jueves, 4 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 3

No le había quedado otra cosa que completar las diligencias legales.El tribunal aceptó lo que su padre, el equipo de detectives privados y los abogados llamaron  fríamente  «los  hechos»,  y  emitió  un  dictamen  confirmando  la  muerte de Pedro al tiempo que autorizaba que se emitiera un certificado de defunción.El día que lo recibió, el corazón se le había hecho añicos. Las facciones familiares de  Fernando se tomaron borrosas por las lágrimas que empañaban su visión. Pero entre las cenizas de la desesperación había encontrado un modo de combatir su soledad...

—Veo  que  te  he  alterado  —Fernando se  mostró  más  desdichado  que  nunca—.  Nunca  fue esa mi intención.

—No  eres  tú  —parpadeó con furia.   ¿Cómo  explicarle  que  todo  la  hacía  llorar?  El médico le había dicho que era normal y que pasaría—. Soy yo.

Fernando miró rápidamente alrededor antes de decir con valor:

—Puedes llorar en mi hombro siempre que quieras.

—He  agotado  el  llanto  —le  dolía  la  garganta—.  Sé,  y  acepto,  que  Pedro está  muerto. Sé que he de continuar. Todo va a ir bien —si se repetía eso a menudo, algún día terminaría por creerlo. Y añadió—: Y tengo algo por lo que vivir.

En el vestíbulo  del  Museo  de  Antigüedades,  Pedro se  detuvo  y  miró  alrededor.  Lo  veía  distinto  desde  la  última  vez  que  había  estado  allí...  y  al  mismo  tiempo  muy  familiar.Todo se había modernizado, desde el suelo, que en ese momento era de un mármol lustroso,  hasta  la  escalera  curva  con  una  tallada  balaustrada  de  bronce  y  una  mullida  alfombra.El  lugar  se  había  convertido  en  un  centro  sofisticado  y  acogedor  tal  como  Paula lo  había bosquejado una nevada noche de invierno ante la chimenea de su hogar. Pedro había escuchado mientras ella le exponía cómo el museo podía convertirse en una de las colecciones más estimulantes de tesoros antiguos de Nueva York.Avanzó despacio.Buscó entre los grupos de gente elegante y bien vestida.¿Dónde estaba su esposa?Con el corazón martilleándole en el pecho, continuó su avance en dirección hacia la escalera  espectacular  que  conducía  a  las  galerías  superiores  de  la  primera  planta.  Estaba  ansioso  por  volver  a  ver  el  modo  en  que  esos  increíbles  ojos  verdes  se  iluminaban cada vez que lo veían.Al  llegar  a  lo  alto  se  detuvo.  La  galería  larga  estaba  atestada.  El  resplandor  de  las  joyas y el tumulto de colores eran cegadores. Luchó contra una inesperada oleada de claustrofobia cuando la multitud lo envolvió.Quizá debería haber llamado antes, comunicarle que volvía a casa...Pero con  lo  peor  del  largo  y  peligroso  viaje  por  las  montañas  que  bordeaban  el  norte de Irak a su espalda, había querido completar el más seguro trayecto de vuelta a los Estados Unidos. Eso no eliminaba la posibilidad de que lo arrestaran por viajar con un  pasaporte  falso.  Y,  más  allá  de  toda  razón,  en  él  acechaba  el  terror  ciego  de  que  llamar a Paula sería una señal de mal agüero.Ya era demasiado tarde para arrepentirse.Pasó  al  lado  de  un  trío  de  mujeres  mayores  que  con  ojos  hambrientos  no  dejaban  de escudriñar la sala en busca de carne fresca antes de ponerse a cuchichear entre sí. Sus  labios  empezaron  a  formar  una  sonrisa.  En  el  pasado  las  habría  descartado  como  hienas  sociales;  pero  en  ese  momento,  después  de  meses  de  privaciones,  cualquier carcajada era un sonido bienvenido.Se  encontró  con  los  ojos  muy  pintados  de  una  de  ellas.  Vió  la  expresión  de  incredulidad  al  reconocerlo.  Mariana Mercer.  Recordó  que  solía  tener  una  influyente  columna de sociedad. Quizá todavía la tuviera.

—¿Pedro... Pedro Alfonso?

Le  ofreció  un  breve  gesto  de  asentimiento  antes  de  avanzar  con  implacable  determinación, sin prestar atención a las cabezas que se volvían ni al creciente sonido de voces que dejaba a su paso.Y entonces la vio.Se le resecó la boca. La cacofonía de voces se desvaneció. Solo estaba Paula...Sonreía. Y los ojos le centelleaban.Un rutilante vestido de noche le ceñía las curvas, los brazos desnudos salvo por un brazalete  de  oro  que  brillaba  bajo  la  luz  de  las  opulentas  arañas...  y  en  la  mano  izquierda el anillo nupcial que él había elegido.Contuvo el aliento. Al girar la cabeza captó en un vistazo los bucles que escapaban por su espalda. Soltó el aliento en un gemido quebrado. Se la veía tan vital, tan viva y tan asombrosamente hermosa.La añoranza le causó un dolor en el pecho demasiado complejo de identificar. Paula alargó  la  mano  y  tocó  un  brazo.  Pedro lo  siguió  con  la  mirada.  La  visión  del  hombre  de  pelo  broncíneo  al  que  estaba  tocando  hizo  que  entrecerrara  los  ojos  con  expresión peligrosa. De modo que Fernando Hall-Lewis seguía zumbando alrededor de ella. Cuando  Paula alzó  el  rostro  y  le  dedicó  esa  sonrisa  deslumbrante  al  hombre,  Pedro quiso apartarla. Pegarla a él, abrazarla y no soltarla jamás.«Es mía».Fue un grito interior básico, primigenio... y muy, muy masculino.

—¿Champán, señor?

La   interrupción  del  camarero  quebró  su  concentración en Paula.  Con  mano   temblorosa tomó una copa y se la bebió para mitigar la sequedad de si garganta.Luego dejó la copa vacía y respiró hondo.Había recuperado la vida y no tenía intención de pasar un momento más alejado de la mujer que le había sacado de la oscuridad con el recuerdo de su sonrisa.No había tiempo que perder.Pero   cuando  volvió   a   mirar  al   otro   extremo   de   salón,   tanto  ella  como  su  acompañante se habían desvanecido.

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