—¿No? ¿Y el helado? ¿O las magdalenas caseras? ¿O los donuts con crema y mermelada y un montón de cosas pegajosas más? ¿Eso sí te gusta?
La niña asintió furiosamente y se relamió los labios al tiempo que se frotaba la barriguita.
—Bueno, en ese caso será mejor que empecemos a cocinar, pero, por el momento, nos llevaremos algunos de esos bollos del escaparate para practicar, ¿Te parece?
Camila entró rápidamente en la tienda, sin darse cuenta del sufrimiento que acababa de causar. A Pedro le habría gustado celebrar el cumpleaños de su hija en su casa de campo, a solas los dos, con un pastel y limonada, en vez de la elaborada fiesta de cumpleaños que Mariana estaba planeando en Londres. En realidad, eso era precisamente lo que Camila quería. Habría sido una crueldad negárselo. La niña se sentía tan emocionada que sería imposible quitarle lo que deseaba. Camila no quería una fiesta en el campo, a solas con su padre. Ni conejitos de chocolate. Ni loros tallados a mano. Ni la vida que él llevaba. La niña estaba creciendo y alejándose de él. Aún era pronto, pero se veía que eso era lo que iba a ocurrir. ¿Llegaría el día en el que ella tal vez no querría que fuera a buscarla al colegio porque su padre era un perdedor, un soñador que se ganaba la vida en una isla vendiendo chocolate orgánico? ¿Un padre que no estaba a su lado cuando ella lo necesitaba? ¿Un padre que la había defraudado? Saludó a la pequeña cuando ella le sonrió desde la tienda. Tenía que conseguir que su negocio fuera un éxito. Tenía que hacerlo. Por su bien y por el de su hija.
—Me estás tomando el pelo, ¿Verdad?
—Lo sé. Sé que parece algo raro, pero no puedes negar que está cerca de casa.
Paula apretó los labios y parpadeó de incredulidad al ver la larga y estrecha construcción que ocupaba la mayor parte de la zona del jardín que quedaba más lejos de la casa. Quedaba casi oculto al otro lado de un seto, por lo que resultaba invisible desde la preciosa casita de tejado de paja a la que Pedro llamaba su casa. Y menos mal, porque aquella monstruosidad de ladrillo era una de las construcciones más feas que ella había visto en mucho tiempo. La dirección que Pedro le había anotado en el reverso del menú del restaurante le había parecido tan buena como cualquier otra, pero había tardado casi una hora de aquella calurosa mañana de miércoles y, durante los últimos quince kilómetros, no había podido ir a más de treinta kilómetros por hora. La estrecha carretera secundaría estaba llena de curvas y, además, se había perdido dos veces. Solo el orgullo le había impedido llamarlo para pedirle más indicaciones. Cuando por fin encontró la casa, al fondo de un escondido sendero, estaba despeinada, con el vestido completamente arrugado y las sandalias que se había comprado para una ocasión especial habían empezado a rozarle los hinchados pies. Se sentía acalorada, cansada y, cuanto más estuviera al sol, más exasperada y más nerviosa se ponía. Pedro Alfonso, por otro lado, parecía completamente acostumbrado al calor. Llevaba una camiseta de manga corta y unos pantalones de algodón que se le habían deslizado unos centímetros por las estrechas caderas para dejar al descubierto la parte superior de unos calzoncillos negros. Tenía un manchurrón negro en la nariz, los antebrazos manchados de grasa, no se había afeitado y portaba en el cabello una buena colección de telarañas. Aun así, estaba muy guapo, lo que resultaba más que enojoso para Paula, considerando el estado en el que ella se encontraba.
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