Era lo que la soledad le hacía a las personas, en especial cuando existía la posibilidad de que Pedro Alfonso tuviera la clase de pegamentoadecuado para unir de nuevo los pequeños fragmentos de su corazón. Es decir, si ella se lo permitía. No iba a hacerlo. No podía. Eso significaría tener que ver cómo él se marchaba. No podía quedarse allí ni por su propia hija. ¿Qué posibilidad tenía ella? Cuando él se marchara a Santa Lucía sería como perderlo una y otra vez. Miró hacia la puerta del dormitorio por encima del edredón deseando que se abriera y, al mismo tiempo, aterrada ante aquella posibilidad. No fue así. Él se dirigió hacia su propio dormitorio. Buena decisión. En nombre de ambos. En aquel momento, lo único que tenía que hacer era trabajar con Pedro tres días más y luego podría retomar su tranquila y ordenada vida para poder centrarse en su tienda. Aquello era lo que quería, ¿No? Bostezó ampliamente. Tal vez podría descansar unas cuantas horas antes de regresar a Londres…
Pedro se había mantenido ocupado recogiendo la cocina y retirando los platos que habían ensuciado durante la cena mientras que Paula estaba en la ducha, pero cada nervio de su cuerpo estaba pendiente de los sonidos que procedían del pasillo. Sintió un profundo alivio cuando escuchó, por fin, que ella se recluía en la habitación de Camila. Había sido una tortura trabajar codo con codo con ella para conseguir el chocolate, pero lo había conseguido. No le había quedado más remedio. Aquel era su futuro. Sin embargo, ni siquiera el frenético empuje por terminar el chocolate había bastado para superar la tensión en el garaje, donde cada contacto físico parecía aumentado mil veces. Al menos, se habían mantenido ocupados, pero en aquel momento…
En aquel momento tenía tiempo para recordar todos los acontecimientos del día, sobre todo el momento en el que los dos se besaron. Había revivido aquel instante tantas veces en la última hora que, cuanto más lo pensaba, más le parecía un sueño. Se secó el cabello con la toalla y se sentó sobre la cama con los codos en las rodillas. Ansiaba regresar frente a la puerta del dormitorio de Camila para ver si Paula estaba dormida, pero no se atrevía a moverse. Sabía que la vieja y silenciosa casita reflejaría cada paso que diera. ¿En qué había estado pensando? Ese precisamente era el problema. No había estado pensando. Simplemente había cedido a sus egoístas impulsos, algo que solo conducía al sufrimiento y a la amarga desilusión. Se terminó de secar la cara y arrojó la toalla al cesto de la ropa sucia. Paula era una chica encantadora y le gustaba mucho. De hecho, le gustaba más de lo que debería y mucho más de lo que tenía derecho. Se dirigió a la pequeña ventana y la abrió tan silenciosamente como pudo. Tan solo faltaban un par de horas para el amanecer. El rocío cubría las rosas que crecían en profusión sobre el enrejado de madera que recorría la pared exterior de arriba abajo. El aire era casi tan refrescante como la ducha y era un alivio poder enfriarse la cabeza y otras partes de su cuerpo antes de que le crearan un problema del que no sabría salir. Estaba físicamente agotado, emocionalmente exhausto y de algún modo, sin quererlo, acababa de añadirse un nuevo problema y más estrés a una situación que ya era suficientemente estresante. Acababa de hacer la primera remesa de su propio chocolate y era mucho mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Paula lo había hecho posible y, por ello, le estaba agradecido. Podría haberse marchado sin hacer nada, pero se había quedado y le había dado una segunda oportunidad, algo que no ocurría con frecuencia en la vida. El problema era que tendría que haberse imaginado el verdadero coste de esa oportunidad antes de aceptarla. Y eso era lo que le iba a mantener despierto lo que le quedaba de noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario