jueves, 18 de enero de 2018

Eres mía: Capítulo 19

Pero  ella  no  lo  notó.  Tenía  las  manos  demasiado  ocupadas  hurgando  debajo  de  la  almohada. Pedro perdió  la  paciencia.  Quería  de  vuelta  a  su  esposa.  Gimiendo,  giró  hacia  ella.  Sin dejar de fingir encontrarse en un profundo sopor, le pasó un brazo por la espalda y tiró. Pero  Paula saltó  hacia  atrás  y  el  brazo  de  él se  separó.  A  través  de  ojos  casi  cerrados, vislumbró una pieza de seda y encaje de color jade entre las manos de ella. Brand se dio la vuelta.A su espalda, su esposa musitó:

—Ya está. Me voy a dormir al cuarto del bebé, ¡Y tú puedes irte al infierno!

Apagó la lámpara y dejó la habitación sumida en la oscuridad antes de salir y cerrar de un portazo.A pesar de la falta de sueño, Pedro no tardó mucho en averiguar por qué Paula había cambiado de bancos para sus propias cuentas. Ramiro Walker,  el  banquero  que  se  había  negado  a  aceptar  sus  llamadas,  llevaba  un  traje negro, gafas sin montura y un aire de arrogancia que hizo que Pedro apretara los dientes.A  la  espalda  del  hombre  y  de  la  silla  negra  de  piel  de  ejecutivo,  colgaban  diplomas  en  marcos  dorados.  Miró  a  Paula sentada a  su  lado  para  evaluar  si  experimentaba  la  misma  irritación  que  él  ante  el  engreimiento  del  banquero.  Enfundada  en  un  vestido  de  seda  de  color  verde,  con  las  manos  sobre  el  regazo,  era  la  viva  imagen  de  la  ecuanimidad y la serenidad.Centró su atención en Walters.

—Sus cuentas fueron congeladas por orden de la señora Alfonso—le dijo Walters con voz  presumida  detrás  de  la  relativa  seguridad  de  los  dos  metros  de  su  mesa  de  despacho—. Hasta que su patrimonio sea liquidado, no podemos entregarle nada. Así que lo siento... no estamos en posición de adelantarle ningún tipo de fondos.

No sonó en absoluto arrepentido. Pedro hizo una mueca.

—Me  parece  que  ha  pasado  por  alto  lo  más  importante...  mi  patrimonio  no  será  liquidado. Estoy bien vivo.

Walters  comenzó  a  fruncir  el  ceño  y  extrajo  un  folio  de  los  papeles  que  tenía  delante.

—Esta es una copia de la orden del tribunal que lo declara muerto. Me temo que no podemos hacer nada hasta que no sea invalidada.

La  situación  era  absurda  y  Pedro empezaba  a  creer  que  el  banquero  estaba obteniendo cierto placer de todo eso. Paula adelantó el torso.

—Pero Pedro está aquí. Seguro que si le presenta pruebas de su identidad...

Pedro movió la cabeza. Su carné de conducir había desaparecido y el pasaporte que llevaba  era  una  falsificación.  No  tenía  ninguna  intención  de  someterlo  a  la  inspección  de  Walters.  Hasta  que  no  sustituyera  dichos  documentos,  lo  único  que  poseía  era  la  partida  de  nacimiento  que  Paula había  sacado  de  la  caja  fuerte  que  había  en  el  dormitorio.

—Eso no será necesario. Mis abogados tendrán esa orden invalidada al mediodía —miró  su  reloj  de  pulsera  para  recalcar  lo  que  decía...  ya  casi  era  mediodía.  Volvió  a  mirar  a  Walters  y  señaló  la  copia  de  la  orden  de  su  supuesto  fallecimiento  antes  de  decir  con  suavidad—:  Como  ese  obstáculo  será  eliminado  en  breve,  bien  puede  empezar  a  descongelar  mis  cuentas.  Tengo  considerables  activos,  y  algunas  de  mis  inversiones deben haber reportado unas plusvalías excelentes durante mi ausencia... y me haré cargo de ellas.

