martes, 29 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 36

Tras la violenta tormenta nocturna, el aire olía a limpio y el cielo era tan azul que los deslumbraba. Pedro le había permitido adelantarse, pero dudaba que lo hubiera hecho por galantería. Con aquel terreno resbaladizo, era imposible caminar a gran velocidad o se arriesgaría a perder pie. En aquel terreno, Pegaso era más seguro que Daisy y Pedro la adelantaría cuando quisiera.


Por primera vez, Paula se enfrentó con la posibilidad de perder la apuesta. Desgraciadamente, Pedro tenía razón; ella era una mujer de palabra. Si él ganaba, le entregaría a Carazzan y sus sueños se esfumarían. Pero, ¿Cómo iba a sobrevivir sin poder salir a la calle libremente, disfrazada de Daiana? Una rama le golpeó la cara y el chicotazo barrió de pronto aquella actitud de perdedora. ¿Por qué pensaba que había perdido la apuesta? El día no había hecho más que empezar, todo podía suceder. Daisy no era tan segura como Pegaso, pero era un animal valiente. Y Paula también. Aún no estaban vencidas. Cuando escuchó el sonido de unos cascos tras ella, golpeó el flanco de la yegua. Tenía que haber una forma de llegar abajo antes que él. Y la había. Durante la tormenta, aquel era el único camino seguro, pero las reglas del circuito de Nuee eran claras. Los jinetes podían tomar cualquier ruta siempre que llegaran abajo y arrancaran el banderín blanco. Paula tiró de las bridas de Daisy. El camino sería muy duro, incluso más duro que la subida del día anterior, pero merecía la pena. Media hora después dejó que Daisy bebiera agua en un riachuelo y se lavó la cara, sudorosa. Después, volvió a montar a toda prisa. El tiempo era su enemigo; el tiempo y el hombre que iba tras ella o quizá por delante de ella. No podía saberlo. En ese momento, escuchó un sonido de cascos. No podía ser. Pero así era. Pedro la había seguido y Paula vió enfurecida que él pasaba a su lado como una exhalación. La ventaja que había pensado obtener estaba perdida. Y eso significaba la guerra.


-Vamos, Daisy -dijo, subiéndose a la silla-. No puedes defraudarme ahora.


Y la yegua no la defraudó. Corrió por caminos resbaladizos, saltando sobre troncos y cruzando ríos como la campeona que era. Aquella era la carrera más emocionante de su vida. Pasara lo que pasara, Paula la recordaría siempre. Entonces, en el camino apareció un magnífico semental. De hermosos ojos negros, la crin dorada y la piel canela cubierta de sudor. Podría ser hermano de Carazzan. Daisy se paró de golpe, relinchando, como sorprendida de ver aquel poderoso animal. De repente, el semental se colocó sobre dos patas y la yegua hizo lo mismo. Se sujetó a las bridas con fuerza, asustada. Pronto descubrió qué pasaba. Era la época de celo y Daisy reaccionaba cómo reaccionaría cualquier hembra al ver un espécimen perfecto del sexo contrario. Ella intentó calmarla, pero la yegua estaba tan inquieta que se le escaparon las bridas y Paula voló por el aire. Cayó sobre un tobillo y el terrible dolor hizo que lanzara un grito.


-No intentes levantarte -escuchó la voz de Pedro.


¿De dónde había salido?, se preguntó ella. Debía de haber oído los relinchos y había vuelto para ver qué ocurría. Pedro se puso entre la yegua y el semental, moviendo su sombrero para asustar al animal que, lanzando un relincho agudo, se perdió entre los árboles. Antes de que Daisy desapareciera tras él, Pedro sujetó las bridas y después de atar a los caballos a un árbol, se inclinó sobre Paula.


-Estoy bien, gracias.


-¿Es el tobillo?


Si le decía que se había hecho daño de verdad, Pedro insistiría en dar por terminada la apuesta. Y ella no había llegado tan lejos para nada.


-Me lo he torcido. No es nada serio.


Para demostrarlo, se puso en pie. El dolor casi hizo que se desmayara, pero consiguió sonreír.


-¿Seguro que puedes montar?


-Si Daisy se comporta, sí. 


-Espero que no se encuentren con ningún otro donjuán.


-¿A qué estamos esperando? -dijo Paula, montando de nuevo. 


El dolor era insoportable, pero salió como una flecha, intentando no apoyar el pie dolorido en el estribo. Una hora después llegaba al valle. A partir de entonces tendría que ir a galope sobre terreno liso hasta llegar al banderín blanco. La emoción hacía que pudiera soportar el dolor. Iba a conseguirlo. Iba a ganar.


Rivales: Capítulo 35

Intentando no despertarlo, se quitó las botas y se tumbó a su lado. Cuando sus caderas se rozaron, Paula se quedó paralizada, pero él no se despertó. Aunque, si era sincera consigo misma, lo que quería era que se despertara y la tomara en sus brazos. Estaba completamente loca. Los palacios nunca le habían parecido vacíos hasta que conoció a Pedro. Y la idea de compartir los salones, galerías y jardines solo con sus ayudantes, de repente le parecía aterradora. Quería tener a alguien a su lado. Alguien con quien empezar el día, alguien con quien hablar después de las recepciones oficiales. Alguien en cuyos brazos dormiría por la noche. Alguien que la amase. Sabía que ese alguien no era Pedro. Él no la quería y no le gustaba su forma de vivir. Si ganaba la apuesta, se llevaría a Carazzan y solo volverían a verse en las recepciones. Si era ella quien ganaba, probablemente él se marcharía de Carramer. En los dos casos, ella salía perdiendo. 


En ese momento, Pedro se dió la vuelta y Paula lo hizo también, con el corazón acelerado. Mucho tiempo después se quedó dormida y cuando se despertó, vió que el fuego estaba casi apagado. El calor del cuerpo de él alejaba el frío, como podría alejar la soledad si ellos dos no fueran tan incompatibles. Era una esperanza tonta, pero Paula se sintió confortada por aquel pensamiento.


Pedro se despertó con el brazo izquierdo dormido. La causa estaba precisamente sobre él. La imagen de Paula tumbada a su lado hizo que sintiera una excitación increíble. Una excitación que no debía sentir por aquella mujer. Mientras dormía, se había ido acercando y estaba pegada a él. Y Pedro, sin darse cuenta, le había puesto una pierna por encima. Solo tenía que mover un poco la cabeza y podría saborear aquellos deliciosos labios. Supo inmediatamente que no se conformaría solo con besarla. La deseaba con todas sus fuerzas. En aquel momento, con aquel maravilloso cabello negro cayendo en cascada sobre su torso y sus piernas enredadas con las de ella, lo deseaba todo. ¿Por qué no podía ser una mujer normal, la Daiana que había conocido en la feria? Él no era hombre para una princesa. Era un hombre hecho a sí mismo que no tenía que darle explicaciones a nadie. Y así era como le gustaba vivir. No podía levantarse sin despertarla. Y tenía que hacerlo o no podría responder de las consecuencias. Con cuidado, rozó los labios de ella con los suyos, haciendo un esfuerzo para no ir más allá. Paula abrió los ojos y lo miró, confusa. Despeinada y soñolienta, estaba bellísima.


-¿Qué haces?


-Despertándote de la forma tradicional -consiguió decir él.


En ese momento, la criatura con ojos de cervatillo se evaporó y apareció la princesa. Pero eso no enfriaba su excitación. Pedro saltó de la cama y puso los pies en el frío suelo de madera para calmarse. Paula se había puesto colorada al notar cómo se había acurrucado contra Pedro mientras dormía. Lo había hecho sin querer, pero no pudo dejar de notar el efecto que había ejercido en él. ¿Por qué no se había aprovechado? La respuesta era fría y desalentadora: porque no la deseaba. Mejor. Jugar con Pedro Alfonso sería peligroso. ¿Qué habría hecho si hubiera querido aprovecharse? Debería agradecer que él se hubiera contenido. Pero no era así. ¿Qué quería de él? Intentaba decirse a sí misma que eran las tierras, pero sospechaba que ya no era solo eso. Lo que quería de él era tan absurdo que no se atrevía a pensar en ello. Pedro llevaba la camisa desabrochada y su musculoso torso estaba cubierto de vello oscuro. Paula tuvo que contener un suspiro, pero habría deseado llamarlo para que volviera a la cama y terminara lo que sus besos habían empezado. Decidida, apartó las mantas y se levantó.


-Probablemente, no estás acostumbrada a este café, pero es lo que hay.


-Huele bien -murmuró ella.


-Puedes lavarte si quieres. Yo echaré un vistazo a los caballos.


-¿No vas a afeitarte? 


-Lamento mucho ofender tu principesca sensibilidad, pero no he venido preparado para pasar la noche.


-No me ofende. Lo decía por tí.


Pedro salió de la cabaña sin decir nada. Cuando volvió, Paula estaba calentando una lata de judías para desayunar. Y aquella vez vigiló para que la sartén no se incendiara. Después de desayunar, él empezó a guardar sus cosas. Parecía estar deseando marcharse de allí y ella se sintió como una recién casada cuyo marido se pone a ver la televisión. Era una tonta, se decía. Aquella no era su luna de miel y Pedro no podía haber dejado más clara su indiferencia. Resignada, guardó sus cosas en la mochila después de lavar los platos. Diez minutos después, la cabaña estaba como cuando habían entrado por la noche y los caballos, frescos y dispuestos a partir. Paula hubiera deseado estar tan alegre como ellos. 

Rivales: Capítulo 34

 -Compartiremos la cama.


-Nobleza obliga, ¿Verdad, Alteza?


-Esto no tiene nada que ver con la nobleza, solo estoy siendo práctica. No podrás competir si te pones enfermo.


-Da igual. Dormiré en el suelo.


¿Tanto le disgustaba que no podía siquiera compartir la cama con ella durante una noche? Paula decidió que Pedro dormiría en la cama aunque tuviera que atarlo.


-Si lo que temes es no poder controlarte...


Paula dejó el reto en el aire, saboreando la expresión indecisa del rostro de Pedro.


-Te gusta jugar con fuego, ¿Verdad?


-Según tú, no voy a jugar con fuego. Has dejado claro que no me encuentras atractiva, de modo que no hay ningún peligro en compartir la cama.


-¿Qué te hace pensar que no te encuentro atractiva?


-Tienes una forma muy rara de demostrarlo.


-Si me dejara llevar por mi instinto, no tendría que demostrarte nada.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Era una princesa, se dijo. Había aprendido desde niña a controlar sus emociones. Pero su entrenamiento no había incluido a alguien como Pedro. Sin saber qué hacer, se acercó a la chimenea para mover los troncos. Cuando él le quitó el atizador, Ella se sobresaltó.


-Si sigues así, vas a apagarlo.


Ojalá sus emociones pudieran extinguirse con tanta facilidad, pensaba ella.


-No tienes derecho a decirme lo que debo o no debo hacer.


-Muy bien. Apágalo si quieres, pero no me pidas que vuelva a encenderlo cuando te quedes helada.


-¿Crees que no sé cómo encender el fuego?


-No es que lo crea, lo sé. Sujetas el atizador como si fuera un florete.


-He tenido más práctica con floretes que con atizadores.


Y era cierto, sus tutores habían considerado que la esgrima era una habilidad necesaria para una princesa.


-Eso me gustaría verlo -murmuró Pedro-. La princesa guerrera blandiendo su espada.


-¿No me crees?


Paula intentaba mantenerse seria, pero aquella conversación se lo ponía difícil.


-Claro que te creo. Pero no entiendo una educación que incluye clases de esgrima y no de su pervivencia.


-No lo entiendes porque no eres de sangre real.


