La fotografía lo sellaba.En el periódico que Pedro Alfonso había comprado en el Aeropuerto International JFK a su regreso a los Estados Unidos había un artículo de la gala de etiqueta de esa noche por la inauguración de la exposición en el museo. Pero era la foto de Clea de pie junto a una estatua de un tigre de piedra la que había hecho que se le parara el corazón. Habían pasado cuatro años desde la última vez que viera a su esposa, y estaba más hermosa que nunca. El cabello negro, los ojos enormes y verdes. Había esperado demasiado tiempo como para dejar que el hecho de que no tuviera una invitación lo mantuviera alejado de ella.Y dos horas después, cerraba la puerta del taxi amarillo que lo había llevado a la Milla de los Museos de Manhattan. Se centró en el Museo de Antigüedades que se alzaba ante él. Paula estaba ahí...Un guardia uniformado, casi tan ancho como alto, bloqueaba la entrada y el escrutinio al que lo sometió le recordó que en su premura por ver a Paula aún tenía que ponerse la chaqueta del esmoquin de alquiler que llevaba doblada al brazo.Hizo una mueca irónica al imaginar lo que el hombre habría pensado de saber que durante casi cuatro años solo había usado un viejo traje de fajina.La impaciencia y la expectación crecieron aún más, mientras el anhelo de verla, de abrazarla y besarla, lo consumía.Se dirigió hacia las puertas de cristal mientras se ponía la chaqueta. Se acomodó el cuello y se alisó las solapas de satén con las yemas de dedos encallecidas y con cicatrices. Mientras el guardia de seguridad examinaba las invitaciones del grupo que tenía delante, él se pegó a los últimos integrantes. Para su alivio, el hombre le indicó que pasara con los demás.Había superado la primera barrera.Sólo le quedaba encontrar a Paula ...A Pedro le habría encantado el tigre.
Como siempre, la visión de la figura de piedra dejó pasmada a Paula. El ruido que la rodeaba se desvaneció mientras estudiaba al poderoso felino. Creado por un tallador sumerio en un pasado muy remoto, el poder contenido de la pieza la alcanzaba en un plano primigenio que no lograba explicar.Sin ninguna duda a Brand le habría encantado. Eso había sido lo primero que había pensado al avistar al felino de tamaño medio a uno real dieciocho meses atrás... y que debería tenerlo. Convencer a Ariel Daley, el conservador jefe del museo, y a la junta de adquisiciones, de que lo compraran había requerido pericia. El gasto de la operación había sido considerable. Pero la estatua había demostrado ser un imán para el público.Y en su mente se hallaba inexorablemente unida a Pedro, cumpliendo el papel de recordatorio diario de su marido. Su difunto marido.
—¿Paula?
La voz que interrumpió sus pensamientos era más suave que los tonos roncos y aterciopelados de Pedro. Era la de Fernando...
Su marido estaba muerto. Arrojado sin honores a una fosa común en el caliente y seco desierto de Irak. Años de preguntas interminables, de plegarias desesperadas y destellos diarios de esperanza finalmente se habían acabado nueve meses atrás de forma irrevocable y de la manera menos propicia.Pero nunca sería olvidado. Paula se había jurado que se aseguraría de ello.Con decisión desterró el manto de melancolía y le dió la espalda a la estatua para encarar al socio de su padre y amigo más antiguo de ella.—¿Sí, Fernando?
Fernando Hall-Lewis apoyó las manos en sus hombros y la miró.
—¿Sí? Es la palabra que llevo mucho tiempo esperando oírte decir.El tono juguetón hizo que Clea pusiera los ojos en blanco. Cuánto deseaba que se cansara del juego en que había convertido el matrimonio que habían pactado sus padres entre ellos hacía más de dos décadas.
—Ahora no, Fernando—como si fuera una cuña, sonó su teléfono móvil. Aliviada, sacó el aparato del bolso y miró el número—. Es papá.
Como presidente de la junta de administración del museo, Miguel Chaves le había estado ofreciendo un recorrido privado a posibles patrocinadores.Después de escuchar a su padre unos momentos, colgó y le dijo a Fernando:
—Ha terminado el recorrido y ha conseguido más fondos. Quiere que nos reunamos con él.
—Cambias de tema —las manos de Fernando apretaron momentáneamente sus hombros desnudos—. Un día te convenceré de que te cases conmigo. Y ese será el día en que comprendas lo que te has estado perdiendo todos estos años.
Paula retrocedió, necesitada de establecer distancia con él.
—Oh, Fernando, esa broma perdió su gracia hace mucho tiempo.
El humor se evaporó de la cara de él.
—¿Tan repulsiva te resulta la idea de casarte conmigo?
La expresión alicaída de él le potenció el sentimiento de culpabilidad. Habían crecido juntos. Sus padres habían sido amigos íntimos; en todas las cuestiones que importaban, Fernando era el hermano que jamás había tenido. ¿Por qué era incapaz de comprender que lo necesitaba de esa manera, no como el marido cuyo papel sus padres habían elegido décadas atrás?Con gentileza, le tocó el brazo.
—Oh, Fernando, tú eres mi mejor amigo, te quiero muchísimo...
—Percibo un pero.
Un pero grande, alto, moreno y desgarradoramente ausente. Pedro...
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