 


-Lamento mucho ofender tu principesca sensibilidad, pero no he venido preparado para pasar la noche.


-No me ofende. Lo decía por tí.


Pedro salió de la cabaña sin decir nada. Cuando volvió, Paula estaba calentando una lata de judías para desayunar. Y aquella vez vigiló para que la sartén no se incendiara. Después de desayunar, él empezó a guardar sus cosas. Parecía estar deseando marcharse de allí y ella se sintió como una recién casada cuyo marido se pone a ver la televisión. Era una tonta, se decía. Aquella no era su luna de miel y Pedro no podía haber dejado más clara su indiferencia. Resignada, guardó sus cosas en la mochila después de lavar los platos. Diez minutos después, la cabaña estaba como cuando habían entrado por la noche y los caballos, frescos y dispuestos a partir. Paula hubiera deseado estar tan alegre como ellos. 

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