Paula no lo había dicho como un desprecio, pero él pareció tomarlo así y su gesto se endureció. Era culpa de él. Hablaba continuamente de las diferencias entre ellos y, al final, terminaba diciendo algo que la hacía saltar. La provocaba continuamente, como si no quisiera que ella olvidase quién era. Aunque él lo había olvidado mientras la besaba. Y ella también. Pedro Alfonso era una amenaza para todos sus sueños y la hacía desear cosas que no debía desear: un hogar, niños, una vida normal. La idea de tener hijos con Pedro hizo que se le formara un nudo en la garganta y Paula se dijo a sí misma que era la situación lo que la estaba sacando de sus casillas. Al día siguiente vería las cosas de otra forma.


-Muy bien. Dormiremos los dos en la cama -suspiró él entonces.


-¿Prefieres dormir al lado de la pared? -preguntó ella, intentando disimular su nerviosismo.


-Me da igual -contestó Pedro, mientras se quitaba las botas. Después, se tumbó sobre el colchón y se cubrió con las mantas-. ¿Vienes?


-Aún no tengo sueño -mintió ella.


-Como quieras. Pero mañana será un día muy largo.


La subida al monte Mayat y la bajada por un suelo resbaladizo la habían dejado agotada, pero Paula no se atrevía a tumbarse a su lado. Lo había acusado de no poder controlarse, pero en realidad estaba hablando de sí misma. Se quedó mirando las llamas de la chimenea durante media hora, pero cuando el fuego empezó a apagarse, decidió no esperar más. Pedro estaba dormido. 

Rivales: Capítulo 33

Pedro cortaba troncos con la ferocidad de un poseso. Había oscurecido y apenas podía ver el mango del hacha, pero tenía que dar rienda suelta a su frustración antes de hacer algo que los dos lamentaran más tarde. Siguió partiendo troncos hasta que le dolieron todos los músculos. Mejor. Así dejaría de pensar en Paula. Pero la táctica funcionó durante diez segundos. Aquella noche, ella no parecía una princesa, parecía una mujer que acabara de levantarse después de una noche de amor. Estaba preciosa. Pero Paula era una princesa. Y virgen. La idea de ser su primer amante lo dejaba sin aliento. Hacer el amor con ella sería como tocar el cielo. No solía ser poético y no era el momento de serlo, pensó, dejando caer el hacha de nuevo. Para empezar, no eran de la misma clase. En segundo lugar, ella tenía diseñado su futuro desde el día que nació. Y no incluía el matrimonio con un estadounidense que ni siquiera tenía apellido. Con un humor corrosivo, imaginó la ceremonia de su boda con los bancos de la novia repletos de elegantes familiares y los del novio, vacíos. Esa era la realidad. Pero tampoco podía olvidar el dolor que había visto en sus ojos cuando se había apartado de ella. ¿Por qué se negaba a entender que no podía tomar lo que ella le ofrecía? No tenía sentido explicárselo. Después de años de soportar que sus hermanos dirigieran su vida, Paula no le daría las gracias por tomar esa decisión por ella, aunque fuera por su propio bien. Unos segundos después, tomó la leña y volvió a entrar en la cabaña. Estaba haciendo lo que tenía que hacer, pero su resolución flaqueó cuando la vio frente a la chimenea. Su perfume se mezclaba con el olor de la leña, dándole una sensación de hogar, de intimidad. Y el deseo de abrazarla hacía que le dolieran los brazos. Pero mientras él estaba cortando leña, Paula había vuelto a convertirse en una princesa. Lo supo por su postura y por la mirada helada que le lanzó cuando se volvió con la sartén en la mano.


-La cena no se ha quemado del todo.


Tenía que decir algo, pensaba Pedro. Pero solo se le ocurrían palabras como «te quiero». Era absurdo. Desearla no era lo mismo que amarla. Paula colocó dos platos sobre la mesa y después se sentó tan lejos de él como le era posible. Aunque fuera absurdo, se sentía solo. Tenía que ser así, pensó. Paula Chaves no era para él.


-Debo tener mucha hambre, porque me sabe bien. A partir de ahora, incendiaré la carne antes de comerla -intentó bromear él. Escondiendo su tristeza bajo una pose de real dignidad, Paula tomó los platos y los llevó al fregadero, pero cuando abrió el grifo, el agua salió de color marrón-. Deja que corra durante unos segundos.


-Podrías hacer algo, en lugar de dar tantas órdenes.


-Tú también das órdenes, Princesa.


-No me llames así -replicó ella-. Debes llamarme Alteza o Señora.


Un segundo después, Paula lamentó haber dicho aquello. Pedro se había puesto pálido y, aunque intentaba disimular, sus ojos brillaban de furia. Él la había rechazado por ser quien era. No podía culparla por portarse como una princesa. Sin decir una palabra, Pedro empezó a secar los platos. Los secaba como si estuviera deseando rompérselos en la cabeza. Paula miró alrededor para buscar algo que hacer, cualquier cosa. Él interpretó mal la mirada.


-Puedes dormir en la cama. Yo dormiré en el suelo.


Paula no había pensado en ello hasta ese momento, pero solo había una cama con un par de mantas. Compartirla sería lo más lógico y saber que él no deseaba hacer el amor con ella facilitaría las cosas. Sin embargo, el alivio se mezclaba con la decepción. ¿Por qué no dejar que durmiera en el suelo? Si Pedro pasaba una mala noche, tendría ventaja por la mañana y podría ganar la apuesta. Pero su innato sentido del fair play ganó la batalla. Aunque estaba furiosa, no podía permitir que él pillase una pulmonía. 

martes, 22 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 32

 -Yo no...


-¿No quieres que haga esto? -murmuró él, inclinado la cabeza para besar sus pechos. La sensación era tan exquisita que Paula estuvo a punto de desmayarse-. ¿Ni esto? -preguntó, rozando el pezón con la punta de la lengua.


-Sí... No.


Pedro se irguió.


-No pueden ser las dos cosas. Tienes que decirme lo que quieres.


Paula lo deseaba con todo su ser, anhelando sus caricias más de lo que había anhelado nada en su vida.


-Quiero que vuelvas a besarme, Pedro -susurró. Él miró sus labios durante largo rato, como si se sintiera horriblemente tentado de obedecer. Pero entonces se apartó-. ¿Qué ocurre?


-Quieres que vuelva a besarte, pero no creo que entiendas dónde podría llevarnos.


-Claro que lo entiendo. No soy una niña.


Pedro la miró con los ojos brillantes.


-Saber y hacer no es lo mismo.


Pero esa era la razón por la que Paula quería que le hiciera el amor, para saber. Una parte de ella, ya sabía o, al menos, lo había leído, pero quería «saberlo» de verdad con Pedro, el hombre que... Casi estuvo a punto de pensar «el hombre que amo». Pero no podía ser verdad. Quería hacer el amor para satisfacer su deseo, no porque estuviera enamorada de él. Había demasiadas diferencias entre ellos como para que ella pudiera amarlo.


-Tendrás que dar muchas explicaciones cuando vuelvas, sin añadir una complicación más.


De modo que hacer el amor con ella era una «complicación». No debía sorprenderla, pero le dolió más de lo que quería reconocer. Aquella vez le resultó fácil esconderse bajo un muro de regia reserva.; era su única defensa.


-Siento mucho que me veas como una «complicación».


-Tú sabes que no es eso lo que he querido decir.


Lo único que Paula sabía era el dolor que había sentido ofreciéndose y siendo rechazada. Para alguien acostumbrado a que los demás pusieran una alfombra a su paso, aquello era difícil de soportar, tuvo que admitir con escrupulosa honestidad. ¿Era eso lo que la turbaba? No, lo que la asustaba era que nunca se había ofrecido a ningún hombre; que jamás había deseado a nadie como lo deseaba a él. Que Pedro la rechazara le dolía más que nada en el mundo.


-Por favor, déjame sola -murmuró, con su aire más regio.


-En caso de que no se haya dado cuenta, Alteza, esta cabaña solo tiene una habitación.


-Por favor -insistió ella, en un susurro.


Algo en su expresión debió decirle cuánto deseaba estar sola y Pedro capituló.


-Iré a buscar más leña.


Cuando la puerta se cerró tras él, Paula se dejó caer sobre la cama. Qué estúpida había sido al pensar que podrían ser algo más que rivales. Para Pedro Alfonso ella era igual que su ex mujer y quizá se estaba vengando. Pero eso no atenuaba el dolor. Decirse a sí misma que no había futuro con él tampoco la ayudaba. Recordaba el desagrado con que su país había recibido la noticia de que el príncipe Gonzalo iba a casarse con una australiana, pero tanto Candela como la esposa estadounidense de Leandro se habían ganado al pueblo con su actitud y su respeto por las costumbres de Carramer. No podía imaginarse a Pedro haciendo lo mismo. El solo pensaba en su rancho y en su sueño de poseer a Carazzan. No podía imaginarlo como príncipe consorte. Y ella no podía cambiar quién era. Lentamente, levantó la cara y se secó las lágrimas. Tenía suficiente práctica escondiendo sus sentimientos en público. Podría esconderlos de Pedro y, al menos, terminar aquella loca aventura con su dignidad intacta. Además, no lo amaba, solo se sentía atraída por él. Cuando Pedro volvió con la leña, ella casi se había convencido a sí misma de aquello.

Rivales: Capítulo 31

 -¿Hay alguna lámpara? -preguntó, intentando disimular.


-Solo una de aceite.


Paula la encontró y se quedó mirándola hasta que Pedro se la quitó de las manos.


-¿Nunca has ido de acampada?


-Sí.


-¿Dónde?


-A la isla de los Ángeles cuando era pequeña. Pasamos una semana en tiendas de campaña.


-¿Sin criados?


Paula hizo una mueca.


-Solo un par de ellos. Alguien tenía que cocinar y hacer las camas.


Pedro suspiró.


-Me parece que tenemos ideas muy diferentes de lo que es ir de acampada.


-Muy gracioso -dijo ella.


Pedro estaba convencido de que era una niña mimada y caprichosa. Pues muy bien, lo sería. ¿Para qué iba a intentar convencerlo de lo contrario?


-¿Qué vamos a comer? -preguntó con un imperioso tono de voz.


-Lo que tú cocines.


Ella levantó la barbilla.


-No he abandonado. Sigo queriendo ganar la apuesta.


-¿Quién está hablando de la apuesta?


-No tenemos ninguna otra cosa de qué hablar.


-Solo de esto.


A la luz de la chimenea, el rostro del hombre estaba tenso, sus ojos como dos pozos oscuros. Cuando él la tomó entre sus brazos, Paula sintió un escalofrío, pero no era miedo. No era una niña, sabía lo que sentía por aquel hombre. Y, en cierto modo, aquello era lo que había deseado que ocurriera. Quizá él también lo deseaba. Quizá su deseo de sacarla del monte en helicóptero había sido un intento desesperado de que aquello no ocurriera.  Pero lo que había entre ellos era imparable. Tarde o temprano, habría acabado donde estaba, en sus brazos. Y si se hubiera marchado, Pedro habría ido tras ella. Debería rechazarlo, debería mirarlo con su mejor aire de princesa, pero no podía hacerlo. Pedro Alfonso la despreciaba, la creía una niña caprichosa. Si lo único que compartían era la pasión, ¿Cómo podía ser suficiente? Imágenes de sus hermanos y sus familias cruzaron su mente. Ella deseaba lo que ellos tenían; amor, hijos, un futuro. Todo lo que él no podía darle. Su pasado lo hacía recelar de todo y de todos. Él culpaba a su ex mujer, pero ¿No la habría elegido precisamente porque sabía que la relación no podía durar? Era una loca pensando que las cosas podrían ser diferentes para ella, pero cuando Pedro le cubrió la boca con un beso arrebatado, respondió con el mismo ardor, enredando los dedos en su pelo. Él tiró de su camisa y metió las manos por dentro para acariciarla, enfebrecido, pero eso ya no era suficiente. Pedro desabrochó su sujetador con manos expertas y cuando deslizó las manos sobre sus pechos, Paula creyó que iba a perder la razón. Ahogó un gemido cuando él empezó a besarla en el cuello. Y otro cuando la besó en la garganta, quemándola con sus labios.


-¿Por qué haces esto? -susurró, echando la cabeza hacia atrás.


