jueves, 2 de julio de 2020

Chocolate: Capítulo 8

Paula se dió cuenta de que había estado conteniendo el aliento. Se agarró al escritorio y aspiró profundamente.

—Vaya, muchas gracias. Ciertamente no estaba esperando una oferta como esta. Me siento muy halagada. De verdad. Sin embargo, como he dicho antes, sigo empeñada en abrir mi propia chocolatería. Trabajar en un restaurante es magnífico y estamos muy agradecidas por ello, pero, si yo viniera a trabajar aquí, solo lo haría por un periodo muy corto de tiempo y Sofía perdería clientes cuando yo me marchara. No estoy segura de que esto sea justo para ninguno de nosotros. ¿Me he explicado bien?

—¿Cuánto te queda para abrir tu chocolatería?

—Tan poco que ya veo el día. El verdadero problema es que quiero hacer mi propio chocolate. En estos momentos, estoy comprando marcas comerciales y son muy buenas, pero no son lo que yo busco. Podría tardar años en alcanzar la mezcla perfecta. O meses. Simplemente no lo sé.

—En ese caso, ven a trabajar con nosotros. Podemos comprar al por mayor, conseguir buenos precios de los proveedores y te puedo garantizar una sala para que experimentes. Piensa en nuestros comensales como probadores de tu producto. Nosotros ganamos y tú ganas también. Y aún podemos utilizar a Tara para otras cosas. Todo podría salir muy bien — dijo Marcos encogiéndose de hombros—. Para nosotros, tiene sentido encontrar un repostero maravilloso que se ocupe de nuestros postres y a mí me gustaría que fueras tú. Sin embargo, si decides no aceptar nuestra oferta, hay una larga lista de otros reposteros a los que les gustaría mostrarnos lo que son capaces de hacer, y algunos de ellos tienen gran experiencia con el chocolate. Podrían crear recetas muy interesantes.

—Pero no tanto como las mías —replicó Paula con una sonrisa.

—Tal vez no, pero seguirían siendo fantásticas. En ese caso, por supuesto, no necesitaríamos utilizar otros proveedores. Tal vez deberías hablar de esto con Sofía. Ella podría tener algo que decir al respecto.

—Sí, claro. Por supuesto —dijo Paula sintiendo que el alma se le caía a los pies—. ¿Cuánto tiempo…? ¿Cuándo tengo que comunicarle mi decisión?

—Espero tu llamada en las próximas semanas —replicó Marcos, sonriendo persuasivamente—. Puede resultar muy divertido trabajar aquí. Tenemos unos clientes estupendos que valoran la buena mesa. Deja que te ayude a decidirte. Solo nos quedan unos cuantos comensales de la hora del almuerzo, pero algunos han pedido tu pastel de chocolate y almendras. ¿Te gustaría entrar en el restaurante y escuchar lo que tienen que decir sobre tu trabajo? Te podría resultar interesante.

Paula parpadeó. El pánico se apoderó de ella.

—¿Quiere decir ahora mismo? No estoy segura de estar preparada para eso.

Sin embargo, Marcos ya parecía haber tomado una decisión. Se había puesto de pie para rebuscar entre un montón de chaquetas de chef que tenía colgadas detrás de la puerta.

—Esta es tu oportunidad de escuchar lo que los clientes piensan de tu trabajo cara a cara. Aquí tienes. Esta te debería sentar bien. ¿Lista?

Antes de que Paula cambiara de opinión, se había puesto la chaqueta blanca y estaba siguiendo a uno de los cocineros más respetados de Londres a la cocina. Se asomó por la puerta y vió que algunas mesas seguían ocupadas.

Marcos le señaló una mesa que había a la izquierda.

—Ve a esa. Nunca se sabe. Podría ser que el negocio del restaurante te viniera como anillo al dedo.

—¿Esa mesa?

Paula dió un paso al frente. Estaba muy nerviosa. Observó a una pareja joven que, evidentemente, estaba teniendo un largo y romántico almuerzo juntos. El hombre estaba de espaldas a ella, pero la mujer estaba vestida tan elegantemente que ella , automáticamente, se pasó las manos por la pechera de la chaqueta y comprobó que su uniforme estaba limpio y aseado. Aquella mujer pertenecía a la clase que, aunque inocentemente, siempre hacía que se sintiera torpe e inadecuada. Entonces, el hombre se volvió un poco y ella se fijó mejor. Era imposible no reconocer aquel cabello rubio oscuro, largo y desaliñado y la barba incipiente que se le extendía por el rostro, cubriendo la fuerte barbilla y llegándole casi hasta los prominentes pómulos.  Era el hombre que había comprado los conejitos de chocolate en el puesto de Sofía. Tenía la chaqueta oscura colgada en el respaldo de la silla. Llevaba una camisa de algodón negro, de manga larga, que había visto días mejores y más limpios. Si la hubiera llevado puesta cualquier otro hombre, habría tenido una apariencia desarrapada, poco adecuada para un almuerzo en un restaurante como aquel. Sin embargo, encajaba perfectamente con aquellos anchos hombros. Tenía el cabello como si se acabara de levantar. Se lo mesaba con los dedos, pero, por alguna razón, aquel aspecto desaliñado le sentaba muy bien. Paula tragó saliva. Se hacía una idea de lo que él respondería si se acercaba y le preguntaba qué le había parecido el pastel de chocolate.

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