Pedro abrió el grito del agua fría al máximo y, tras agarrarse al fregadero con las dos manos, cerró los ojos y metió la cabeza debajo del chorro de agua corriente. Poco a poco, el frescor fue haciendo efecto. Soltó el fregadero y se mesó el cabello con las manos para intentar retirar el chocolate que le había caído. Entonces, se incorporó sin dejar de peinarse el cabello, de manera que las gotas de agua cayeron sobre el suelo de la cocina y sobre su espalda. Entonces, miró a través de la enorme ventana que había sobre el fregadero. A su abuela le había encantado la vista que se dominaba desde allí del jardín mientras trabajaba en la cocina. Ella decía que era «su ventana al mundo» y había tenido razón. Efectivamente, aquel era su mundo.
Durante mucho tiempo, aquel mundo no había sido el de Pedro, pero, en aquellos momentos, tenía que aprovechar al máximo lo que quería. Aquella casa era el único trozo de Inglaterra que le pertenecía verdaderamente, junto con Camila. Aquella casa le pertenecía a la niña tanto como a él. Frunció el ceño. Allí era donde había esperado pasar dos meses de vacaciones de verano con su hija. En vez de eso, se tendría que conformar con una visita de fin de semana después de su cumpleaños antes de que Mariana se la llevara a Francia con la familia del que iba a ser su esposo. Seguramente, aquella sería la última vez que vería a Camila antes de Navidad, que seguramente también sería diferente. Su hija iba a tener una nueva familia. Pensar que tendría que compartirla le resultaba demasiado doloroso. Se sentía muy cansado. La noche anterior apenas había logrado conciliar el sueño hasta que, al amanecer, había perdido toda esperanza de dormir más gracias a la combinación del desfase horario y los planes de futuro que Mariana tenía para Camila.
Se mesó el cabello una vez más y suspiró lentamente. El sentimiento de culpabilidad se adueñó de él con más fuerza que nunca. Camila lo necesitaba tanto como él la necesitaba a ella, al igual que ocurría con los trabajadores de la plantación. Nunca le había resultado fácil equilibrar las dos principales responsabilidades de su vida. Ya había estado a punto de perder su vínculo con su hija cuando perdió a Mariana. Por suerte, los dos se habían esforzado mucho para que eso no ocurriera. Sin embargo, Mariana se iba a volver a casar. Tanto si le gustaba como si no, Camila iba a compartir su vida con un padrastro. Anton sería el que estaría a su lado para consolarla cuando se hiciera daño, para leerle cuentos y para abrazarla. Él le ayudaría con los deberes y la animaría cuando participara en alguna competición. Decidió que las cosas tenían que cambiar.
Salió de la cocina y trató de tranquilizarse. Necesitaba conseguir que la plantación fuera productiva para construirse un sólido futuro financiero. Por eso, tenía que tratar de convencer a Paula de que él no era un completo idiota y de que podrían estar listos a tiempo para el concurso. Ella había ido desde Londres para trabajar con él y, a cambio, Pedro había hecho todo lo posible para demostrarle que era un desastre. Lo que había ocurrido en el garaje había sido un error. El hecho de que fuera tan atractiva resultaba irrelevante. Además, se acababan de conocer. Cualquier otra cosa sería una locura. Había destruido ya una relación con su arrogante creencia de que era capaz de hacerlo todo, trabajar todo el día y seguir teniendo una persona que lo estuviera esperando al final de la jornada. Se había equivocado. Además, la finca suponía un trabajo exigente e insaciable, por lo que no podía excusarse en el hecho de estar haciendo un esfuerzo temporal. El trabajo nunca terminaba. Observó la fotografía de sus padres, que se habían tomado en Santa Lucía. Estaban de pie frente a la casa. Ellos le habían dado todo lo que pudiera haber deseado de niño. Lo menos que podía hacer era honrar su memoria manteniendo la plantación a flote y el sueño de sus padres vivo. Y, de paso, hacer que su hija se sintiera orgullosa de él. Con ese último pensamiento, tomó una esponja y se dirigió hacia la manguera.
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