-Es un regalo. Una recompensa por lo que estamos pasando.


-Pero si casi provoco un incendio...


Bajo la camisa, los dedos del hombre se cerraron sobre sus pezones y Paula se mordió los labios.


-Lo has provocado.


-Yo...


Paula tuvo que sujetarse a él cuando se le doblaron las rodillas. Y al apretarse contra aquel cuerpo masculino descubrió la tremenda excitación de Pedro.


-Tenías que saber lo que me estabas haciendo -susurró Pedro con voz ronca.


No podía compararse con lo que él le estaba haciendo a ella, pensó Paula. 

Rivales: Capítulo 30

 -¿Y de qué quieres hablar? ¿De caballos?


-No -contestó él.


-¿No quieres hablar de Carazzan?


Lo curioso era que Pedro casi se había olvidado del caballo. Dos días antes habría dicho que Carazzan era lo más importante del mundo para él, pero ya no estaba seguro. ¿Cuándo había dejado de ser importante? Pedro temía que la respuesta estuviera a su lado.


-No tenemos que hablar de nada. Será mejor que ahorremos energía.


-¿Eres así con todas las mujeres o solo conmigo? -preguntó Paula entonces.


-¿Perdona?


-Siento mucho que tu ex mujer tuviera una aventura, pero odiar a todas las mujeres nó va a cambiar lo que pasó.


-¿Y por qué crees que odio a las mujeres?


-¿No es verdad? -preguntó Paula. Pedro se sintió tentado de probarle que estaba equivocada de una forma que no dejara lugar a dudas-. ¿Por qué me odias, Pedro? ¿Por mi posición?


-Eso no ayuda mucho, desde luego -murmuró él.


-¿Quieres decir que si fuera una mujer normal me encontrarías atractiva?


-Te encuentro atractiva -suspiró Pedro-, pero tú no eres una mujer normal y eso no va a cambiar nunca.


-Yo no quiero que cambie -dijo ella, desafiante.


Ni siquiera por él, entendió Pedro. Había tenido razón, era igual que Jimena. Como ella, la princesa no abandonaría por voluntad propia ninguno de sus privilegios. Lo sabía desde el primer día, pero le dolía escucharlo de sus labios.


-Entonces, ¿Por qué te haces pasar por Daiana?


-No lo entiendes, ¿Verdad? Para mí es como unas vacaciones, una oportunidad de ver el mundo con otros ojos.


-Pero no es real -dijo Pedro-. Yo no puedo cambiar quién soy y tú acabas de decir que no quieres dejar de ser quien eres.


-¿Por qué no dejas de criticarme? 


-No estoy criticándote, maldita sea -exclamó él, tomándola por los hombros. Durante unos segundos, la miró a los ojos, ahogándose en ellos.


Cuando deslizó la mirada hasta su boca, Paula se pasó la lengua por los labios y Pedro deseó besarla con tanta fuerza que le dolía. Pero no daría rienda suelta a sus pasiones. ¿No se daba cuenta de que aquello iba a ser más duro para ella que para él? Los príncipes estaban acostumbrados a vivir bajo los focos, pero dudaba que ella estuviera preparada para lo que podía pasar si alguien se enteraba de que habían pasado la noche juntos. Y sospechaba que la ira de sus hermanos sería aún peor.


-¿Quieres que paremos un rato? -preguntó al ver que Paula se sujetaba a las crines de Daisy.


-Gracias, pero estoy bien. No falta mucho para llegar a la cabaña.


-Si estos mapas son correctos, solo queda medio kilómetro. ¿Podrás llegar?


-Sí.


Paula no dijo «aunque me mate», pero hubiera querido decirlo. 


Pedro quería mantener un muro entre los dos y era lo mejor. Aunque, sin saber por qué, Paula detestaba que fuera así. No quería pensar que Carazzan fuera la razón. Habían empezado como rivales, pero ella quería pensar que podrían ser amigos. Quizá incluso socios. 


Tenía que poner buena cara, pero estaba preocupada por la reacción de sus hermanos. Como princesa de Carramer, estaba obligada a seguir unas normas de comportamiento y esas normas no incluían pasar la noche con un extraño en medio de la montaña. Pero no podía hacer nada, de modo que lo mejor sería concentrarse para no resbalar por la pendiente.


Media hora después, cuando empezaba a anochecer, llegaron al refugio y Paula respiró, aliviada. A un lado de la cabaña había un pequeño establo y los animales parecían contentos de poder descansar. Ella se encargó de secarlos mientras Pedro encendía la chimenea en el interior de la cabaña. Cuando entró y lo vió inclinado sobre el fuego, un escalofrío la recorrió. ¿Era el calor de la chimenea o la imagen de aquel hombre encendiendo el fuego como un hombre primitivo lo que la había turbado? 

Rivales: Capítulo 29

La lluvia hacía que el suelo fuera resbaladizo como el hielo y tenían que caminar llevando a los caballos de las riendas. Paula no hablaba, concentrándose en cada paso. Pedro pensaba que había decidido quedarse para ganar la apuesta y no creería que se había sacrificado por él. Si tuviera un poco sentido común, estaría en un helicóptero en ese momento, en lugar de estar resbalando en el barro al lado de aquel hombre. Aunque ella no cambiaría aquel momento por nada del mundo. Le dolían las piernas antes de haber cubierto un kilómetro, pero se alegraba de no haber intentado bajar por donde habían subido.


-¿Dices que los turistas suben por aquí? Pues deben de estar locos.


Ella sonrió, intentando no demostrar lo cansada que estaba.


-¿Dónde está tu sentido de la aventura?


-Lo he dejado en el mismo sitio que tú.


-No pienso admitir la derrota -replicó ella, levantando la barbilla.


-Ya lo imaginaba.


Pedro estaba furioso, pero tenía que admirar su valor. Cubierta de barro, empapada y exhausta, seguía adelante sin una queja. Pero la princesa tenía buenas razones para perseverar, se recordó a sí mismo. Se jugaba tanto como él, más si contaba con la reprimenda que recibiría de sus hermanos si se enteraban de su pequeña aventura. ¿Por qué no se había marchado cuando tuvo oportunidad de hacerlo? Si le hubieran dado un teléfono a su ex mujer, Jimena habría estado fuera de la montaña en diez segundos. La princesa, sin embargo, con la mejor excusa del mundo, había decidido quedarse. No podía haberlo hecho por él, de modo que era por la apuesta. No había pensado en Carazzan durante horas, se dijo entonces él. Aquel caballo había ocupado sus pensamientos durante meses, pero en aquel momento solo podía pensar en Paula. Tenía que concentrarse en el camino, se decía. Un paso en falso y los caballos y ellos acabarían rodando por la pendiente. Sintió un escalofrío al imaginarla herida y no se dió cuenta de la fuerza con que apretaba su brazo hasta que ella se quejó.


-Me estás haciendo daño.


Pedro aflojó un poco la presión.


-Supongo que sabrás que van a enterarse.


Paula lo miró, confusa. El barro que manchaba su cara le daba un aspecto tan infantil que hubiera deseado parar un momento para limpiar la con su pañuelo.


-¿De qué hablas?


-De tus hermanos.


-¿Vas a contárselo?


-No. ¿Qué ganaría con eso?


-Dímelo tú.


No conseguiría a Carazzan, si era a eso a lo que se refería. Más bien, lograría que lo echaran del país a patadas.


-No tengo nada que ganar si te traiciono, pero tu ausencia despertará muchos rumores.


-Tengo plena confianza en mis ayudantes -dijo ella.


-Yo también la tenía en los míos. Hasta que descubrí que mi capataz sabía lo del viaje de mi ex mujer a París.


-¿La querías mucho?


La expresión triste de ella lo turbó sin saber por qué.


-Pensaba que sí, pero no es una tragedia.


-El final de un amor siempre es una tragedia.


-Tú lo sabes bien, por supuesto.


Pedro se dió cuenta de que los ojos de Paula se oscurecían. No deseaba hacerle daño, pero tampoco quería contarle su vida. No era parte del trato.


-Puede que sea inexperta, pero sé lo que es el amor -dijo ella, enfadada.


Pedro sintió una punzada en el pecho. Aunque Paula Chaves no era para él, no quería imaginarla en los brazos de otro hombre.


-¿Quieres que hablemos de amor? -preguntó él, irónico. 

jueves, 17 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 28

 -Ahora mismo lo que me preocupa es tu reputación, no la maldita apuesta.


El corazón de Paula se aceleró. Ella le importaba, si no, no se preocuparía por su reputación. Debía usar el teléfono. Debía salir de ahí antes de hacer alguna estupidez.


-Hemos empezado esto juntos y juntos vamos a terminarlo -se oyó decir a sí misma.


-¿Estás loca?


-No.


Pero seguramente lo estaba. Fuera cual fuera la explicación, se sentía viva. Daba igual lo que pasara después, la idea de pasar una noche con Pedro Alfonso era emocionante.


-Última oportunidad para cambiar de opinión -insistió él, señalando el teléfono.


Paula pensó de nuevo en sus hermanos. La tormenta que estaba descargando sobre ellos no sería nada comparada con la furia de Lome si pasaba la noche con Pedro. Y ella no quería que eso afectara a los negocios de este.


-Esto podría dañar tu relación con mis hermanos.


-No te preocupes por mí.


-Muy bien -dijo Paula, tomando el teléfono. Lo que estaba a punto de hacer era una estupidez, pero marcó el teléfono de su secretaria-. Aldana, soy yo. Quiero que sepas que estoy perfectamente, pero no volveré hasta mañana por la mañana. Cancela mis reuniones, diles que... -la batería del teléfono se terminó en ese momento y no pudo terminar la frase que ha ocurrido algo inesperado -añadió, antes de que Pedro le quitara el teléfono.


-Dígales que volverá antes de que anochezca si consigue un helicóptero... -en ese momento, se dió cuenta de que no había batería-. ¿Qué demonios has hecho?


-No uses ese lenguaje conmigo. Soy una... -replicó Paula.


-Sé lo que eres -la interrumpió él antes de tomarla entre sus brazos.


Paula no sabía si quería besarla o matarla mientras la obligaba a abrir los labios para explorar la húmeda cavidad de su boca. Cuando sus lenguas se encontraron, pensó que iba a perder la cabeza. Pedro había intentado convencerla de que estaba viviendo peligrosamente, pero ella se sentía más viva que nunca. Podía seguir lloviendo para siempre si así podía seguir apretada contra él. Aquel hombre la hacía sentir tantas emociones que Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada. Pedro levantó la cara y la miró, indignado-. ¿Mis besos te hacen gracia?


Paula no se reía de eso. Todo lo contrario. Los besos de Pedro eran lo que siempre había soñado. Y estaba segura de que en la cama también sería magnífico.


-No me estaba riendo de tus besos.


-No sabes mucho de hombres, ¿Verdad?


-Si estás insinuando que nunca he hecho el amor...


-¿Lo has hecho? -la interrumpió él.


-Claro que no.


-Tienes veintitrés años. No hay muchas mujeres vírgenes de tu edad.


-Soy una princesa y tengo que pensar en mi reputación.


-Por eso quería que te fueras de aquí -dijo él, exasperado-. Pasar una noche con un hombre en una cabaña aislada es jugar con fuego.


-Confío en ti, Pedro -dijo Paula entonces, muy seria.


-No puedo creer que ganar esta apuesta sea más importante para tí que tu reputación.


¿Cómo podía estar tan ciego? Por supuesto que quería ganar, pero el sentido de la responsabilidad había sido imbuido en ella desde que nació. ¿Cómo podía abandonarlo en la montaña? Quizá las razones eran más personales, pero Paula no quería ni pensarlo.


-Esto no tiene nada que ver con la apuesta.


-Y ahora me dirás que vas a pasar la noche conmigo porque te sientes responsable.


Así era, pero nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión.


-Tienes razón. Voy a quedarme porque deseo tanto esas tierras que haría cualquier cosa para conseguirlas -dijo, furiosa-. Quiero conservar a Carazzan y quiero que desaparezcas de mi país y de mi vida. ¿Estás satisfecho?


