Su insensibilidad hizo que se pusiera rígida.
—No hay ninguna prueba de eso.
—Viste fotografías de una mujer joven y hermosa que no podía quitarle las manos de encima —emitió un bufido de disgusto—. ¿Qué más necesitas? Engáñate todo lo que quieras, pero en algún momento tendrás que enfrentarte a la verdad.
Sintió que la atravesaba un aguijonazo de celos.
—Papá, los mismos investigadores dijeron que Pedro había muerto en un accidente de coche y que los lugareños habían confirmado que su cuerpo había sido arrojado a una fosa común. Es evidente que también se equivocaron con eso —sin embargo, en ese momento el mismo Pedro le había causado dudas...
—Pequeña... —con incomodidad, su padre apoyó una mano encima de la suya— lamento mucho que tengas que pasar por esto, que tengas que revivir toda la desdicha...
Sintió lágrimas en las comisuras de los ojos e intentó convencerse de que eran lágrimas de felicidad porque Pedro estuviera vivo, pero después de la escena anterior que habían tenido, sospechaba que el futuro le deparaba un camino rocoso y con obstáculos. Miguel le apretó la mano y la estudió.
—¿Qué hacía tu madre en el museo?
Paula giró la cabeza con brusquedad.
—¿Estuvo allí? No la ví.
—¿No la invitaste tú?
—¡No! Jamás haría eso sin hablarlo primero contigo.
La expresión sombría en la boca de su padre se relajó un poco.
—Bien. Le dije que se marchara.
Paula luchó por hacer caso omiso de la sensación que tenía en el estómago provocada por la noticia de su madre. De inmediato, se dijo que ya no era la niña de diez años a la que había abandonado.Había sido un día largo y le dolían los pies. El día siguiente sería diferente. Mejor. Pedro habría tenido la oportunidad de superar la conmoción inicial. Hablarían. Le explicaría por qué el bebé era tan importante para ella.Y lo entendería. Aunque con la vista clavada en el exterior oscuro a través de la ventanilla, por primera vez, en su mente aleteó la idea de que tal vez no lo hiciera.
A la mañana siguiente, Pedro entró en el Museo de Antigüedades lleno de frustración. Subió las escaleras de dos en dos peldaños. Las puertas de cristal que daban a la zona ejecutiva se abrieron ante él, así que continuó hasta llegar a la puerta de cristal del despacho de Paula. Podía verla hablar por teléfono y escribir en un blog. Lo invadió la suspicacia y se preguntó si estaría hablando con su amante, el padre del hijo que esperaba. Se relajó un poco al ver que su postura no era coqueta. Empujó la puerta y aunque no hizo ningún ruido, al instante, los ojos de ella se clavaron en él y la tensión llenó el amplio espacio.
—He de dejarte —murmuró ella al auricular—. Hablamos luego, cariño.
Una amiga. Ninguna mujer llamaba a su amante cariño. Apaciguada su desconfianza, miró alrededor del despacho nuevo de su esposa. Libros de arte, una alfombra mullida, un moderno sillón LeCorbusier. Se acercó al ventanal y contempló el patio de abajo, lleno de estatuas.
—Muy agradable —alabó.
—Gracias. Llevo aquí tres años y me sigue gustando.
Tres años. Entonces, no había habido nada parecido a un nuevo ascenso. Resaltaba cuánto se había perdido de la vida de Paula. Había sido unos tres años atrás cuando sus captores se habían puesto nerviosos. En mitad de la noche habían llegado vehículos al campamento y se habían producido las reuniones. Pero él había oído las discusiones, la voz de Akam resonando por encima de las demás. Unas noches después, lo habían despertado y metido en un coche, con un guardia a cada lado y Akam, como líder del grupo, sentado al lado del conductor, con una AK—47 apoyada en el regazo. El viaje había sido tenso, pero no habían sufrido bloqueo alguno ni habían visto a ningún soldado de la coalición. El emplazamiento del nuevo campamento había estado más desierto adentro, con el asentamiento más próximo a una hora de distancia. En los días siguientes, la disposición de Akam había sido cada vez más volátil y Pedro había sabido que cualquier esperanza de fuga, o de rescate, se había reducido aún más. A partir de entonces habían trasladado el campamento de manera regular... pero había existido una ventaja: a él solo lo habían encerrado por la noche, mientras los demás dormían. Durante el día, se le había permitido la libertad de los campamentos desérticos. Eso le había salvado la cordura.
—Estoy segura de que no has venido a admirar las vistas, Pedro. ¿Qué haces aquí?
La voz de Paula interrumpió los recuerdos desagradables de calor, polvo y sordidez.Giró en redondo y se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros. Clea se había puesto de pie y rodeaba el escritorio.
—Esta mañana pasé por mis oficinas... o las que solían serlo. Hay un ejército de contables en el espacio que era mío. ¿Dónde están mi secretaria y mi personal?Clea se quedó quieta.
—Lo siento, Pedro. Tuve que dejar que tu personal se marchara. El negocio no podía funcionar sin tu pericia.
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