martes, 30 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 23

Paula apenas  podía  mirar  a  Brand  el  sábado  por  la  mañana  de  camino  a  Madison  Avenue.  De  poco  le  había  servido  su  escudo...  ante  el  primer  contacto,  se  había  entregado. Por completo. Y a pesar de ir con la vista clavada en la ventanilla, era intensamente consciente de él a su lado. Mientras él parecía frío como el hielo. Igual que había estado durante el desayuno. Lo  que  había  pasado  entre  ambos  la  noche  anterior  no tenía nada que  ver con  el  amor... había sido sexo. Se preguntó qué pensaría de ella. Aprovechó  el  momento  en  que  Samuel le  abrió  la  puerta  del  coche  para  salir  disparada a la acera y centrarse en las tiendas exclusivas de ropa de hombre.Y  lo  peor  de  todo  era  que  no  podía  culparlo  a  él  por  lo  sucedido...  cuando  ella  ni  siquiera había intentado resistirse después de que Pedro la besara. Nada más recobrar  los  sentidos,  había  ofrecido  una  apresurada  y  vacua  excusa  de  sentirse  agotada,  a  pesar  de  ser  consciente  de  que  él  debía  estar  en  llamas.  Pero  la  culpabilidad  se  había  visto  superada  por  su  necesidad  de  escapar.  Por  suerte  Pedro había aceptado su excusa y ella se había refugiado en el cuarto de invitados. Había permanecido despierta horas reviviendo una y otra vez el episodio.Cómo prácticamente lo había atacado, trepado encima de él, besado... exigido...

—¿Puedo ayudarlos?

Ante  ellos  había  un  hombre  que  la  sacó  de  su  ensimismamiento  y  que  llevaba  una  placa discreta con el nombre de Alberto. Pedro se movió en silencio hasta situarse junto a él.

—¿Está Emilio?

—Emilio se jubiló y me vendió su negocio hace dos años. Soy su primo... la tienda ha permanecido en la familia.

—Una vez  más  la  vida  ha  continuado   —comentó Pedro—. Necesito ropa.  Empecemos con dos trajes —continuó sin vacilar—. También camisas y ropa de sport.

Los ojos del vendedor se iluminaron ante la perspectiva de esa venta.

—Los acompañaré a los probadores y le llevaré las prendas.

En ese momento  le sonó  el  teléfono móvil.  Lo  sacó  del  bolso  y  vió  que  tenía  tres  llamadas  perdidas.  Su  padre.  Fernando.  Y  una  amiga  del  club  de  lectura.  Seguro  que  su  padre quería invitarlos a Fernando y a ella. A menudo los tres pasaban juntos las tardes o las noches de los sábados. Pero Pedro la había invitado a comer. Necesitaban hablar. Titubeó y luego tomó una decisión. Apagó el aparato y volvió a guardarlo. Les devolvería la llamada luego.Alzó la vista y vió que Alberto ya había elegido tres trajes y un puñado de camisas y se dirigía hacia el probador.

Era fácil comprender por qué Pedro iba a ese establecimiento. Alberto era eficiente y competente, como sin duda debió serlo Emilio.Lo que no entendía era por qué le había sugerido que lo acompañara. Era evidente que  no  la  necesitaba.  Decidió  acercarse  a  los  expositores  de  corbatas  y  cinturones.  ¿Habría sido esa invitación la forma más fácil de conseguir lo que quería... que comiera con él? Pero si la hubiera vuelto a invitar a cenar, habría aceptado. Aunque  el  modo  en  que  funcionaba  la  mente  de  Pedro siempre  había  sido  un  misterio para ella. Tan controlada... contenida... reservada. Eligió dos cinturones que creyó que podrían gustarle, después volvió al probador. Ya se había puesto unos pantalones y una camisa blanca mientras Alberto medía el bajo. Suspiró aliviada. Vestido representaba una amenaza menor.

—Pensé que podrías necesitar un cinturón —comentó ella.

—Gracias —Pedro alargó la mano y eligió el más estrecho de los dos.

Sus  dedos  la  rozaron  y  Paula luchó  por  mantener  la  respiración.  Se  dijo  que  los  problemas de la noche anterior también habían empezado con un contacto.Desde  la  parte  delantera  de  la  tienda  sonó  la  campanilla  y  Alberto  se  excusó.  Al  instante regresó la tensión. Después  de  abrocharse  el  cinturón,  Brand  se  puso  la  chaqueta  y  flexionó  los  hombros.

—Tienes un aspecto de un millón de dólares —dijo animada—. Es perfecto —posó la vista en el cuello—. Oh, un segundo.

—¿Quizá ya no es de un millón de dólares? —él esbozó una media sonrisa.

Se situó detrás  de  él  y  le  arregló  el  cuello  de  la  camisa.  Pedro se  había  quedado  quieto como una estatua.

—Ya está —su voz sonó ronca—. Sin lugar a dudas, un millón de dólares. Mírate —al no obtener respuesta, giró la cabeza y vió que él la observaba a través del espejo.

El  deseo,  líquido  y  ardiente,  expulsó  el  pánico  de  sus  venas.  «Huye».  Pero  era  demasiado tarde para obedecer ese impulso. Pedro giró con demasiada velocidad. En esa  ocasión  los  ojos  se  encontraron  sin  el  falso  reflejo  del  espejo.  Ella  entreabrió  los  labios. Él emitió un sonido en parte gemido, en parte risa.

—Comprendes que si te beso ahora, no pararé.

—Tendrás que parar.   Aún debes probarte  los  otros  dos  trajes   —bajo ese  comentario prosaico, su voz proyectaba apetito.

—Un beso.

Una puerta se cerró. Alguien, quizá Alberto, se despidió. Paula retrocedió con rapidez hasta la puerta.

—Pedro. Aquí no... no ahora.

En ninguna parte. En ningún momento. Pero sabía que ya era demasiado tarde para eso.  Los  dos  habían  dejado  atrás  el  punto  de  no  retorno. Y  sabía que lo  que pasaba  entre ellos era tan inevitable como la salida del sol por la mañana. Nada podía protegerla.

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