-Solo una virgen tan deseable como tú podría preguntarle eso a un hombre y no saber la respuesta -murmuró él, mirándola a los ojos-. Pero no te preocupes, sé portarme como un caballero. Después de esta noche, puede que tu reputación esté hecha trizas, pero no será culpa mía. Solo espero que sepas lo que estás haciendo.


Paula también lo esperaba. 

Rivales: Capítulo 27

 -Es mío -exclamó, intentando arrancarlo.


-Me parece que estamos empatados.


-Entonces, el ganador será el primero que llegue abajo -replicó ella, sin aliento.


Los dos soltaron el banderín al mismo tiempo.


-De acuerdo.


-Empatados entonces.


-Por ahora -dijo Pedro. Allí arriba no era la princesa Paula Chaves, de la casa real de Carramer, sino simplemente Daiana, intentando ganar una apuesta que parecía haber sido ideada por el demonio-. ¿A quién se le ha ocurrido que subiéramos aquí? -preguntó él entonces, como si leyera sus pensamientos.


Paula miró el horizonte.


-Hace cuatrocientos años los jóvenes de Carramer tenían que subir hasta aquí para probar que eran hombres. Hay grabados en el museo de Nuee.


-Ahora entiendo por qué las mujeres no podían subir -suspiró Pedro, agotado.


-¿Necesito recordarte quién ha llegado la primera?


-Yo no he dicho que tú no pudieras hacerlo. Pero la verdad, creo que cualquiera que suba hasta aquí está un poco loco.


-Tú lo has hecho.


-Y tú -sonrió él-. Eres de las que se fuerzan hasta el límite, aunque no tengan que hacerlo.


-A veces lo más divertido es saber que no tengo obligación de hacerlo.


-Ya me lo imaginaba -murmuró Pedro, estudiándola con interés.


-¿Por qué?


-No tenías que subir.


-No me has dejado otra opción. Quiero que esas tierras estén en las manos adecuadas.


-Ya están en las manos adecuadas, jovencita.


¿Jovencita? Aquel hombre no tenía ningún respeto por su título. Ella no era especial para Pedro Alfonso. En realidad, solo era un estorbo para sus planes.


-¿Por qué me has besado?


-¿Necesito una razón?


-Los hombres suelen tenerla.


-¿Te han besado muchos?


Paula se sintió tentada de decir que sí, pero no era cierto.


-Unos cuantos.


-Todos ricos y aristócratas, seguro. -Soy una princesa, ¿Recuerdas? 


-No puedo olvidarlo.


Paula se regañó a sí misma por recordarle de nuevo las diferencias entre ellos. Pero era así, se dijo. Pertenecían a mundos diferentes y pensar lo contrario sería un desastre.


-Deberíamos descansar un poco -dijo ella entonces, bajando de la silla.


-¿Has visto esas nubes? -preguntó Pedro.


-Es verdad. Deberíamos bajar antes de que empiece a llover.


-Demasiado tarde -dijo él, levantando la mano para recibir la primera gota. En ese momento, las nubes empezaron a descargar con tanta fuerza que se empaparon hasta los huesos en pocos segundos-. No podemos bajar. Es demasiado peligroso.


-Debería haber comprobado el informe del tiempo antes de salir - murmuró Paula.


Pedro levantó su barbilla con un dedo.


-No es culpa de nadie. ¿Hay alguna forma más fácil de bajar?


-Hay un camino por el que suelen subir los turistas.


Un trueno retumbó sobre la montaña y Paula, instintivamente, se acercó a él. Normalmente no tenía miedo de las tormentas, pero en la cima del monte Mayat los truenos parecían el anuncio del fin del mundo. Pedro la tomó por la cintura y ella se dió cuenta de que estaba excitada. No podía ser. Ella era una princesa. Y las princesas no se sentían excitadas por hombres como Pedro Alfonso.


-No me tengas en suspense.


Por un momento, Paula pensó que él se había dado cuenta, pero entonces recordó que estaban hablando del camino. 


-La ruta alternativa está al otro lado. Es más segura, pero mucho más larga. No podremos llegar abajo hasta medianoche.


Pedro sopesó las opciones. No podían quedarse en la cima. Hacía frío, estaban empapados y Paula, aunque no quería demostrarlo, estaba asustada. Y a él tampoco le hacía ninguna gracia arriesgarse a morir abatido por un rayo. Intentar bajar por donde habían subido sería un suicidio, de modo que tendrían que tomar la ruta alternativa.


-Tendremos que pasar la noche en algún sitio.


-Hay un refugio a medio camino –dijo Paula, incómoda.


Pedro la miró a los ojos, sonriendo.


-¿No te apetece pasar la noche conmigo?


El problema era que le apetecía. Demasiado. A pesar de sus argumentos en contra, deseaba estar con él. Más que eso: deseaba que aquello no terminara nunca. 


-No es... apropiado.


-¿Estás preocupada por tus hermanos?


-Pasar la noche con un hombre en medio de la montaña no es algo que mis hermanos aprueben.


-Entiendo.


Paula vió que sacaba algo de la bolsa.


-¿Vas a llamar a la caballería?


-Algo así -sonrió él, sacando un móvil.


-No sé si aquí habrá cobertura -dijo Paula.


-Espero que sí. Llama a tu secretaria y dile que envíe un helicóptero. Si se dan prisa, podrán aterrizar antes de que empeore la tormenta.


-¿Y los caballos?


-Yo bajaré con ellos por el camino. Montaré a Pegaso y sujetaré a Daisy de las bridas. 


Paula dudó un momento.


 - ¿Y la apuesta?


No pensaba olvidarse de ello. Si ella subía al helicóptero y él bajaba por el camino, Pedro sería el ganador. 

Rivales: Capítulo 26

 -Estaba esperándote -dijo Paula.


Pedro se bajó del caballo.


-¿Esperándome? He ido delante de tí casi todo el camino.


-¿Y qué haces aquí entonces?


-Pegaso perdió pie y he tenido que ir caminando. Está un poco asustado.


Paula guardó la cantimplora en la silla. Daisy había descansado lo suficiente y estaba preparada para seguir subiendo. Podía ganar. Lo tenía al alcance de la mano.


-Nos vemos arriba.


-Ya veremos quién llega antes al banderín.


Paula desapareció entre los árboles y Pedro se quedó observándola. Quería ganar, pero lamentaba que ella perdiera. ¿Qué le estaba pasando? ¿Se estaba volviendo blando?  Aquella Paula no tenía nada que ver con la Princesa con la que había bailado en palacio. Cuando la besó, había sentido que algo dentro de él se despertaba. También había creído estar enamorado de Jimena. Casarse con ella le había parecido el paraíso, hasta que descubrió cómo era en realidad. Pero aquello era diferente. Era más real. Se sintió alarmado. Había acusado a Jimena de casarse por capricho, como una aventura, pero quizá él se había casado con ella para conseguir un trofeo, una mujer que probara lo lejos que había llegado. ¿La había amado de verdad? No conocía la respuesta. ¿Lo atraería la princesa por la misma razón? Eso sí podía responderlo.  Y la respuesta era no. Se había sentido atraído por ella desde la primera vez, cuando la conoció como Daiana, la mujer del globo. Pedro maldecía a Paula Chaves por hacer que se cuestionara tantas cosas. Seguramente era parte de su estrategia para que perdiera la apuesta. Mientras él no dejaba de pensar en aquel beso que seguramente ella había olvidado, ella estaría en la cima tomando el banderín que debía ser suyo. Aquel pensamiento hizo que subiera de un salto a la silla. Mientras empujaba al caballo para que siguiera subiendo, vio un cúmulo de nubes sobre su cabeza. Eran tan oscuras que ocultaban la cima de la montaña. Recordó lo que Paula había dicho sobre las lluvias. Aquella montaña no era el mejor sitio para exponerse a ellas, pero era demasiado tarde para hacer algo más que rezar para que no ocurriera. La tormenta seguía siendo solo una amenaza cuando volvió a ver a Paula, que llevaba a su yegua de las riendas. Pronto descubrió por qué. La subida era casi en vertical.


-Ese banderín sigue teniendo mi nombre.


Pedro se quitó la camisa y la guardó en la bolsa que colgaba de la silla.


-Ni lo sueñes.


Paula se fijó en los bíceps y en la mata de vello oscuro que cubría su torso y desaparecía en la cinturilla del pantalón. Estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Y la tentación era abrumadora. Exhausta, hubiera deseado enterrar la cara en aquel torso y sentir los brazos de Pedro a su alrededor. Aquel pensamiento hizo que acelerase el paso. La cima estaba esperando. ¿Cómo podía pensar en eso cuando debería estar intentando poner la mayor distancia posible entre ellos? Tenía que concentrarse en no perder pie. Mientras su caballo saltaba sobre las piedras, ella casi tenía que correr para seguir el paso del animal, mientras se sujetaba con una mano a las ramas de los árboles. De repente, se encontró en la cumbre del monte Mayat. Al fondo ondeaba el codiciado banderín rojo. Paula subió de un salto a la silla y galopó en esa dirección. El sonido de los cascos de otro caballo le indicaba que Pedro iba inmediatamente detrás. Cuando llegó al banderín, alargó el brazo y se quedó atónita al chocar con otra mano. 

Rivales: Capítulo 25

 -Te ves a tí mismo como alguien superior, ¿Verdad?. Pero eres tan arrogante como la gente a la que desprecias.


Pedro apretó los dientes.


-He tomado lo que me dabas, pero por mi parte, yo también he dado.


-¿Qué me has dado?


-Satisfacción. Y el deseo de que vuelva a repetirse.


Paula enrojeció hasta la raíz del cabello.


-No tengo deseo alguno de volver a besarte.


-¿De verdad? -preguntó él, con los ojos clavados en sus labios.


-De verdad.


-Entonces, ¿No quieres que te tome en mis brazos, que te desabroche la camisa y acaricie...?


-Cállate. No necesito nada de tí.


-Entonces, ¿Qué estamos haciendo aquí?


Paula no se había referido a la apuesta.


-Esto es un truco para que no gane...


-Los dos sabemos que no lo es -la interrumpió él-. Si lo fuera, yo no estaría aquí dejando que me pongas nervioso.


De modo que él no era indiferente del todo, pensó Paula. Besarla no había sido parte de un plan, como no lo había sido su respuesta. Y, sin embargo, después de aquel beso, aunque ganara la apuesta, sería una victoria pírrica. ¿Cuándo había empezado a sentirse atraída por aquel hombre? Pedro la obligaba a vivir cada momento como una mujer real. Nadie había conseguido eso nunca. Pero no se hacía ilusiones. Aquello había terminado antes de empezar. El desprecio de Pedro por su ex mujer la advertía de que no había sitio para alguien como ella en su vida. Y tampoco quería intentarlo. Eran contrarios, rivales. De modo que era ridículo fantasear sobre algo que no iba a ocurrir. Porque, a pesar de todo, ella quería ganar aquella apuesta.


El camino se hizo más difícil a partir de entonces. A veces era Pedro quien iba en cabeza, a veces era ella, pero Paula tenía suficiente con intentar que Daisy y ella llegaran a la cumbre de una pieza como para preocuparse de quién fuera el primero. Además, su yegua la tenía un poco preocupada. Normalmente, obedecía bien las órdenes, pero aquel día le estaba costando un enorme esfuerzo conseguir que caminara en la dirección correcta. ¿Sería la dificultad del camino o que la yegua notaba que ella estaba tensa? Un poco de las dos cosas, imaginó. Aquel camino traidor se estaba convirtiendo en un suplicio. Sobre sus cabezas, doscientos metros de montaña brillaban bajo el dorado atardecer. Debajo, quinientos metros casi en picado. Paula no quería ni mirar. Daisy estaba acostumbrada a los empinados caminos de la isla, pero, aun así, le costaba trabajo subir. Aquello no era un circuito, era una jornada en el infierno. Unos minutos después, llegó a un pequeño reborde plano y suspiró, alegrándose de poder descansar un poco. Si Pedro estaba tras ella, Pegaso también necesitaría un descanso. Si iba delante, le habría sacado mucha ventaja, de modo que podía descansar unos segundos.


