El agua caliente caía sobre los hombros de Paula mientras se enjuagaba el cabello por tercera vez. Cuando comprobó que ya estaba completamente limpia, se envolvió en una toalla y secó el vapor que cubríauna parte del espejo y para mirarse en él. Tenía el cabello de punta, pero no creía que encontrara un secador en aquel cuarto de baño. Por eso, se secó todo lo bien que pudo con la toalla y se volvió a poner la ropa interior, que había salido indemne del incidente del chocolate. Entonces, se envolvió de nuevo con la toalla. Pedro había murmurado algo sobre que él se lavaría en la cocina, pero no quería encontrárselo medio desnudo en el pasillo.
Se sentó sobre la tapa del retrete y pensó qué iba a hacer sobre Pedro. Él casi no había dicho ni una sola palabra desde que ella le dijo que se marchaba. Se había limitado a señalarle dónde estaba el cuarto de baño y la habitación de invitados antes de desaparecer en dirección al jardín. Recordó el estado en el que había quedado el garaje. Tardarían horas en limpiarlo todo antes de que él pudiera intentar siquiera hacer una nueva remesa de chocolate. Un fuerte sentimiento de culpabilidad se apoderó de ella. Pedro ya había pagado las tasas para participar en el concurso y había reservado las habitaciones en el hotel. No le iba a resultar fácil encontrar alguien que lo acompañara con tan poco tiempo. Tal vez era mejor así. Él no estaba listo para trabajar con chocolate. Podría seguir ganándose la vida vendiendo cacao e ir aprendiendo todo lo referente al mundo del chocolate poco a poco. Fuera como fuera, no podía seguir escondida en el cuarto de baño todo el día. Sería mejor que tomara algo prestado mientras se le secaba el vestido en el jardín y que luego se marchara a Londres lo antes posible. Entonces, podría olvidarse de todo. Y de Pedro. Y de lo maravilloso que había sido estar entre sus brazos durante unos instantes. ¡No! ¿Cómo era posible que se metiera en aquellos líos?
Con mucho cuidado, abrió la puerta del cuarto de baño y salió al pasillo, que estaba completamente vacío. Entonces, se dio cuenta de que le faltaba algo muy importante. Sus sandalias. Seguían en el jardín. Y tenía los pies helados. Tal vez la madre de Camila había dejado un par de zapatillas que ella pudiera tomar prestadas unos minutos mientras las sandalias se le secaban. Si no encontraba nada, se tendría que conformar con los zapatos mojados. O pedirle a Pedro unos calcetines. Cuando estuvo en el dormitorio, miró a su alrededor. Era acogedor y, con su techo bajo y las vigas de madera, sería la habitación de ensueño para una niña. Paula se percató de que, sobre la cómoda, había una serie de fotos personales. Cada una de ellas, capturaba un momento de la vida de Camila. Y en cada una de ellas aparecía Pedro. Eran unas fotos tan bonitas que ella no pudo evitar sonreír al verlas. Se sentó en la cama y decidió que así sería exactamente como le gustaría despertarse todas las mañanas, viendo los rostros felices de las personas que amaba y sabiendo que ellos la amaban igualmente. En especial su padre.
La madre de Paula murió cuando ella tenía doce años, pero debía de resultar muy difícil para una niña de ocho asimilar el hecho de que su padre no iba a estar viviendo en la misma casa que ella a diario. Alabó la elección de fotografías que había hecho Pedro. Él quería que Camila recordara que él había sido parte de su vida antes y que lo seguiría siendo a partir de entonces. Se preguntó si Pedro tendría unas fotografías similares en su dormitorio. Debía de ser muy duro dejar a su hija sabiendo que no la iba a ver durante meses. Además, le había dicho que Mariana iba a volver a casarse. Vaya.
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