Llegó a la conclusión de que su traidora esposa había tomado la decisión de erradicar todo rastro de él.La ira hirvió en sus entrañas. Al menos eso lo podía controlar.Lo que no podía permitir era que ella presenciara su vulnerabilidad... Lo expuesto que se sentía. Había tenido años de práctica en el empleo de una máscara de reserva impenetrable y en ocultar toda emoción, incluido el dolor. Aprovechándose de eso, respiró hondo y se tomó tiempo en examinarla. El vestido ceñido constreñía sus pechos plenos, que subían y bajaban con cada respiración que daba. Habría jurado que la respiración se le aceleraba al verse sujeta a ese escrutinio.La fuerza de voluntad lo frenó de bajar al estómago levemente hinchado. La mera idea del embarazo lo seguía aturdiendo. Paula fruncía el ceño.
—¿Qué quieres, Pedro?
Resistió el impulso descabellado de decir... a tí.
—También he ido al banco.
El empleado ni siquiera había querido hablar con él. Para su desconcierto, había sido escoltado hasta la puerta por unos empleados de seguridad. En el pasado, los banqueros se habían desvivido por asegurarse sus negocios. La experiencia de ese día había sido una sacudida brusca. Miró a su esposa lleno de frustración.
—Han congelado mis cuentas. Todas. Al parecer tú lo ordenaste. De modo que supongo que el banco necesita tu autorización para volver a activarlas —lo crispaba saber que necesitaba de Paula.
Ella se inclinó sobre el escritorio y se puso a buscar en una caja que contenía tarjetas comerciales. El vestido de algodón negro se tensaba sobre las hermosas nalgas de su trasero.La oleada ardiente de deseo fue imprevista. Juró para sus adentros, atónito al descubrir lo mucho que todavía lo excitaba su esposa embarazada.
—Ah, aquí está —dijo al encontrar la tarjeta que buscaba.
Acercó la agenda, fue a la página indicada y alargó la mano hacia el teléfono.
—¿Qué haces? —demandó él.
—Llamar para establecer una cita para ir los dos al banco mañana.
—Mañana, no. Hoy —insistió Pedro.
—No puedo...
Él avanzó un paso y se situó justo detrás de ella.
—Quiero que esto quede resuelto hoy. Así que haz un hueco en tu agenda.
Paula dejó el auricular.
—Invadir mi espacio personal no va a ayudar. Hoy, no puedo —clavó un dedo en la agenda—. Faltan tres semanas para el festival del museo.
El teléfono eligió ese momento para sonar. Paula fue a contestar, pero la mano de Pedro se cerró sobre la suya, impidiéndoselo. La llamada cesó de golpe. Ella miró el identificador de la pantalla, luego habló por encima del hombro.
—¡Era mi jefe!
—Es una pena.
Paula soltó un suspiro impaciente.
—No me fastidies esto.
Ella había cambiado.Y empezaba a comprender el alcance de dicho cambio. A pesar del hecho de que no había dedicado los últimos años a esperarlo, aún había esperado que lo antepusiera a todo lo demás. Llevaba ausente cuatro años. Empezaba a quedar claro con bastante rapidez que él ya no era el centro de su universo. Pero la bola de ardiente amargura que tenía en la boca del estómago no iba a traer de vuelta a la Paula, por la que había vivido cada minuto de cuatro años infernales.Pero atosigarla no ayudaba su causa. De modo que se apoyó en los talones, enarcó unas cejas burlonas y se afanó en buscar alguna señal que le mostrara que a ella todavía le importaba.
—¿Desde cuándo pedirte ayuda se ha vuelto sinónimo de fastidiar algo?
Los ojos de ella mostraron tensión.
—Estoy más que contenta de ayudarte... haré las llamadas y sacaré tiempo libre mañana. Pero si solo has venido a ejecutar juegos de poder, entonces me temo que tendrás que marcharte. Tengo material que repasar para un folleto que debe estar en la imprenta en unas horas —señaló la pila de libros que había en el suelo—. No puede esperar.
Mostraba una dignidad dolida y le costó contenerse de tomarla en brazos. La negativa de ella a responder al instante a sus necesidades lo había puesto a la defensiva.
—Yo también estoy comprobando cosas. Todos los modos en que has cambiado.
—Como te plazca —apartó la vista—. Pero eso no modificará el hecho de que tengo que realizar un trabajo.
Siguió su mirada hacia la página en la que había estado concentrada cuando él entró. Corazones. Había estado dibujando corazones. Quizá sí había estado hablando con su amante. Se tragó la bilis y avanzó hasta que sus muslos enfundados en vaqueros le rozaron el trasero. En algún rincón de su mente sabía que se estaba comportando como un imbécil, pero no podía evitarlo. No podía parar de tratar de provocar una reacción, una muestra de emoción espontánea. La suavidad de ella contra su cadera y sus muslos le cortó el aliento.¡Y esa fragancia dulce...!En ese momento la adrenalina lo atravesó como un relámpago. Bajó la cabeza y murmuró sobre su nuca:
—¿Estás demasiado ocupada para esto?
Ella giró y sus ojos se clavaron en los del otro. A pesar del crepitar que imperaba en el aire, los de Paula estaban fríos y distantes.
—Anoche dijiste que todo se había terminado.
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