Paula buscó a su adversario, pero el bosque era tan denso que no podía ver nada. Desgraciadamente, el silencio hizo que volviera a darle, vueltas a la cabeza. No tenía palabras para expresar lo que le estaba pasando por dentro. Era como si el beso de Pedro la hiciera cuestionarse todo las cosas que había creído saber sobre sí misma. Debía de estar horrenda, pensó, mientras bebía un poco de agua. Había tirado las gafas de sol horas antes y su cara debía de ser una máscara de polvo y sudor. Pero eso no había parecido importarle a Pedro. ¿Cómo sería amar a un hombre como él? Paula se imaginaba en su cama, el cuerpo musculoso del hombre cubriendo el suyo, explorando la pasión hasta el límite. Estaba segura de que Pedro Alfonso no pararía hasta llevarla al cielo. El pensamiento era tan turbador que Paula tuvo que tomar otro trago de agua. Pedro pensaba que ella era como su ex mujer, así que ¿Para qué torturarse? Algún día conocería a un hombre y se casaría con él. Sería una decisión que tomaría ella sola, sin intervención de nadie. Haría cualquier cosa por su país, excepto un matrimonio de conveniencia. Ella solo se casaría con el hombre del que estuviera enamorada. Pedro. Era como si sus pensamientos lo hubieran conjurado. Cuando él la vió, tiró de las riendas. 

martes, 15 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 24

 Pedro la miró, muy serio.


-No me conoces, Daiana.


-Tengo información sobre tí.


Bajo el sol, él tenía un aspecto muy atractivo. Y peligroso. Peligrosamente atractivo.


-¿Y esa información incluye mis miedos, mis sueños, mis fantasías?


Ella negó con la cabeza, nerviosa.


-Claro que no. Solo asuntos profesionales y las organizaciones benéficas con las que colaboras. Y también sé que tu matrimonio fue un fracaso.


-¿Tus informadores te lo han contado todo?


-Solo que tu mujer era la hija de un embajador y que era muy guapa - contestó Paula.


-Guapa por fuera.


-¿Qué pasó?


-No le daba todo lo que ella quería. 


-¿Y crees que yo soy como ella? 


- ¿No es así?


La pregunta fue para Paula como una bofetada.


-Tú no eres el único ser incomprendido, Pedro. Haber nacido en tus circunstancias no te convierte en un noble salvaje, como las mías no me convierten en una pobre niña rica.


-¿Pobre niña rica?


-He dicho que no lo soy. Agradezco las oportunidades que he tenido y no siento pena de mí misma, pero eso no significa que no pueda hacer lo que quiera con mi vida. ¿Por qué tú has podido hacerlo y yo no? ¿Porque eres un hombre?


-Yo no he dicho eso.


-Pero lo has insinuado -contestó ella, levantando la barbilla.


-Te equivocas.


-Yo no suelo equivocarme -replicó Paula.


Pedro la miró, muy serio.


-Veo que ha vuelto la princesa. Esa es la diferencia entre nosotros, Alteza. Su alteza solo rompe moldes cuando le apetece hacerlo.


Pedro tenía razón. Daiana solo aparecía cuando no había riesgo. Cada vez que se sentía amenazada, aparecía la Princesa. Nadie se atrevía con la ella y ese era su parapeto. Pero entonces recordó lo que había pasado en la feria.


-No me convertí en la Princesa con aquel borracho.


-¿Y ahora?


Antes de que pudiera contestar, él la empujó contra un árbol y le sujetó las manos por encima de la cabeza. En esa posición, Paula se sentía muy vulnerable y más aún cuando él apoyó el peso de su cuerpo sobre ella. Su boca era dura, exigente. No era tanto un beso como una exploración. Como si buscara a la auténtica Paula. La Princesa empezó a desaparecer entonces. Nada de lo que había experimentado nunca se parecía a lo que experimentaba cuando Pedro Alfonso la besaba. Jadeaba mientras él le besaba el cuello y le desabotonaba el cuello de la camisa para buscar el tierno valle entre sus pechos. Daiana podría ser la amante de aquel hombre, pensó. Pero Daiana no era real, de modo que ¿Quién estaba respondiendo con tan lujurioso abandono? Paula. El pensamiento la sorprendió. Él la besaba como un hombre besa a una mujer deseable, obligándola a responder de la misma forma. Adrienne enredó los brazos alrededor de su cuello y le devolvió el beso, entregándose completamente, sabiendo que lo hacía por primera vez. Cuando él por fin se apartó, se sintió vacía.


-¿Qué ha pasado?


-Te he besado -contestó Pedro tranquilamente-. Y tú me has devuelto el beso. Tú, no Daiana y tampoco la Princesa.


-¿Cómo lo sabes? -preguntó ella, disimulando su turbación.


-Porque, durante unos segundos, te has entregado del todo.


-¿Y tú?


-Yo he aceptado el regalo -contestó él.


Paula lo odiaba por tratarla de esa forma, lo odiaba porque no parecía alterado, mientras que para ella aquel beso había significado un mundo. 

Rivales: Capítulo 23

 -Eso es exactamente -sonrió Paula.


-Pero no tienes que arriesgar el cuello para saber quién eres.


-¿Estás diciendo que debería aceptar mi vida como es?


-Nadie tiene que aceptar lo que la vida le ha impuesto. Si yo hubiera hecho eso, ahora mismo estaría viviendo en la calle, probablemente drogado todo el día.


Paula lo miró. Le resultaba imposible imaginarlo de esa forma.


-¿Qué te hizo cambiar?


-Será mejor que no lo sepas -contestó él. 


No quería decirle que había sido una paliza lo que lo había despertado, porque ella no lo entendería. Como no lo entendió Jimena. Según su ex mujer, él se había hecho a sí mismo, pero nunca podría compararse con los que tenían un apellido y una posición. Pedro había soportado esos comentarios porque Horacio Alfonso le había enseñado a respetar a las mujeres y porque las opiniones de su ex mujer habían dejado de importarle para entonces. Aquella idea lo hizo pensar. ¿La opinión de la Princesa era importante para él?


-Me gustaría saberlo -dijo ella entonces.


-Muy bien. Horacio Alfonso me dió una paliza.


Ella se quedó perpleja.


-¿Nadie te protegió, nadie pudo hacer nada?


-No me hizo daño, solo me dio una lección. Horacio quería enseñarme que la violencia no era la respuesta. Yo creí que podía con todo, y él me recordó que el siguiente hombre con el que me peleara podría llevar una pistola o una navaja.


-Podrían haberte matado.


-Sí. Entonces descubrí que es mejor pensar antes de pelearse.


-¿Y qué estás pensando ahora?


Pedro la miró muy serio.


-Estoy pensando que esto es un error.


-¿Por qué? -preguntó Paula, sorprendida.


-Porque tiene que haber otra forma de arreglar esta situación.


-¿Quieres decir que preferirías darme una paliza? -preguntó ella entonces. 


Era una broma, pero decir aquello la había hecho sentirse en su poder, una idea que la asustaba y la excitaba al mismo tiempo. Él negó con la cabeza.


-Quiero decir que deberíamos olvidarnos de la apuesta y discutir esto de forma razonable.


-Creí que ya lo habíamos intentado.


-No lo suficiente.


-Por mi experiencia, cuando mis hermanos quieren que discutamos algo de forma razonable, lo que quieren es convencerme de ese algo a toda costa -dijo Paula entonces, levantándose.


-Esto no tiene nada que ver con tus hermanos. Es entre tú y yo -replicó Pedro, irritado por la comparación.


-Siempre tiene que ver con mis hermanos. Son los que gobiernan este país.


-¿Y tú?


-Yo también, cuando les conviene.


Pedro se acercó, atraído por una fuerza invisible.


-Entonces, ¿Por qué vives en Nuee, en lugar de hacerlo en la isla de los Ángeles o en Celeste? 


Paula sonrió, pero lo hizo para disimular su nerviosismo.


-Vivir aquí fue una forma de rebeldía.


-¿Y Daiana?


-Hace tiempo decidí que ella es hija única y no tiene que darle explicaciones a nadie.


-Así es cómo yo solía describirme a mí mismo.


-Y era cierto, ¿No?


-Nunca es cierto. Siempre tenemos que darle explicaciones a alguien, aunque sea a nuestra conciencia.


-¿Estás diciendo que debería dejar de ser Daiana para aliviar mi conciencia?


-¿Tú qué crees?


-Creo que estás intentando minar mi confianza para que pierda la apuesta. 

Rivales: Capítulo 22

 -¿Qué pasó con los demás?


-Decían que era demasiado problemático y me enviaban de vuelta al orfanato.


-¿Y lo eras?


Pedro asintió.


-Yo no tenía padres y estaba muy amargado. Además, las familias que me acogían me recordaban todo el tiempo que, en realidad, yo no era su hijo.


-Supongo que Horacio Alfonso no era así.


-No. Él quería que me hiciera un hombre, que aprendiera a valerme por mí mismo. Y me enseñó a hacerlo dándome cariño.


-Parece un buen hombre -murmuró ella.


-El mejor.


-¿Y lo de Pedro?


Él se aclaró la garganta.


-Me lo puso una enfermera cuando mi madre me abandonó.


Paula se dió cuenta de que él no quería compasión, pero su corazón se partía al pensar en la triste infancia de aquel hombre.


-¿Nunca te has preguntado dónde estarán tus verdaderos padres?


-Claro que sí. Pero me niego a fantasear. Ni siquiera recordarán que tuvieron un hijo.


-¿Los odias, Pedro?


-No. Mi madre era adicta a las drogas y de mi padre nadie sabía nada. En realidad, siento mucha pena por ellos.


-Ya veo.


Era una actitud muy generosa, tuvo que reconocer Paula. Si la apuesta no fuera tan alta, casi se sentiría tentada de dejarlo llegar a la cumbre antes que ella.


-¿Vamos a quedarnos aquí todo el día? -preguntó él entonces-. Estoy deseando ganarte.


-Pues tengo noticias para tí. Ese banderín lleva mi nombre -sonrió Paula.


-No podrías poner todos tus títulos en él. 


-Pero podría poner Daiana.


Riendo, Paula clavó los talones en el flanco de Daisy y tomó el sendero que subía a la montaña. En las partes más empinadas, se sujetaba a la crin de la yegua, apoyándose en los estribos para restarle peso. Por el rabillo del ojo, vió que Pedro hacía lo mismo. Después de lo que pareció una marcha interminable, pero que en realidad solo habían sido tres horas, llegaron a un valle cubierto de hierba, cruzado por el serpentino río Mayat. Al otro lado del río, a unos diez minutos, al galope, estaría el banderín verde que indicaba la mitad del camino. El primero que tocara el banderín sería el primero en empezar la marcha después de comer y Paula estaba decidida a conseguirlo. Tocó el banderín cinco minutos antes de que Pedro llegara a su lado y eso significaba que tendría cinco minutos de ventaja sobre él en la parte más dura del camino. No era demasiado, pero sería suficiente.


-Te has arriesgado mucho cruzando el río al galope -le dijo Pedro mientras comían.


-Pero he llegado la primera.


-No servirá de mucho si te matas.


-Pero tú te quedarás con Carazzan y con las tierras.


-Y una orden de busca y captura firmada por tus hermanos -sonrió Pedro-. ¿Por qué te arriesgas tanto, Daiana?


Paula apoyó la espalda sobre una roca. Podría haberle dicho que él se arriesgaba de igual forma.


-Podría decirte que me arriesgo porque sí. Los montañeros que suben al Everest dicen que lo hacen «porque la montaña está allí».


-¿Te gusta el riesgo? 


-En parte.


-¿Cuál es la verdadera respuesta?


-Me gusta saber hasta dónde puedo llegar.


-¿Quieres conocerte a tí misma?


