martes, 9 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 5

Alzó la cabeza y con expresión acusadora taladró esos ojos verdes.

—¡Estás embarazada!

Paula supo en el acto lo que debería parecer.

—No es lo que crees —alzó  las  manos  para  enmarcar  la  cara  amada  de  Pedro— ¿Recuerdas cómo nosotros...?

—Desde luego, no tardaste mucho en encontrar a otro.

Esa acusación la sacudió. Pedro se había puesto tenso. En la quietud de  su  despacho,  lo  miró  conmocionada  al  asimilar  esas  palabras  terribles. No había otro.

—Yo no...

—Cállate —rugió él.

—Aguarda un momento...

La voz se le cortó cuando las manos de él le aprisionaron las muñecas. Le apartó los dedos de su cara con desagrado palpable.

—No tardaste mucho en aceptar que estaba muerto... ¿O fue el típico corazón que no ve, corazón que no siente?

La injusticia de esas palabras la hizo retroceder y a punto estuvo de tropezar con un sillón que había delante de su escritorio. Con piernas flojas se dejó caer en el sillón.Se preguntó cómo podía Pedro creer eso.¡En particular cuando jamás había dejado de creer en él!Cinco  días  después  de  la  última  conversación  telefónica que  habían  mantenido,  e  incapaz  de  contactar  otra  vez, había  hecho sonar  la  alarma.  Habían  necesitado  trece  días más para que los canales oficiales le respondieran que Pedro ya no se hallaba en Grecia. Había entrado en Irak hacía dos semanas por la frontera de Kuwait y se había registrado  en  un  hotel  destrozado  por  los  combates,  que  en  el  pasado  había  sido  el  preferido  de  los  hombres  de  negocios que iban a Bagdad.  Nadie  sabía  adonde  había  ido después de pagar la cuenta y dejar el hotel unos días más tarde.No  le  había  quedado  más  opción  que  esperar.  Había  imaginado  todas  las  excusas  habidas  y  por  haber  en  su  nombre,  pero  el  tiempo  había  pasado  y  no  recibía  noticias  de él. Ante los hombres de traje negro que se habían materializado en su lugar de trabajo, Paula había insistido en que la visita de su marido a Irak no tenía nada de sospechoso; después  de  todo,  Pedro se  ganaba  la  vida  con  las  antigüedades.  Pero  había  sido  exasperante  reconocer  que  no  le  había  mencionado  la  intención  que  albergaba  de  atravesar la frontera iraquí y decidió no contarle a los visitantes la discusión que habían mantenido la penúltima vez que había hablado con él. En  cuanto los  hombres  de  negro dejaron  de hostigarla,  siguiendo  el  consejo  de  su padre y recurriendo a los amplios contactos que poseía, había contratado a una firma de investigadores para encargarle que localizara a su marido desaparecido.Ni por un minuto había dejado de pensar en él. Hasta los dos relojes idénticos que tenía en la pared de su despacho lo atestiguaban: uno con la hora local y el otro con la de Bagdad. Quería recuperar a su marido. Quería respuestas reales, no especulaciones de   que   la   había dejado por otra mujer,   la   primera  teoría   planteada  por  los  investigadores.  La noticia  del  espantoso  descubrimiento  del  todoterreno  calcinado  en  el  desierto  la  había  aterrado.  Pero  con  obstinación  se  había  aferrado  a  la  creencia  de  que   su   corazón habría sabido  si Pedro estaba  muerto.   Había  exigido  pruebas   irrefutables. Cuando nueve  meses  atrás  le  habían  llevado  la  alianza  nupcial  de  Pedro,  se había  quedado destrozada, sus sueños pulverizados y sus esperanzas carbonizadas.La idea de un bebé se había convertido en un cabo a la cordura. Quedar embarazada le había devuelto la vida. No la que había esperado compartir con Pedro , pero sí algo mejor que la desesperanza que la había dominado. Pero  en  ese  momento  él  estaba  ahí,  acusándola  de  haberlo  olvidado.  En  vez de  tomarla  en  brazos,  se  comportaba  como  el  mayor  canalla  del  mundo.  Y  no  mostraba señal de querer escuchar. Movió la cabeza. Pedro rió... un sonido áspero y rechinante que nunca antes le había oído.

—¿No tienes nada más que decir? Qué desgracia para tí que no siguiera muerto —la mirada verde se había tomado gélida.

Hundida en el sillón, a Paula le dolía todo el cuerpo. Los pies. La cabeza. El corazón.

—Puedo explicarte...

Él reculó.

—¡No  necesito  tus  explicaciones!  —la  miró  desde  lo  alto  de  su  metro  ochenta  y  cinco de altura—. Resulta fácil ver qué sucedió. Dime, ¿Quién es el afortunado?

—¿Quieres  dejar  de  interrumpirme?  —alzó  la voz  y  luego  atemperó  el  tono—. Siempre hablamos acerca de tener una familia...

—Nuestra familia. No el bastardo de otro hombre.

—¡Pedro, espera!  —se  puso  de  pie  y  alargó  las  manos  hacia  él  antes  de  dejarlas  caer de nuevo a los costados debido a la frialdad que recibió de su marido—. Por favor, escucha...

—¿Qué sentido tiene esperar? —la miró con desdén... y algo más...¿Decepción?

La falta  de  fe  de  él  le  dolía.  Se  merecía  una  oportunidad  para  ofrecer  una  explicación  y  no dudaba  de  que  una  vez  que  se  calmara,  él  escucharía.  Pedro podía  tener una reputación peligrosa, pero la amaba. ¿O ya no? Experimentó  la  primera  sombra  de  duda.  Siempre  había  imaginado  que  debería  haber  sucedido  algo  terrible  para  mantenerlo  lejos  tanto  tiempo.  Una  accidente.  Amnesia. Un traumatismo que lo empujara a no querer verla en semejante estado. Pero ahí lo tenía, arrebatador con el esmoquin y la camisa negra, el cuerpo incluso mejor tonificado que cuatro años atrás, algo difícil de superar. El sol le había dejado la piel  bronceada  y  el  contraste  con  sus  ojos  verdes  resultaba  devastador. Irradiaba  un  aura nueva de peligro temerario que le aceleraba el corazón.Sin embargo, tuvo que reconocer que todo de negro parecía el diablo encarnado. Sin dejar de mirarlo, se descalzó, brindándole aún más ventaja que la que poseía.

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