Paula apenas podía mirar a Brand el sábado por la mañana de camino a Madison Avenue. De poco le había servido su escudo... ante el primer contacto, se había entregado. Por completo. Y a pesar de ir con la vista clavada en la ventanilla, era intensamente consciente de él a su lado. Mientras él parecía frío como el hielo. Igual que había estado durante el desayuno. Lo que había pasado entre ambos la noche anterior no tenía nada que ver con el amor... había sido sexo. Se preguntó qué pensaría de ella. Aprovechó el momento en que Samuel le abrió la puerta del coche para salir disparada a la acera y centrarse en las tiendas exclusivas de ropa de hombre.Y lo peor de todo era que no podía culparlo a él por lo sucedido... cuando ella ni siquiera había intentado resistirse después de que Pedro la besara. Nada más recobrar los sentidos, había ofrecido una apresurada y vacua excusa de sentirse agotada, a pesar de ser consciente de que él debía estar en llamas. Pero la culpabilidad se había visto superada por su necesidad de escapar. Por suerte Pedro había aceptado su excusa y ella se había refugiado en el cuarto de invitados. Había permanecido despierta horas reviviendo una y otra vez el episodio.Cómo prácticamente lo había atacado, trepado encima de él, besado... exigido...
—¿Puedo ayudarlos?
Ante ellos había un hombre que la sacó de su ensimismamiento y que llevaba una placa discreta con el nombre de Alberto. Pedro se movió en silencio hasta situarse junto a él.
—¿Está Emilio?
—Emilio se jubiló y me vendió su negocio hace dos años. Soy su primo... la tienda ha permanecido en la familia.
—Una vez más la vida ha continuado —comentó Pedro—. Necesito ropa. Empecemos con dos trajes —continuó sin vacilar—. También camisas y ropa de sport.
Los ojos del vendedor se iluminaron ante la perspectiva de esa venta.
—Los acompañaré a los probadores y le llevaré las prendas.
En ese momento le sonó el teléfono móvil. Lo sacó del bolso y vió que tenía tres llamadas perdidas. Su padre. Fernando. Y una amiga del club de lectura. Seguro que su padre quería invitarlos a Fernando y a ella. A menudo los tres pasaban juntos las tardes o las noches de los sábados. Pero Pedro la había invitado a comer. Necesitaban hablar. Titubeó y luego tomó una decisión. Apagó el aparato y volvió a guardarlo. Les devolvería la llamada luego.Alzó la vista y vió que Alberto ya había elegido tres trajes y un puñado de camisas y se dirigía hacia el probador.
Era fácil comprender por qué Pedro iba a ese establecimiento. Alberto era eficiente y competente, como sin duda debió serlo Emilio.Lo que no entendía era por qué le había sugerido que lo acompañara. Era evidente que no la necesitaba. Decidió acercarse a los expositores de corbatas y cinturones. ¿Habría sido esa invitación la forma más fácil de conseguir lo que quería... que comiera con él? Pero si la hubiera vuelto a invitar a cenar, habría aceptado. Aunque el modo en que funcionaba la mente de Pedro siempre había sido un misterio para ella. Tan controlada... contenida... reservada. Eligió dos cinturones que creyó que podrían gustarle, después volvió al probador. Ya se había puesto unos pantalones y una camisa blanca mientras Alberto medía el bajo. Suspiró aliviada. Vestido representaba una amenaza menor.
—Pensé que podrías necesitar un cinturón —comentó ella.
—Gracias —Pedro alargó la mano y eligió el más estrecho de los dos.
Sus dedos la rozaron y Paula luchó por mantener la respiración. Se dijo que los problemas de la noche anterior también habían empezado con un contacto.Desde la parte delantera de la tienda sonó la campanilla y Alberto se excusó. Al instante regresó la tensión. Después de abrocharse el cinturón, Brand se puso la chaqueta y flexionó los hombros.
—Tienes un aspecto de un millón de dólares —dijo animada—. Es perfecto —posó la vista en el cuello—. Oh, un segundo.
—¿Quizá ya no es de un millón de dólares? —él esbozó una media sonrisa.
Se situó detrás de él y le arregló el cuello de la camisa. Pedro se había quedado quieto como una estatua.
—Ya está —su voz sonó ronca—. Sin lugar a dudas, un millón de dólares. Mírate —al no obtener respuesta, giró la cabeza y vió que él la observaba a través del espejo.
El deseo, líquido y ardiente, expulsó el pánico de sus venas. «Huye». Pero era demasiado tarde para obedecer ese impulso. Pedro giró con demasiada velocidad. En esa ocasión los ojos se encontraron sin el falso reflejo del espejo. Ella entreabrió los labios. Él emitió un sonido en parte gemido, en parte risa.
—Comprendes que si te beso ahora, no pararé.
—Tendrás que parar. Aún debes probarte los otros dos trajes —bajo ese comentario prosaico, su voz proyectaba apetito.
—Un beso.
Una puerta se cerró. Alguien, quizá Alberto, se despidió. Paula retrocedió con rapidez hasta la puerta.
—Pedro. Aquí no... no ahora.
En ninguna parte. En ningún momento. Pero sabía que ya era demasiado tarde para eso. Los dos habían dejado atrás el punto de no retorno. Y sabía que lo que pasaba entre ellos era tan inevitable como la salida del sol por la mañana. Nada podía protegerla.
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