jueves, 11 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 11

Llegó  a  la  conclusión  de  que  su  traidora  esposa  había  tomado  la  decisión  de  erradicar todo rastro de él.La ira hirvió en sus entrañas. Al menos eso lo podía controlar.Lo  que  no  podía  permitir  era  que  ella  presenciara  su  vulnerabilidad...  Lo  expuesto  que se sentía. Había tenido años de práctica en el empleo de una máscara de reserva impenetrable  y  en  ocultar  toda  emoción,  incluido  el  dolor.  Aprovechándose  de  eso,  respiró  hondo  y  se  tomó  tiempo  en  examinarla.  El  vestido  ceñido  constreñía  sus  pechos plenos, que subían y bajaban con cada respiración que daba. Habría jurado que la respiración se le aceleraba al verse sujeta a ese escrutinio.La  fuerza  de  voluntad  lo  frenó  de  bajar  al  estómago  levemente  hinchado.  La  mera  idea del embarazo lo seguía aturdiendo. Paula  fruncía el ceño.

—¿Qué quieres, Pedro?

Resistió el impulso descabellado de decir... a tí.

—También he ido al banco.

El  empleado  ni  siquiera había querido  hablar  con  él.  Para  su  desconcierto,  había  sido  escoltado  hasta  la  puerta  por  unos  empleados  de  seguridad.  En  el  pasado,  los  banqueros se habían desvivido por asegurarse sus negocios. La experiencia de ese día había sido una sacudida brusca. Miró a su esposa lleno de frustración.

—Han  congelado  mis  cuentas.  Todas.  Al  parecer tú  lo  ordenaste.  De  modo  que  supongo  que  el  banco  necesita  tu  autorización  para  volver  a  activarlas  —lo  crispaba  saber que necesitaba de Paula.

Ella se inclinó  sobre  el  escritorio  y  se  puso  a  buscar  en  una  caja  que  contenía  tarjetas comerciales. El vestido de algodón negro se tensaba sobre las hermosas nalgas de su trasero.La  oleada  ardiente  de  deseo  fue  imprevista.  Juró  para  sus  adentros,  atónito  al  descubrir lo mucho que todavía lo excitaba su esposa embarazada.

—Ah, aquí está —dijo al encontrar la tarjeta que buscaba.

Acercó la agenda, fue a la página indicada y alargó la mano hacia el teléfono.

—¿Qué haces? —demandó él.

—Llamar para establecer una cita para ir los dos al banco mañana.

—Mañana, no. Hoy —insistió Pedro.

—No puedo...

Él avanzó un paso y se situó justo detrás de ella.

—Quiero que esto quede resuelto hoy. Así que haz un hueco en tu agenda.

Paula dejó el auricular.

—Invadir mi espacio personal no va a ayudar. Hoy, no puedo —clavó un dedo en la agenda—. Faltan tres semanas para el festival del museo.

El  teléfono eligió  ese  momento para  sonar.  Paula fue  a  contestar,  pero  la  mano  de  Pedro se cerró sobre la suya, impidiéndoselo. La  llamada  cesó  de  golpe.  Ella miró  el  identificador  de  la  pantalla,  luego  habló  por  encima del hombro.

—¡Era mi jefe!

—Es una pena.

Paula soltó un suspiro impaciente.

—No me fastidies esto.

Ella había cambiado.Y empezaba a comprender el alcance de dicho cambio. A pesar del hecho de que no había dedicado los últimos años a esperarlo, aún había esperado que lo antepusiera a todo  lo  demás.  Llevaba  ausente  cuatro  años.  Empezaba  a  quedar  claro  con  bastante  rapidez  que  él  ya  no era  el  centro de su universo.  Pero  la  bola  de  ardiente  amargura  que tenía en la boca del estómago no iba a traer de vuelta a la Paula, por la que había vivido cada minuto de cuatro años infernales.Pero atosigarla no ayudaba su causa. De  modo  que  se  apoyó  en  los  talones,  enarcó  unas  cejas  burlonas  y  se  afanó  en  buscar alguna señal que le mostrara que a ella todavía le importaba.

—¿Desde cuándo pedirte ayuda se ha vuelto sinónimo de fastidiar algo?

Los ojos de ella mostraron tensión.

—Estoy más que  contenta de ayudarte...  haré las llamadas  y  sacaré  tiempo  libre  mañana.  Pero  si  solo  has  venido  a  ejecutar  juegos  de  poder,  entonces  me  temo  que  tendrás que marcharte. Tengo material que repasar para un folleto que debe estar en la imprenta en unas horas —señaló la pila de libros que había en el suelo—. No puede esperar.

Mostraba una  dignidad dolida  y  le  costó  contenerse  de  tomarla  en  brazos.  La  negativa  de  ella  a  responder  al  instante  a  sus  necesidades  lo  había  puesto  a  la  defensiva.

—Yo también estoy comprobando cosas. Todos los modos en que has cambiado.

—Como te plazca —apartó la vista—. Pero eso no modificará el hecho de que tengo que realizar un trabajo.

Siguió  su  mirada  hacia  la  página  en  la  que  había  estado  concentrada  cuando  él  entró. Corazones.  Había  estado  dibujando corazones.  Quizá  sí  había  estado  hablando  con su amante. Se tragó la bilis y avanzó hasta que sus muslos enfundados en vaqueros le rozaron el  trasero.  En  algún  rincón  de  su  mente  sabía  que  se  estaba  comportando  como  un  imbécil, pero no podía evitarlo. No podía parar de tratar de provocar una reacción, una muestra de emoción espontánea. La suavidad de ella contra su cadera y sus muslos le cortó el aliento.¡Y esa fragancia dulce...!En  ese  momento  la  adrenalina  lo  atravesó  como  un  relámpago.  Bajó  la  cabeza  y  murmuró sobre su nuca:

—¿Estás demasiado ocupada para esto?

Ella giró y sus ojos se clavaron en los del otro. A pesar del crepitar que imperaba en el aire, los de Paula estaban fríos y distantes.

—Anoche dijiste que todo se había terminado.

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