-Igual que tú. A veces tengo la impresión de que soy un personaje de película, no una persona de verdad.


-Y de vez en cuando te quitas el maquillaje y miras lo que hay debajo -dijo Pedro.

Rivales: Capítulo 21

Si perdía, sería Pedro Alfonso quien viviría el sueño. Ella perdería su libertad y aquel hombre se quedaría a vivir en Nuee. No podía perder. Había dos espléndidos caballos ensillados a la puerta del establo y Paula señaló uno de color canela.


-Yo montaré a mi yegua, Daisy. Su caballo se llama Pegaso y le garantizo que no es ningún caballito de madera.


Pedro podía verlo por sí mismo. El animal, de brillante piel negra, era  un ejemplar magnífico.


-Preparado cuando usted diga -dijo él. Paula levantó la cabeza, sorprendida-. ¿A qué estamos esperando?


-Daiana aún no está con nosotros, señor Alfonso. Sigo siendo la Princesa.


-La esperaré aquí -murmuró Pedro, un poco avergonzado.


Las princesas eran puntuales y Paula, Daiana, volvió en cinco minutos. Solo se había sujetado el pelo bajo un sombrero de ala ancha y llevaba unas gafas de sol que ocultaban sus aristocráticos rasgos, pero la transformación era sorprendente. Aunque él la habría reconocido en cualquier parte.


-Estás muy guapa, Daiana -dijo él, tuteándola por primera vez. 


Ni títulos ni cuartel, pensó Paula entonces.


-Me alegro de que hayas traído una chaqueta. En el monte hace frío.


Él asintió, pensando que debía verla como una rival y no como una mujer hermosa con la que estaba a punto de perderse en un bosque solitario. Si quería ganar la apuesta, debía concentrarse.


-Espero que no llueva.


-Y yo también -sonrió ella, montando sobre la silla-. Las lluvias en Nuee suelen ser torrenciales.


-¿Tienes miedo?


-En absoluto.


Pedro apartó la mirada. Iba a ser difícil dejar de pensar en esas piernas que sujetaban el animal con fuerza.


-¿No serás tú el que tiene miedo?


Pedro montó sobre Pegaso y se colocó a su lado. Los dos caballos eran hermanos y se llevaban bien. Al contrario que ellos. Cuando terminara el día, uno de los dos tendría que renunciar a su sueño. Y no iba a ser ella, pensó Paula. Aunque la idea de que Pedro Alfonso se fuera de Nuee había dejado de satisfacerla. Si seguía pensando de ese modo acabaría perdiendo, se dijo a sí misma. Al contrario que él, ella no tenía la posibilidad de marcharse, de modo que debía ganar. Aquel era un país de jinetes y nadie les prestó atención mientras cabalgaban por el camino que llevaba al monte.


-Aquí empieza el circuito -dijo Paula, sacando un mapa de la mochila. A su alrededor había helechos que les llegaban a los caballos hasta las rodillas.


-Tenemos que subir por el Paso del Diablo hasta la cima del monte. El primero que llegue tiene que tomar el banderín rojo que está clavado en la cumbre, bajar a toda velocidad y arrancar el banderín blanco que hay frente a la casa de los guardabosques.


Paula lo miró, sorprendida.


-Veo que te has informado bien.


-La primera regla para sobrevivir en los negocios es conocer a tu enemigo.


-¿Yo soy tu enemigo?


-Somos rivales.


-Solo por un caballo y unas tierras. Supongo que hay cosas más importantes en la vida.


-En mi país, un caballo y unas tierras pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte -dijo Pedro.


-Eso era antes.


-Tú nunca sabrás lo que es no tener nada, ni siquiera un apellido.


-¿Y de dónde sale Pedro Alfonso? -preguntó Paula entonces.


-Horacio Alfonso me dió su apellido cuando yo tenía catorce años.


-¿Y antes de eso?


-Viví en tres casas de acogida, con tres familias diferentes, y mi apellido era Rodríguez, el que le dan a todos los huérfanos -contestó él-. Pedro Alfonso fue un padre para mí. El único que he conocido. 

jueves, 10 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 20

Lo primero que Pedro vió al salir del coche fue a su alteza Paula Chaves montando sobre Carazzan. Su corazón empezó a latir con fuerza. Era una imagen tan hermosa que parecía sacada de un sueño. Bajo el pálido cielo del amanecer, era como si el caballo y ella fueran uno solo. La princesa acariciaba el cuello de Carazzan, mirando a Pedro. Estaba demasiado lejos como para que pudiera ver su expresión, pero sabía que debía estar emocionada. De repente, Paula lanzó el caballo hacia él.


Pedro se quedó inmóvil. Su corazón latía aceleradamente, pero no movió los pies del suelo. Era impresionante. El cabello oscuro de la princesa se movía al viento y sus largas piernas, envueltas en unos pantalones de montar que se pegaban a su piel, sujetaban al caballo con fuerza. Por un momento, tuvo la visión de ser él quien estaba entre aquellas piernas y se le quedó la boca seca. Tenía que recuperar el control, se decía. Estaba mirando a la amazona, en lugar de observar al caballo de sus sueños. Y eso tenía que terminar. Si pensaba ganar la apuesta, tenía que controlar sus pensamientos. Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Paula era bellísima y controlaba al magnífico animal a la perfección. 


La princesa consiguió detener a Carazzan a un metro de él. Pedro no sabía quién respiraba con más dificultad, el caballo o él mismo. Su respeto por las habilidades ecuestres de Paula Chaves aumentó en ese momento. Y aumentó también una excitación que era tan poderosa como fuera de lugar. Y tenía que ser sincero consigo mismo: la deseaba con todas sus fuerzas. ¿En qué se estaba metiendo? No había movido un músculo, notó ella con admiración. Sabía que había sido una niñería lanzarse contra él al galope, pero no había podido resistir la tentación. Tenía un aspecto tan masculino con las botas de montar que se había sentido retada por su presencia. A la luz del amanecer, parecía una estatua, más que un hombre. Paula recordaba el calor de aquel cuerpo masculino apretado contra el suyo y el fuego que había provocado en su sangre cuando la besó. Deseaba que se repitiera, aunque sabía que no debería ocurrir. La razón se movía debajo de ella. Los movimientos inquietos de Carazzan se transmitían a su cuerpo, intensificando su deseo.


-Buenos días -lo saludó, bajando del caballo.


Un mozo de cuadra salió de los establos en ese momento y tomó las riendas de Carazzan.


-Buenos días, Alteza. ¿Entrenando para lo que nos espera?


-Siempre hago un poco de ejercicio con Carazzan al amanecer. No veo por qué no iba a hacerlo hoy.


Probablemente, él estaba celoso, pensó. Y era lógico. Tampoco ella soportaría desprenderse del animal. Lo que no le dijo fue que apenas había podido pegar ojo aquella noche.


-¿Ha desayunado?


-En el hotel. ¿Y su alteza?


-También -contestó Paula. Solo había tomado café y una tostada, pero no podía comer nada más.


-Entonces, será mejor que nos vayamos. Tenemos doce horas de esfuerzo por delante.


-Los caballos ya estarán preparados.


-¿Llevaremos comida y bebida en las sillas?


-Por supuesto. Y un mapa, un botiquín de primeros auxilios y una brújula para cada uno.


-Ha pensado en todo.


En todo, excepto en sus sentimientos, pensó Paula. Había pensado que sería fácil ganar la apuesta, pero estaba empezando a darse cuenta de que no sería así. Quizá pudiera echarse atrás. No, no podía hacerlo. Cada vez que montara a Carazzan recordaría su fracaso. Lo único que tenía que hacer era soportar doce horas montada sobre una silla y las tierras serían suyas. Carazzan tendría el hogar que se merecía y sus hermanos no podrían negarse a que dirigiera el rancho. 

Rivales: Capítulo 19

 -¿No sería eso inapropiado?


Probablemente, pero ya no podía retirar la invitación.


-Hay doce habitaciones y muchos empleados. Leandro lo aprobaría.


No lo aprobaría en absoluto si supiera la clase de pensamientos que eso había despertado en él, pensó Pedro. Cansado de que no le hicieran caso, Carazzan había empezado a empujar el hombro de su propietaria y, en aquel momento, la lanzó contra Pedro. Éste la sujetó para que no perdiera el equilibrio, pero no podía soltarla. La había besado unos minutos antes y deseaba tanto volver a hacerlo que le dolía el pecho. Pero estaba en Carramer y ella era la Princesa. Hizo lo que debía hacer y la soltó caballerosamente.


-Será mejor que me quede en el hotel hasta el viernes -dijo, sabiendo que su voz sonaba vacilante.


¿Qué había pasado?, se preguntó Paula. Que él la hubiera tomado por la cintura no era razón para estar temblando de los pies a la cabeza. Tendría que concentrarse en lo que se jugaba: su adorado caballo, su libertad. ¿Qué más necesitaba para apartar de sí cualquier otro pensamiento? Se enorgullecía de ser una mujer dura e independiente, pero lo que Pedro despertaba en ella le hacía preguntarse si estaba siendo sincera consigo misma. De repente, la independencia empezaba a parecerse mucho a la soledad. En los brazos de él se había dado cuenta de que tenía otros deseos; deseos que había escondido siempre enterrándose en docenas de actividades. Como el deseo de ser amada. Pero aquel no era el momento y Pedro no era el hombre que podía satisfacer ese deseo, se decía. Él no la quería. Solo quería a Carazzan. Quizá era el momento de ampliar su vida social, y no solo asistir a galas benéficas en las que el hombre más joven tenía sesenta años.


-¿Cuántos años tiene, señor Alfonso? -preguntó de repente, sorprendiéndose a sí misma.


-Treinta y uno -contestó él-. ¿Quiere examinarme los dientes?


-Sentía curiosidad -contestó Paula. 


Él la miró con tal intensidad que tuvo que darse la vuelta, incómoda. Ya que está aquí, podría elegir un caballo.


-Lo dejo en sus manos. Me gustaría un animal con mucho espíritu.


-¿No teme que elija un jamelgo?


-No creo que haya ningún jamelgo en este establo. Además, sé que usted preferiría ganar limpiamente.


-Tiene razón.


-Elija el que quiera. Mientras no disponga para mí un caballito de madera... -dijo Pedro con una sonrisa.


-Tiene mi palabra.


-Eso es suficiente.


Pedro estaba deseando que llegara el viernes. Para un jinete, aquel era el mayor de los retos, pero había algo más. Le gustaba la idea de estar a solas con la princesa en el bosque. No con la Princesa, sino con Daiana, se corrigió a sí mismo. Cuando salieran de palacio el viernes, serían rivales, pero no habría títulos. Solo serían dos personas intentando ganar una apuesta. No se le escapaba que aquello podía costarle caro. Como le había dicho a la princesa, no pensaba perder. No iba a dejar que Carazzan se le escapara de las manos por segunda vez. Observó la magnífica cabeza del semental, apoyada sobre el hombro de Paula Chaves. Casi le daba pena tener que separarlos, pero debía hacerlo si quería que el sueño de Horacio Alfonso se hiciera realidad. Por un momento, casi deseó que hubiera alguna otra forma de solucionar la disputa.


-Es hora de volver con los demás.


En ese momento, Aldana apareció en el establo.


-Ah, por fin la encuentro, Alteza. Los niños esperan para merendar - dijo la joven.


Seguramente los niños estarían mirando la merienda con ojos golosos, esperando que la princesa apareciera de una vez por todas, pensó Paula sintiéndose culpable.


-Lo siento, Aldana. Nos hemos puesto a hablar sobre caballos y he perdido la noción del tiempo. Enseguida voy. 


Aldana miró a Pedro Alfonso con curiosidad, pero él mantuvo una expresión helada. Habían estado hablando sobre caballos, pero además habían compartido un beso que lo había turbado profundamente. Él suspiró. Aquella semana iba a ser muy larga. 

