—Ya está. Me voy a dormir al cuarto del bebé, ¡Y tú puedes irte al infierno!
Apagó la lámpara y dejó la habitación sumida en la oscuridad antes de salir y cerrar de un portazo.A pesar de la falta de sueño, Pedro no tardó mucho en averiguar por qué Paula había cambiado de bancos para sus propias cuentas. Ramiro Walker, el banquero que se había negado a aceptar sus llamadas, llevaba un traje negro, gafas sin montura y un aire de arrogancia que hizo que Pedro apretara los dientes.A la espalda del hombre y de la silla negra de piel de ejecutivo, colgaban diplomas en marcos dorados. Miró a Paula sentada a su lado para evaluar si experimentaba la misma irritación que él ante el engreimiento del banquero. Enfundada en un vestido de seda de color verde, con las manos sobre el regazo, era la viva imagen de la ecuanimidad y la serenidad.Centró su atención en Walters.
—Sus cuentas fueron congeladas por orden de la señora Alfonso—le dijo Walters con voz presumida detrás de la relativa seguridad de los dos metros de su mesa de despacho—. Hasta que su patrimonio sea liquidado, no podemos entregarle nada. Así que lo siento... no estamos en posición de adelantarle ningún tipo de fondos.
No sonó en absoluto arrepentido. Pedro hizo una mueca.
—Me parece que ha pasado por alto lo más importante... mi patrimonio no será liquidado. Estoy bien vivo.
Walters comenzó a fruncir el ceño y extrajo un folio de los papeles que tenía delante.
—Esta es una copia de la orden del tribunal que lo declara muerto. Me temo que no podemos hacer nada hasta que no sea invalidada.
La situación era absurda y Pedro empezaba a creer que el banquero estaba obteniendo cierto placer de todo eso. Paula adelantó el torso.
—Pero Pedro está aquí. Seguro que si le presenta pruebas de su identidad...
Pedro movió la cabeza. Su carné de conducir había desaparecido y el pasaporte que llevaba era una falsificación. No tenía ninguna intención de someterlo a la inspección de Walters. Hasta que no sustituyera dichos documentos, lo único que poseía era la partida de nacimiento que Paula había sacado de la caja fuerte que había en el dormitorio.
—Eso no será necesario. Mis abogados tendrán esa orden invalidada al mediodía —miró su reloj de pulsera para recalcar lo que decía... ya casi era mediodía. Volvió a mirar a Walters y señaló la copia de la orden de su supuesto fallecimiento antes de decir con suavidad—: Como ese obstáculo será eliminado en breve, bien puede empezar a descongelar mis cuentas. Tengo considerables activos, y algunas de mis inversiones deben haber reportado unas plusvalías excelentes durante mi ausencia... y me haré cargo de ellas.
—Bien, gustosos haremos negocios con usted en el futuro —Walters sacó una tarjeta comercial de un tarjetero tallado de latón junto a un juego de plumas y se la ofreció a Pedro—. Por supuesto, esperamos que convenza a la señora Alfonso de reconsiderar la decisión que tomó de trasladar sus cuentas... durante... la ausencia de usted.
Ignorando la tarjeta del banquero, expuso:
—Bajo ningún concepto pienso tomar en consideración decirle a la doctora Alfonso lo que debe hacer —se cercioró de que la titulación de Paula no se le escapara al otro—. Mi esposa es inteligente y una mujer informada, lo suficiente como para tomar sus propias decisiones. Mantener mis propios negocios aquí requerirá, por supuesto, que usted ya no lleve mis cuentas... el grado del servicio prestado ha sido lamentablemente bajo, por no decir inexistente.
—Pero... —el otro empezó a mostrarse preocupado.
—El servicio tendrá que mejorar sustancialmente —cortó Pedro—. Espero que quienquiera que asuma la tarea, acepte mis llamadas... y que esté disponible para verme.
El otro lo captó en el acto.
—Desde luego, señor Alfonso—musitó—. Ordenaré a recepción que pasen todas las llamadas en el acto. No habrá más... demoras.
—Bien —Pedro se puso de pie.
Paula también y apoyó la mano en su brazo. Pedro experimentó una oleada de placer. Era el primer movimiento que hacía para alinearse de su lado, y el pequeño gesto representaba una victoria significativa. Una vez fuera, no pudo contener la sensación de triunfo que lo embargaba. Le sonrió.
"Qué imbécil tan engreído", pensó. .Ella le apretó el brazo que aún sujetaba.
—Es la razón por la que cambié de banco. Ese hombre siempre me hacía sentir... incompetente.
Pedro frenó y giró hacia ella. Sintió una oleada de deseo; nunca la había visto más atractiva.
—Jamás te sientas incompetente. Ese hombre ni merece que le dediques tu tiempo. Olvídalo, doctora Alfonso... es evidente que carece de cerebro —con suavidad le apartó un mechón perdido de los ojos—. Cena conmigo esta noche —pidió de repente—. Vayamos a alguna parte...
—No puedo —interrumpió—. Lo siento, Pedro, pero ya tengo la cena planificada... desde la semana pasada... antes de tu regreso. No puedo cancelarlo tan a última hora.
—No —convino sin inflexión especial en la voz, decidido a no revelar su decepción—. Claro que no puedes —sin aguardar una respuesta, añadió—: Tengo mucho que hacer para ponerme al día... empezando por comprar un buen teléfono móvil. Luego debo encontrar una oficina, personal que contratar —se miró la camiseta y los vaqueros con una mueca—. Y ropa que comprar.
—Ir de compras nunca fue tu ocupación favorita —miró el reloj de platino que llevaba en la muñeca—. Tengo reuniones toda la tarde. Si quieres, una vez que haya terminado puedo ir contigo... antes de salir.
El placer que lo había embargado antes se había disipado. Pedro negó con la cabeza.
—No pasa nada. Tú despeja tu agenda. Y emplea el tiempo extra para prepararte para la cena.
Al alejarse, sintió que se había perdido una oportunidad para reconectar con su esposa. Se juró que la próxima vez no dejaría pasar esa oportunidad.
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