jueves, 4 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 1

La fotografía lo sellaba.En el periódico que Pedro Alfonso había comprado en el Aeropuerto International JFK a su regreso a los Estados Unidos había un artículo de la gala de etiqueta de esa noche por la inauguración de la exposición en el museo. Pero era la foto de Clea de pie junto a  una  estatua  de  un  tigre de  piedra  la  que había  hecho que se le parara  el  corazón.  Habían pasado  cuatro  años  desde  la  última  vez  que  viera  a  su  esposa,  y  estaba más  hermosa que nunca. El cabello negro, los ojos enormes y verdes. Había esperado demasiado tiempo como para dejar que el hecho de que no tuviera una invitación lo mantuviera alejado de ella.Y  dos  horas  después,  cerraba  la  puerta  del  taxi  amarillo  que  lo  había  llevado a  la  Milla de  los  Museos  de  Manhattan.  Se centró  en  el  Museo  de  Antigüedades  que  se  alzaba ante él. Paula estaba ahí...Un  guardia  uniformado,  casi  tan  ancho  como  alto,  bloqueaba  la  entrada  y  el  escrutinio al que lo sometió le recordó que en su premura por ver a Paula aún tenía que ponerse la chaqueta del esmoquin de alquiler que llevaba doblada al brazo.Hizo una mueca irónica al imaginar lo que el hombre habría pensado de saber que durante casi cuatro años solo había usado un viejo traje de fajina.La impaciencia y la expectación crecieron aún más, mientras el anhelo de verla, de abrazarla y besarla, lo consumía.Se dirigió hacia las puertas de cristal mientras se ponía la chaqueta. Se acomodó el cuello  y  se  alisó  las  solapas  de  satén  con  las  yemas  de  dedos  encallecidas  y  con  cicatrices.  Mientras  el  guardia  de  seguridad  examinaba  las  invitaciones  del  grupo  que  tenía  delante,  él  se  pegó  a  los  últimos  integrantes.  Para  su  alivio,  el  hombre  le  indicó  que pasara con los demás.Había superado la primera barrera.Sólo le quedaba encontrar a Paula ...A Pedro le habría encantado el tigre.

Como siempre, la visión de la figura de piedra dejó pasmada a Paula. El ruido que la rodeaba  se  desvaneció  mientras  estudiaba  al  poderoso  felino.  Creado  por  un  tallador  sumerio en un pasado muy remoto, el poder contenido de la pieza la alcanzaba en un plano primigenio que no lograba explicar.Sin ninguna duda a Brand le habría encantado. Eso había sido lo primero que había pensado al avistar al felino de tamaño medio a uno real dieciocho meses atrás... y que debería tenerlo. Convencer a Ariel Daley, el conservador jefe del museo, y a la junta de adquisiciones,  de  que  lo  compraran  había  requerido  pericia.  El  gasto  de  la  operación  había sido considerable. Pero la estatua había demostrado ser un imán para el público.Y  en  su  mente  se  hallaba  inexorablemente  unida  a  Pedro,  cumpliendo  el  papel  de  recordatorio diario de su marido. Su difunto marido.

—¿Paula?

La voz  que  interrumpió  sus  pensamientos  era  más  suave  que  los  tonos  roncos  y  aterciopelados de Pedro. Era la de Fernando...

Su  marido  estaba  muerto.  Arrojado  sin  honores  a  una  fosa  común  en  el  caliente  y  seco  desierto  de  Irak.  Años  de  preguntas  interminables,  de  plegarias  desesperadas  y  destellos  diarios  de  esperanza  finalmente  se  habían  acabado  nueve  meses  atrás  de  forma irrevocable y de la manera menos propicia.Pero nunca sería olvidado. Paula se había jurado que se aseguraría de ello.Con  decisión  desterró  el  manto  de  melancolía  y  le  dió  la  espalda  a  la  estatua  para  encarar al socio de su padre y amigo más antiguo de ella.—¿Sí, Fernando?

Fernando Hall-Lewis apoyó las manos en sus hombros y la miró.

—¿Sí? Es la palabra que llevo mucho tiempo esperando oírte decir.El  tono  juguetón  hizo  que  Clea  pusiera  los  ojos  en  blanco.  Cuánto  deseaba  que  se  cansara  del  juego  en  que  había  convertido  el  matrimonio  que  habían  pactado  sus  padres entre ellos hacía más de dos décadas.

—Ahora no, Fernando—como si fuera una cuña, sonó su teléfono móvil. Aliviada, sacó el  aparato  del  bolso  y  miró  el  número—.  Es  papá.

Como  presidente  de  la  junta  de  administración  del  museo,  Miguel Chaves le  había  estado  ofreciendo  un  recorrido  privado a posibles patrocinadores.Después de escuchar a su padre unos momentos, colgó y le dijo a Fernando:

—Ha terminado el recorrido y ha conseguido más fondos. Quiere que nos reunamos con él.

—Cambias de tema   —las  manos de Fernando apretaron  momentáneamente   sus   hombros desnudos—. Un día te convenceré de que te cases conmigo. Y ese será el día en que comprendas lo que te has estado perdiendo todos estos años.

Paula retrocedió, necesitada de establecer distancia con él.

—Oh, Fernando, esa broma perdió su gracia hace mucho tiempo.

El humor se evaporó de la cara de él.

—¿Tan repulsiva te resulta la idea de casarte conmigo?

La  expresión  alicaída  de  él  le  potenció  el  sentimiento  de  culpabilidad.  Habían  crecido  juntos.  Sus  padres  habían  sido  amigos  íntimos;  en  todas  las  cuestiones  que  importaban,  Fernando era  el  hermano  que  jamás  había  tenido.  ¿Por  qué era  incapaz  de  comprender  que  lo  necesitaba  de  esa  manera,  no  como  el  marido  cuyo  papel  sus  padres habían elegido décadas atrás?Con gentileza, le tocó el brazo.

—Oh, Fernando, tú eres mi mejor amigo, te quiero muchísimo...

—Percibo un pero.

Un pero grande, alto, moreno y desgarradoramente ausente. Pedro...

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