Rivales: Capítulo 18

De niña solían recordarme que mis acciones eran vigiladas por todo el mundo. La familia real de Carramer debe tener un comportamiento impecable. Su voz se rompió un poco en ese momento, como si hubiera tenido que oír aquello demasiadas veces, y Pedro sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Quería estar enfadado con ella, rechazarla por lo que era, pero estaba empezando a sospechar que ser una princesa no era tan divertido.


-Esta apuesta no parece un ejemplo de comportamiento.


-Para la princesa Paula, no.


Pero sí estaba bien para Daiana, entendió Pedro.


-¿Sus hermanos le prohibirían tomar parte en el circuito?


Pedro había conocido al príncipe Leandro durante una cena de negocios en Estados Unidos y le había parecido una persona inteligente y agradable. Pero no parecía el tipo de hombre cuyas órdenes pudieran ponerse en duda. Paula se sintió como una tonta. ¿Cómo había podido olvidarlo? Para Pedro Alfonso, lo único importante era mantener una buena relación con Leandro, porque de él dependía que pudiera llevar a cabo sus planes de construir un rancho. Ella no le importaba nada.


-No quieren que tome parte en el concurso internacional, pero nadie me ha prohibido que suba al monte Mayat por mi cuenta. No se preocupe, mis acciones no influirán negativamente en su relación con mi hermano.


Pedro la miró, sorprendido.


-¿No se le ha ocurrido pensar que estoy preocupado por usted?


-Intentaré recordarlo -dijo ella, irónica.


-Hágalo, Alteza. Yo no soy su hermano. Cuando estemos en el monte Mayat, no habrá títulos. Seremos dos rivales. Aquí es una princesa, pero sobre el caballo no voy a darle tregua.


-No pretendo que lo haga.


-Me alegro.


Paula se quedó pensativa un momento. Quizá lo había juzgado mal.


-Quizá he entendido mal su preocupación.


-Así es. No tengo mucha experiencia con familias felices y no me gustaría causar fricciones entre usted y sus hermanos. 


-¿Usted nunca ha querido hacer algo que todo el mundo consideraba inapropiado? -sonrió Paula.


-La mayoría de las cosas que he hecho en mi vida son inapropiadas - contestó él. 


Especialmente, su matrimonio, pensó. Tan inapropiado como que la Princesa se casara con alguien como él. Pedro no sabía por qué se le había ocurrido aquello, pero al pensarlo sintió una opresión en el pecho. Era una estupidez. Paula Chaves se casaría con algún aristócrata. No sabía por qué, pero la idea lo molestaba más de lo que quería admitir.


-Entonces debería entender por qué yo tengo que romper con todo de vez en cuando.


-Entiendo -asintió él-. ¿Qué le parece el viernes por la mañana?


Paula se quedó pensando un momento. Tendría que cambiar sus compromisos para aquel día.


-De acuerdo. El viernes.


-Según me han dicho, se tardan doce horas en hacer el circuito.


-Eso con buenas condiciones climatológicas.


-¿Y con mal tiempo?


-Algunos jinetes no vuelven nunca.


Aquella vez, la opresión en el pecho era debida a la imagen de la Princesa herida en el bosque. Pedro intentó pensar que era una cuestión de responsabilidad, pero sabía que era algo más personal. Debía recordar lo que se estaba jugando, se dijo a sí mismo.


-¿Ha pensado que va a decir en palacio?


-No tengo que decir nada. Leandro quería que compartiera mi experiencia con usted y eso es lo que voy a hacer.


-Dudo que tuviera el circuito del monte Mayat en mente cuando dijo eso.


-No especificó -sonrió Paula.  A Leandro le daría un ataque si supiera que pensaba pasar doce horas en el bosque con Pedro, pero la idea hacía que a ella le hirviera la sangre. Se decía a sí misma que era por la apuesta, pero sabía que eso no era del todo verdad-. Sería mejor que durmiera aquí el jueves -dijo entonces. 


Nada más decirlo, deseó haberse mordido la lengua. Dormir bajo el mismo techo no era parte del plan. 

Rivales: Capítulo 17

 -La apuesta podría tener lugar a finales de esta semana.


¿Tan pronto? Paula tuvo que luchar contra un sentimiento de pánico. Intentaba decirse a sí misma que era por la dificultad del circuito, pero sabía que era también por el hombre con quien tendría que competir. Sus labios habían dejado una huella, aunque intentaba disimularlo. Y, probablemente, llevaría la marca del mordisco en el cuello durante días. Había deseado una vida normal con tanta fuerza que aquel deseo se había convertido en un viejo compañero. Deseba encontrar a alguien que la amara, tener una familia propia, un propósito en la vida más allá de las obligaciones oficiales. Pedro no podría darle nada de eso, pero se metía en sus pensamientos sin que pudiera evitarlo. Ella apartó aquellas absurdas ideas de su mente.


-Tendré que reorganizar mi agenda y avisar a mi escolta.


-Nada de escolta -dijo Pedro-. Esto es entre los dos.


-Pero tendré que llevar un guardaespaldas por lo menos. 


-No necesitó uno en la feria.


-Como no deja usted de recordarme -replicó ella.


-Yo la protegeré.


¿Y quién iba a protegerla de él?, se preguntó Paula.


-No creo que pueda protegerme cuando esté un kilómetro por delante de usted.


Pedro sonrió.


-Ni lo sueñe.


-El circuito empieza en los límites de mi propiedad y si alguien me ve en compañía de un extraño, sin escolta, empezarán los rumores.


-No si es Daiana quien va conmigo.


Paula lo miró, sorprendida.


-¿Está sugiriendo que haga el circuito disfrazada?


-Ya lo ha hecho otras veces, no es nada extraordinario.


-Creí que no lo aprobaba.


-Y no lo hago, pero si hiciera el circuito como princesa, los rumores podrían llegar a oídos de sus hermanos.


-De acuerdo. Seré una ciudadana más.


-Hay cosas peores que montar a caballo con una mujer hermosa, aunque no sea una princesa -sonrió Pedro.


El comentario hizo que el pulso se le acelerase, pero Paula se obligó a sí misma a poner los pies en la tierra.


-Por dentro soy siempre una princesa, señor Alfonso.


¿Era una advertencia? Seguramente. Pedro tenía que recordarse a sí mismo quién era Paula Chaves. Solo en el bosque con ella sería fácil olvidarlo, y no podía hacerlo. Un matrimonio con una mujer de sangre azul era suficiente. Jimena no era una princesa, pero su padre tenía un título nobiliario y había sido mimada hasta el extremo. Sería un error enamorarse de una mujer como ella.


-No puedo olvidar quién es usted, Alteza.


-El recordatorio no era solo para usted, señor Alfonso -dijo entonces Paula-. Aunque vaya disfrazada, tampoco yo puedo olvidar quién soy. 

martes, 8 de diciembre de 2020

Rivales: Capítulo 16

Paula estaba sorprendida de sí misma. ¿Cómo podía sentir aquello? El propósito de Pedro de usar lo que sabía sobre ella en beneficio propio era repugnante; su intención de conseguir a Carazzan, la ponía furiosa. Entonces, ¿Por qué deseaba que la tocase?


-No me refería a eso -dijo por fin, con su mejor aire de princesa.


-Lo que su alteza diga -sonrió él, irónico.


¿Cómo podía saber lo que estaba pensando? Paula había aprendido el arte de disimular sus sentimientos desde la infancia. Y, de repente, Pedro Alfonso podía leerla como si fuera un libro abierto.


-Está usted confundiendo la curiosidad con otra cosa.


-¿Me está diciendo que nunca la habían besado?


-No. Pero los dos sabemos que un beso no significa nada -contestó ella. Pedro pareció molesto por el comentario. ¿Habría querido que el beso significara algo? Quizá no podía leerla tan bien como había pensado. Carazzan rozó su hombro con el hocico en ese momento y Paula se volvió, agradeciendo la distracción-. Quizá sea mejor que hayamos satisfecho nuestra curiosidad antes de convertirnos en rivales.


Había dicho aquello sin pensar, sin saber aún si la apuesta era buena idea. Pero tenía que hacer algo para apartarlo de su vida... de su mente... Y no se le ocurría nada mejor.


-¿Seguro que quiere seguir adelante con la apuesta?


Paula asintió con la cabeza.


-Mi caballo y mi secreto a cambio de sus tierras. El ganador se lo queda todo.


-De acuerdo -dijo él, estrechándole la mano.


Paula lo miró, recelosa.


-Tengo la impresión de que, en realidad, esto era lo que estaba esperando.


-Ha sido su alteza quien ha sugerido la apuesta.


-No parece usted un hombre que actúe por impulso. Ha venido a Nuee para conseguir a Carazzan y quizá todo esto no ha sido más que una estrategia -insistió ella.


-No ha sido una estrategia.


-No voy a perder, señor Alfonso. No voy a perder mi libertad y tampoco voy a perder a Carazzan. 


Fascinado, Pedro miró aquellos ojos brillantes. Paula Chaves se equivocaba. El solo había pensado ofrecerle una sociedad para que los dos pudieran disfrutar del rancho y de Carazzan. Pero cuanto más pensaba lo de la apuesta, más le gustaba. La imaginaba montando a su lado, jadeando mientras luchaban para subir por aquel terreno pedregoso. Aunque ella no había hecho nunca el circuito, estaba en su casa y era una gran amazona. Por su parte, él tenía tantos deseos de ganar que sería un buen competidor. Pero tendría que tener cuidado para que Paula no lo anulara con su belleza. Quizá ella sabía cómo lo alteraba. Y si no lo sabía, no tardaría mucho en darse cuenta de que su atractivo era un arma poderosa. Más hombres en la Historia habían mordido el polvo por culpa de una mujer que por el resultado de una batalla. Y había tanto en juego que Pedro no pensaba ser uno de ellos.


-Será una apuesta muy interesante. Y no pienso perder.


Ella hizo caso omiso de aquellas palabras, pero le resultaba más difícil obviar los latidos de su corazón. Era difícil creer que iba a arriesgar tanto. ¿Y si perdía a Carazzan? Pero eso no podía ser. No lo permitiría.


-Habrá que elegir un día.


-Yo tengo reuniones esta semana y la próxima debo ir a la isla de los Ángeles para ver al príncipe Leandro -dijo Pedro.


Antes de comprar las tierras, había sido informado de que el príncipe Gonzalo gobernaba la capital del país, Solano, en la isla de Celeste mientras el príncipe Leandro gobernaba la isla de los Ángeles, la más grande del país. Era un buen arreglo, que daba a cada príncipe una parte del trabajo, pensó Pedro. ¿Sería por eso por lo que la princesa Paula había preferido vivir en la isla más pequeña, Nuee? Ella parecía querer vivir su propia vida y eso era algo que tenían en común.


-No suele- ir a las otras islas, ¿Verdad? -preguntó entonces.


-Solo para algún asunto oficial. Vivo aquí, en el palacio que construyó mi abuela, pero he hecho algunos cambios.


Unos cambios muy sensatos, pensó Pedro. Los establos eran un modelo de diseño y eficiencia.


-Supongo que el príncipe Leandro y el príncipe Gonzalo deben de tener mucho trabajo. ¿Por qué no hacen a su alteza gobernadora de esta isla? 


La sonrisa de Paula lo dejó momentáneamente sin aliento.


-No se les ocurriría.


-¿Por qué?


-No me gusta la burocracia. Además, tengo suficiente trabajo como para además gobernar una isla.


-¿Se refiere a sus caballos?


-No. Eso no es un trabajo. Es un acto de amor.


-Pensé que dirigir un país sería parte de su educación, Alteza.


-Y lo es, pero no me gusta.


-Lo que le gusta es criar caballos.


-Exactamente -dijo ella, acariciando el cuello de Carazzan. 


El animal acarició su mano y Pedro tragó saliva. Algunos caballos tenían mucha suerte.


-Parece que ha hecho un gran trabajo.


-Gracias -sonrió Paula-. Y pienso seguir haciéndolo.


El significado de aquella frase estaba muy claro. Pensaba ganar la apuesta y seguir adelante con su plan de cría, con Carazzan como caballo estrella. Una lástima que él quiera hacer lo mismo.

