Alzó la cabeza y con expresión acusadora taladró esos ojos verdes.
—¡Estás embarazada!
Paula supo en el acto lo que debería parecer.
—No es lo que crees —alzó las manos para enmarcar la cara amada de Pedro— ¿Recuerdas cómo nosotros...?
—Desde luego, no tardaste mucho en encontrar a otro.
Esa acusación la sacudió. Pedro se había puesto tenso. En la quietud de su despacho, lo miró conmocionada al asimilar esas palabras terribles. No había otro.
—Yo no...
—Cállate —rugió él.
—Aguarda un momento...
La voz se le cortó cuando las manos de él le aprisionaron las muñecas. Le apartó los dedos de su cara con desagrado palpable.
—No tardaste mucho en aceptar que estaba muerto... ¿O fue el típico corazón que no ve, corazón que no siente?
La injusticia de esas palabras la hizo retroceder y a punto estuvo de tropezar con un sillón que había delante de su escritorio. Con piernas flojas se dejó caer en el sillón.Se preguntó cómo podía Pedro creer eso.¡En particular cuando jamás había dejado de creer en él!Cinco días después de la última conversación telefónica que habían mantenido, e incapaz de contactar otra vez, había hecho sonar la alarma. Habían necesitado trece días más para que los canales oficiales le respondieran que Pedro ya no se hallaba en Grecia. Había entrado en Irak hacía dos semanas por la frontera de Kuwait y se había registrado en un hotel destrozado por los combates, que en el pasado había sido el preferido de los hombres de negocios que iban a Bagdad. Nadie sabía adonde había ido después de pagar la cuenta y dejar el hotel unos días más tarde.No le había quedado más opción que esperar. Había imaginado todas las excusas habidas y por haber en su nombre, pero el tiempo había pasado y no recibía noticias de él. Ante los hombres de traje negro que se habían materializado en su lugar de trabajo, Paula había insistido en que la visita de su marido a Irak no tenía nada de sospechoso; después de todo, Pedro se ganaba la vida con las antigüedades. Pero había sido exasperante reconocer que no le había mencionado la intención que albergaba de atravesar la frontera iraquí y decidió no contarle a los visitantes la discusión que habían mantenido la penúltima vez que había hablado con él. En cuanto los hombres de negro dejaron de hostigarla, siguiendo el consejo de su padre y recurriendo a los amplios contactos que poseía, había contratado a una firma de investigadores para encargarle que localizara a su marido desaparecido.Ni por un minuto había dejado de pensar en él. Hasta los dos relojes idénticos que tenía en la pared de su despacho lo atestiguaban: uno con la hora local y el otro con la de Bagdad. Quería recuperar a su marido. Quería respuestas reales, no especulaciones de que la había dejado por otra mujer, la primera teoría planteada por los investigadores. La noticia del espantoso descubrimiento del todoterreno calcinado en el desierto la había aterrado. Pero con obstinación se había aferrado a la creencia de que su corazón habría sabido si Pedro estaba muerto. Había exigido pruebas irrefutables. Cuando nueve meses atrás le habían llevado la alianza nupcial de Pedro, se había quedado destrozada, sus sueños pulverizados y sus esperanzas carbonizadas.La idea de un bebé se había convertido en un cabo a la cordura. Quedar embarazada le había devuelto la vida. No la que había esperado compartir con Pedro , pero sí algo mejor que la desesperanza que la había dominado. Pero en ese momento él estaba ahí, acusándola de haberlo olvidado. En vez de tomarla en brazos, se comportaba como el mayor canalla del mundo. Y no mostraba señal de querer escuchar. Movió la cabeza. Pedro rió... un sonido áspero y rechinante que nunca antes le había oído.
—¿No tienes nada más que decir? Qué desgracia para tí que no siguiera muerto —la mirada verde se había tomado gélida.
Hundida en el sillón, a Paula le dolía todo el cuerpo. Los pies. La cabeza. El corazón.
—Puedo explicarte...
Él reculó.
—¡No necesito tus explicaciones! —la miró desde lo alto de su metro ochenta y cinco de altura—. Resulta fácil ver qué sucedió. Dime, ¿Quién es el afortunado?
—¿Quieres dejar de interrumpirme? —alzó la voz y luego atemperó el tono—. Siempre hablamos acerca de tener una familia...
—Nuestra familia. No el bastardo de otro hombre.
—¡Pedro, espera! —se puso de pie y alargó las manos hacia él antes de dejarlas caer de nuevo a los costados debido a la frialdad que recibió de su marido—. Por favor, escucha...
—¿Qué sentido tiene esperar? —la miró con desdén... y algo más...¿Decepción?
La falta de fe de él le dolía. Se merecía una oportunidad para ofrecer una explicación y no dudaba de que una vez que se calmara, él escucharía. Pedro podía tener una reputación peligrosa, pero la amaba. ¿O ya no? Experimentó la primera sombra de duda. Siempre había imaginado que debería haber sucedido algo terrible para mantenerlo lejos tanto tiempo. Una accidente. Amnesia. Un traumatismo que lo empujara a no querer verla en semejante estado. Pero ahí lo tenía, arrebatador con el esmoquin y la camisa negra, el cuerpo incluso mejor tonificado que cuatro años atrás, algo difícil de superar. El sol le había dejado la piel bronceada y el contraste con sus ojos verdes resultaba devastador. Irradiaba un aura nueva de peligro temerario que le aceleraba el corazón.Sin embargo, tuvo que reconocer que todo de negro parecía el diablo encarnado. Sin dejar de mirarlo, se descalzó, brindándole aún más ventaja que la que poseía.
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