No le había quedado otra cosa que completar las diligencias legales.El tribunal aceptó lo que su padre, el equipo de detectives privados y los abogados llamaron fríamente «los hechos», y emitió un dictamen confirmando la muerte de Pedro al tiempo que autorizaba que se emitiera un certificado de defunción.El día que lo recibió, el corazón se le había hecho añicos. Las facciones familiares de Fernando se tomaron borrosas por las lágrimas que empañaban su visión. Pero entre las cenizas de la desesperación había encontrado un modo de combatir su soledad...
—Veo que te he alterado —Fernando se mostró más desdichado que nunca—. Nunca fue esa mi intención.
—No eres tú —parpadeó con furia. ¿Cómo explicarle que todo la hacía llorar? El médico le había dicho que era normal y que pasaría—. Soy yo.
Fernando miró rápidamente alrededor antes de decir con valor:
—Puedes llorar en mi hombro siempre que quieras.
—He agotado el llanto —le dolía la garganta—. Sé, y acepto, que Pedro está muerto. Sé que he de continuar. Todo va a ir bien —si se repetía eso a menudo, algún día terminaría por creerlo. Y añadió—: Y tengo algo por lo que vivir.
En el vestíbulo del Museo de Antigüedades, Pedro se detuvo y miró alrededor. Lo veía distinto desde la última vez que había estado allí... y al mismo tiempo muy familiar.Todo se había modernizado, desde el suelo, que en ese momento era de un mármol lustroso, hasta la escalera curva con una tallada balaustrada de bronce y una mullida alfombra.El lugar se había convertido en un centro sofisticado y acogedor tal como Paula lo había bosquejado una nevada noche de invierno ante la chimenea de su hogar. Pedro había escuchado mientras ella le exponía cómo el museo podía convertirse en una de las colecciones más estimulantes de tesoros antiguos de Nueva York.Avanzó despacio.Buscó entre los grupos de gente elegante y bien vestida.¿Dónde estaba su esposa?Con el corazón martilleándole en el pecho, continuó su avance en dirección hacia la escalera espectacular que conducía a las galerías superiores de la primera planta. Estaba ansioso por volver a ver el modo en que esos increíbles ojos verdes se iluminaban cada vez que lo veían.Al llegar a lo alto se detuvo. La galería larga estaba atestada. El resplandor de las joyas y el tumulto de colores eran cegadores. Luchó contra una inesperada oleada de claustrofobia cuando la multitud lo envolvió.Quizá debería haber llamado antes, comunicarle que volvía a casa...Pero con lo peor del largo y peligroso viaje por las montañas que bordeaban el norte de Irak a su espalda, había querido completar el más seguro trayecto de vuelta a los Estados Unidos. Eso no eliminaba la posibilidad de que lo arrestaran por viajar con un pasaporte falso. Y, más allá de toda razón, en él acechaba el terror ciego de que llamar a Paula sería una señal de mal agüero.Ya era demasiado tarde para arrepentirse.Pasó al lado de un trío de mujeres mayores que con ojos hambrientos no dejaban de escudriñar la sala en busca de carne fresca antes de ponerse a cuchichear entre sí. Sus labios empezaron a formar una sonrisa. En el pasado las habría descartado como hienas sociales; pero en ese momento, después de meses de privaciones, cualquier carcajada era un sonido bienvenido.Se encontró con los ojos muy pintados de una de ellas. Vió la expresión de incredulidad al reconocerlo. Mariana Mercer. Recordó que solía tener una influyente columna de sociedad. Quizá todavía la tuviera.
—¿Pedro... Pedro Alfonso?
Le ofreció un breve gesto de asentimiento antes de avanzar con implacable determinación, sin prestar atención a las cabezas que se volvían ni al creciente sonido de voces que dejaba a su paso.Y entonces la vio.Se le resecó la boca. La cacofonía de voces se desvaneció. Solo estaba Paula...Sonreía. Y los ojos le centelleaban.Un rutilante vestido de noche le ceñía las curvas, los brazos desnudos salvo por un brazalete de oro que brillaba bajo la luz de las opulentas arañas... y en la mano izquierda el anillo nupcial que él había elegido.Contuvo el aliento. Al girar la cabeza captó en un vistazo los bucles que escapaban por su espalda. Soltó el aliento en un gemido quebrado. Se la veía tan vital, tan viva y tan asombrosamente hermosa.La añoranza le causó un dolor en el pecho demasiado complejo de identificar. Paula alargó la mano y tocó un brazo. Pedro lo siguió con la mirada. La visión del hombre de pelo broncíneo al que estaba tocando hizo que entrecerrara los ojos con expresión peligrosa. De modo que Fernando Hall-Lewis seguía zumbando alrededor de ella. Cuando Paula alzó el rostro y le dedicó esa sonrisa deslumbrante al hombre, Pedro quiso apartarla. Pegarla a él, abrazarla y no soltarla jamás.«Es mía».Fue un grito interior básico, primigenio... y muy, muy masculino.
—¿Champán, señor?
La interrupción del camarero quebró su concentración en Paula. Con mano temblorosa tomó una copa y se la bebió para mitigar la sequedad de si garganta.Luego dejó la copa vacía y respiró hondo.Había recuperado la vida y no tenía intención de pasar un momento más alejado de la mujer que le había sacado de la oscuridad con el recuerdo de su sonrisa.No había tiempo que perder.Pero cuando volvió a mirar al otro extremo de salón, tanto ella como su acompañante se habían desvanecido.
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