—Bien,  gustosos  haremos  negocios  con  usted  en  el  futuro  —Walters  sacó  una  tarjeta  comercial  de  un  tarjetero  tallado  de  latón  junto  a  un  juego  de  plumas  y  se  la  ofreció  a  Pedro—.  Por  supuesto,  esperamos  que  convenza  a  la  señora  Alfonso de  reconsiderar la decisión que tomó de trasladar sus cuentas... durante... la ausencia de usted.

Ignorando la tarjeta del banquero, expuso:

—Bajo ningún concepto pienso tomar en consideración decirle a la doctora Alfonso lo que debe hacer —se cercioró de que la titulación de Paula no se le escapara al otro—. Mi  esposa  es  inteligente  y  una  mujer  informada,  lo  suficiente  como  para  tomar  sus  propias  decisiones.  Mantener  mis  propios  negocios  aquí  requerirá,  por  supuesto,  que  usted ya no lleve mis cuentas... el grado del servicio prestado ha sido lamentablemente bajo, por no decir inexistente.

—Pero... —el otro empezó a mostrarse preocupado.

—El  servicio  tendrá  que  mejorar  sustancialmente  —cortó  Pedro—.  Espero  que  quienquiera  que  asuma  la  tarea,  acepte  mis  llamadas...  y  que  esté  disponible  para  verme.

El otro lo captó en el acto.

—Desde luego, señor Alfonso—musitó—. Ordenaré a recepción que pasen todas las llamadas en el acto. No habrá más... demoras.

—Bien —Pedro se  puso  de  pie. 

Paula también  y  apoyó  la  mano  en  su  brazo.  Pedro experimentó una oleada de placer. Era el primer movimiento que hacía para alinearse de  su  lado,  y  el  pequeño  gesto  representaba  una  victoria  significativa.  Una  vez  fuera,  no pudo contener la sensación de triunfo que lo embargaba.  Le sonrió.

 "Qué imbécil tan engreído", pensó. .Ella le apretó el brazo que aún sujetaba.

—Es  la  razón  por  la  que  cambié  de  banco.  Ese  hombre  siempre  me  hacía  sentir...  incompetente.

Pedro frenó  y  giró  hacia  ella.  Sintió  una  oleada  de  deseo;  nunca  la  había  visto  más  atractiva.

—Jamás te sientas incompetente. Ese hombre ni merece que le dediques tu tiempo. Olvídalo, doctora Alfonso... es evidente que carece de cerebro —con suavidad le apartó un  mechón  perdido  de  los  ojos—.  Cena  conmigo  esta  noche  —pidió  de  repente—. Vayamos a alguna parte...

—No puedo —interrumpió—.  Lo  siento,  Pedro,  pero  ya  tengo  la  cena  planificada...  desde la semana pasada... antes de tu regreso. No puedo cancelarlo tan a última hora.

—No —convino   sin   inflexión   especial  en   la   voz,  decidido  a  no   revelar   su   decepción—.  Claro que no  puedes  —sin  aguardar  una  respuesta,  añadió—:  Tengo  mucho que  hacer  para  ponerme  al  día...  empezando  por  comprar  un  buen  teléfono  móvil. Luego debo encontrar una oficina, personal que contratar —se miró la camiseta y los vaqueros con una mueca—. Y ropa que comprar.

—Ir  de  compras  nunca  fue  tu  ocupación  favorita  —miró  el  reloj  de  platino  que  llevaba  en  la  muñeca—.  Tengo  reuniones  toda  la  tarde.  Si  quieres,  una  vez  que  haya  terminado puedo ir contigo... antes de salir.

El  placer  que  lo  había  embargado  antes  se  había  disipado.  Pedro negó  con  la  cabeza.

—No  pasa  nada.  Tú  despeja  tu  agenda.  Y  emplea  el  tiempo  extra  para  prepararte  para la cena.

Al  alejarse,  sintió  que  se  había  perdido  una  oportunidad  para  reconectar  con  su  esposa. Se juró que la próxima vez no dejaría pasar esa oportunidad.

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