Rivales: Capítulo 15

El corazón de Paula latía con tal fuerza que se preguntaba si Pedro podría oírlo. ¿Debía arriesgar a Carazzan en una apuesta que, incluso para ella, sería difícil ganar? Subir al monte Mayat a caballo había sido un rito de iniciación para los hombres de Carramer durante siglos. Cinco años atrás había sido incluido en un circuito internacional de trial ecuestre y era reconocido como uno de los más peligrosos del mundo. Aunque ella siempre había soñado con hacerlo, solo lo había sugerido a la desesperada, para que Pedro no informara a Leandro de sus actividades.


-Si me promete no volver a salir de palacio de incógnito, no hay necesidad de seguir adelante con esta apuesta -dijo Pedro entonces, como si le leyera el pensamiento.


-¿Y cómo sabe que mantendré mi promesa?


-Imaginó que su alteza cumple su palabra.


Paula suspiró, frustrada. Tenía razón.


-Cuando el monte Mayat se incluyó en el circuito internacional, le dije a Gonzalo que quería participar en la competición. Tanto él como Gonzalo hicieron hace años.


-Pero no quieren que lo haga -dijo Pedro.


-Hasta hace cincuenta años, las mujeres no podían subir al monte Mayat. Y las cosas no han cambiado mucho.


-Especialmente, para una princesa - terminó él la frase.


-Hay muchas cosas que una princesa no puede hacer. Tiene que medir sus pasos, sus palabras, dónde va...


-A quién ama -dijo Pedro.


No sabía por qué le había dicho, pero la expresión de Paula le decía que no se había equivocado. Pedro dió un paso hacia ella y, sin saber cómo, la princesa estaba entre sus brazos. Su vulnerable expresión lo hacía sentir el deseo de protegerla, el mismo deseo que habían sentido los hombres desde que vivían en cuevas. Pero él sentía algo más: el deseo de dar y recibir, de acariciar y ser acariciado. Los labios de Paula sabían a miel. Su perfume hacía que le diera vueltas la cabeza. Pedro olvidó que era una princesa y que estaban en un establo. El tiempo parecía haberse detenido. Pedro se sorprendió de la fuerza de los brazos de ella alrededor de su cuello y del efecto que ejercían en su libido, enterrada durante mucho tiempo por el trabajo. Pero en aquel momento no tenía elección. El cuerpo de Paula apretado contra el suyo terminaba con su autoimpuesto celibato. Respirando como un atleta al final de la carrera, él enredó los dedos en su cabello oscuro y después, impulsivamente, le mordió el cuello. El placer hizo que Paula lanzara un gemido. Nadie le había hecho eso antes y no estaba preparada. Dejar que aquel hombre la besara era un error, pero no tenía fuerzas para apartarse de él.  Carramer era famoso por la belleza de sus hombres, pero todos palidecían al lado de aquel. Desde el primer momento, cuando se encontró con Pedro Alfonso en la feria, había sabido que él era diferente, pero sus fantasías no la habían preparado para aquella rendición. En su posición, no necesitaba nada, excepto encontrar un alma gemela, un hombre en el que ahogarse, en el que perderse... y en aquel momento sentía que estaba a punto de hacerlo. Pero, ¿Qué estaba pensando? Pedro nunca podría ser su alma gemela. Paula se apartó de golpe, turbada.


-No tiene por qué pedir disculpas -dijo, temblorosa.


-No iba a hacerlo -dijo Pedro-. Que yo sepa, no es un crimen besar a una mujer, aunque sea la princesa de Carramer, si es ella quien invita al beso.


Paula cerró los ojos. Aquello no podía seguir.


-Está imaginando cosas.


-Es posible. Y usted también, Alteza -sonrió él.


Era cierto. En sus brazos había imaginado toda clase de posibilidades, sobre todo las que tenían que ver con la paja que había a sus pies, invitándolos a dejarse caer y explorarse el uno al otro. Saber que eso era imposible la llenaba de un sentimiento de frustración imposible de disimular. 

Rivales: Capítulo 14

 -Salir de palacio disfrazada no es darle la espalda a mi familia.


-Quizá tenga razón. Pero tendrá que admitir que salir de palacio sin escolta es un comportamiento irresponsable.


-¿Sabe usted lo cansada que estoy de ser responsable? -replicó la princesa-. Claro que sé quién soy, claro que tengo una familia. Y nadie me permite olvidarlo, ni siquiera durante cinco minutos. A los siete años ya tenía que asistir a los desfiles y a las cenas de gala. Cualquier niño se dormiría en una gala, pero si lo hacía yo, salía en los periódicos.


Pedro hizo un gesto con la mano.


-De acuerdo. Ser una princesa tampoco debe de ser muy fácil, pero ¿Qué habría ocurrido si ese borracho se hubiera salido con la suya? ¿Cómo se habrían sentido sus hermanos?


-Eso es cierto -admitió ella-. Habría sido terrible. Cuando nuestros padres murieron en un accidente de avión, pensé que mis hermanos jamás volverían a sonreír.


-Y, sin embargo, usted se arriesga a que le ocurra algo sin pensar en ellos.


-Mis ayudantes sabían dónde estaba. Era de día y me sentía segura.


-Pero un hombre borracho la atacó, Alteza.


-Lo sé.


-Quiero que me prometa que no va a volver a hacerlo.


Paula levantó las cejas, atónita.


-¿O... se lo contará a Leandro?


-Si hace lo que debe, no contaré nada.


-¿Y qué es lo que debo hacer? ¿Venderle a Carazzan?


-Una cosa no tiene nada que ver con la otra. No soy un chantajista - dijo Pedro. Paula no sabía qué hacer. No podía vender a Carazzan, pero la idea de no poder escapar de sus obligaciones reales de vez en cuando era impensable-. Piénselo, Alteza. Yo tengo las tierras y usted, un semental que se hará legendario. Que seamos socios es lo más lógico. 


Una idea surgió en la mente de Paula.


-Hay otra solución.


-¿Cuál? -preguntó él, receloso.


-Una apuesta.


-¿Qué clase de apuesta?


-Un concurso de monta, de doma, de saltos... la disciplina que usted decida.


-Y usted montaría a Carazzan, claro.


-Podría elegir otro caballo.


-En su país y con sus caballos, el concurso lo ganaría la princesa Paula aunque no montara a Carazzan.


-¿Tiene miedo de aceptar, señor Alfonso?


-Nunca he rehusado una apuesta -contestó él-. Pero tendrá que ser otra cosa.


-Hay un reto que siempre he querido probar -dijo entonces Paula, emocionada-. El circuito del monte Mayat.


-¿Está loca? Es una de las montañas más duras del hemisferio Sur.


-Probablemente. Si gano, el precio será su silencio sobre mis... actividades.


-¿Y si pierde? -preguntó Pedro.


-Aceptaré quedarme en palacio como una buena princesita -contestó ella. La idea era aterradora, pero tenía que arriesgarse.


Pedro negó con la cabeza.


-Para esa apuesta, las ganancias tienen que ser más importantes.


Instintivamente, Paula puso una mano sobre el cuello de Carazzan.


-No pienso apostar a Carazzan.


-¿Ni siquiera por esas tierras que tanto desea? 


Paula lo miró, sorprendida.


-¿Está dispuesto a apostar las tierras?


-Carazzan no puede moverse de aquí. Este es su sitio. El ganador se lo lleva todo. La pregunta es si está dispuesta a arriesgarse, Alteza. 

Rivales: Capítulo 13

 -Ya le he dicho que me gustaría discutir algún tipo de sociedad.


-En la que usted sea el director y yo me quede aplaudiendo. Lo siento, pero no. 


-Quiero a Carazzan, Alteza. Los dos sabemos que este animal no tiene parangón en el mundo. En las manos adecuadas, sería la influencia más positiva para los famosos caballos de Nuee.


-Y las manos adecuadas son las suyas, claro -replicó ella, irónica-. Supongo que no se le habrá ocurrido pensar que yo tengo mis propios planes para Carazzan.


-Supongo que los tiene, pero sé que el príncipe Leandro no aprueba esos planes.


-Y sí aprueba los suyos.


-Mire, comprendo que esto sea duro para usted.


-No tiene ni idea de lo duro que es. Tuve que crecer a la sombra de dos hermanos que siempre parecían saber lo que era bueno para mí, pero no voy a tolerar que un extranjero me robe las tierras que siempre he deseado y quiera además que haga realidad sus sueños con un animal que es de mi propiedad.


-Yo no soy como sus hermanos, Alteza. Yo no esperaría que se quedara sentada.


-¿Y si no estamos de acuerdo en el programa de cría?


-Alguien tiene que ser el jefe.


-No, gracias. Puede que no tenga las tierras, pero tengo a Carazzan - dijo la princesa-. Si tan importante es para usted, ¿Por qué no lo compró en la subasta?


-¿Cree que no lo habría hecho si hubiera podido?


-Todo es posible si se desea de verdad.


-Usted no ha conseguido su rancho.


-Aún.


Pedro la miró, receloso.


-Nuee está lleno de colinas y bosques. No sé si existe alguna otra propiedad en la isla en la que sea posible instalar un rancho a la altura de Carazzan.


Paula sabía que tenía razón, pero no pensaba decírselo.


-En Carramer hay muchas islas.


-En algunas, el terreno es impracticable para un rancho y, en otras, no hay agua suficiente -replicó Pedro.


Pero entendía la desilusión de la princesa. Cuando Jimena se llevó el dinero que Pedro tenía preparado en una cuenta especial, él estaba en el Pacífico buscando el lugar adecuado para instalar su rancho. El día de la subasta descubrió que el dinero había desaparecido y no tenía otra opción más que volver a Estados Unidos y enfrentarse con Jimena. Había perdido la oportunidad de comprar el caballo de sus sueños. Se había recuperado económicamente y, cuando se enteró de que Carazzan no había salido de la isla, decidió que el destino le ofrecía una segunda oportunidad. Una mujer caprichosa y mimada había destrozado su sueño y no pensaba dejar que otra lo hiciera por segunda vez.


-Supongo que no querrá discutir una posible venta, sea cual sea la oferta.


Ella negó con la cabeza. A pesar de su rabia, Pedro se sintió tentado de acariciar su pelo negro. Quería hacer mucho más, en realidad, pero al recordar quién era ella se contuvo.


-Tendrá que resignarse a no tenerlo.


-¿Lo haría su alteza? -preguntó él. La Princesa no contestó-. No me deja muchas opciones. ¿Aceptaría la Princesa que Carazzan sirviera como semental en su rancho? 


Se negaría, estaba seguro. Además, no era eso lo que Pedro deseaba.


-No las hay. Carazzan es mío. 


Pedro se puso furioso.


-Debería haber sabido que alguien que olvida quién es para arriesgarse en absurdas escapadas sería capaz de negarle a un caballo como Carazzan su derecho: crear una raza pura que no tendría parangón en el mundo.


Paula se irguió.


-Me estaba preguntando cuándo sacaría ese as de la manga.


-¿Qué quiere decir?


-Sabía que usaría lo que sabe sobre mí para conseguir sus propósitos.


-No pienso hacerlo.


-Entonces, ¿Por qué ha sacado el tema?


-Para convencerla de que me venda a Carazzan. Si no se arriesgara estúpidamente, no tendría ningún secreto del que preocuparse.


-Usted no sabe nada -replicó ella, irritada.


-No, es verdad. Hasta los catorce años, nadie se preocupó de mí. No sabe la suerte que tiene, Alteza -dijo Pedro, con amargura-. Yo nunca sabré quién era mi padre ni por qué mi madre me abandonó nada más nacer. La policía dijo que era una chica muy joven, adicta a las drogas y que probablemente no tenía medios para cuidar de un niño. Pero ese niño solo conoció la soledad y el abandono -añadió. Era el discurso más largo que él había hecho nunca sobre sí mismo-. Usted sabe a qué familia pertenece, tiene hermanos que la cuidan y lo único que hace es darles la espalda.