El día de la boda Pedro le había dicho que el rojo representaba la pasión, el blanco era por ella, su prometida, mientras que el amarillo representaba los niños que tendrían juntos... la familia que ella siempre había anhelado.Se llevó la mano libre al estómago, reconfortada por la presencia de vida que crecía en ella. Tendría el hijo que habían planeado, pero no habría familia...Sin embargo, no albergaba remordimientos.Tomar la decisión de tener el bebé había llenado el vacío oscuro en los días posteriores en los que se había visto obligada a aceptar que Pedro estaba realmente muerto... de lo contrario se habría vuelto loca. Miró el anillo. Ir en pos de aquel sueño era lo que la había mantenido cuerda.Hasta ahí llegaba la esperanza de que ese día le aportaría perspectiva. Y ahí se evaporaba su intención de hablar con Pedro acerca del bebé. Empezaba a resultar imposible...El había cambiado demasiado. Dejó el anillo de boda en la fría encimera de granito y se secó las manos con una toalla antes de echarla en el cesto. Luego se inspeccionó con mirada crítica en el espejo. Nada en ella había cambiado. Estaba igual que el día anterior... que el mes anterior... incluso que el año anterior. Desde luego, no parecía embarazada de diecinueve semanas.Finalmente reconoció que quizá se hallaba algo más delgada. Pedro había cambiado. Así como siempre había sido reservado y más que un poco enigmático, jamás había dudado de que la amaba. Pero en ese momento no estaba distante... estaba directamente en otro planeta. Sin importar lo que él quisiera convencerla de creer, descubrir su embarazo no podía ser responsable de semejante metamorfosis.Ya no confiaba en ella. No la amaba. Creía que lo había traicionado y que se había acostado con Fernando. Antes de caer en un sentimiento de culpa, se repitió que toda la situación no tenía nada que ver con ella... ni con el embarazo.Por motivos personales, cuatro años atrás Pedro había elegido marcharse, irse a Atenas sin ella, y luego viajar a Bagdad sin comunicárselo, en compañía de una mujer con la que en una ocasión había tenido una relación íntima.Era hora de reconocer el hecho de que la unión había empezado a desmoronarse antes de que él se marchara... que no era el templo de fortaleza construido sobre unos cimientos sólidos de amor y confianza que ella había creído que era.
—Tú no hiciste que Pedro se alejara —le dijo a su reflejo en el espejo—. Así que no te atrevas a echarte la culpa a tí.
Observó el anillo sobre el granito.Luego se irguió. Hasta que Pedro no le dijera qué había salido mal, qué lo había impulsado a irse, no pensaba volver a ponérselo jamás.
Para su inmenso alivio, al recobrar la serenidad y salir de los aseos, Pedro ya se había ido de su despacho. Apenas tardó un minuto en llamar al banco y establecer una cita con el director para el día siguiente. Pero, ¿Cómo contactar con Pedro para hacérselo saber? Colgó y se puso de pie con rapidez. Si podía alcanzarlo antes de que dejara el edificio...
Lo encontró en la amplia galería oeste, de techo alto y abovedado, donde examinaba la adquisición más valiosa que había hecho el museo desde su desaparición. El sol estival entraba por los grandes ventanales arqueados y hacía imposible no admirar el modo en que los vaqueros le ceñían las caderas estrechas o notar cómo la camiseta negra se estiraba a lo ancho de sus poderosos hombros. La visión le produjo un aleteo en el pecho. La atención de Pedro se centraba en el jarrón de alabastro de sesenta centímetros, expuesto dentro de un armario de cristal equipado con lo último en sensores de seguridad. Titubeó.
—¿Qué te parece? —dijo al final, avanzando hasta ir a detenerse junto a él—. Del período uruk. Casi 3500 años de antigüedad. ¿No es fabuloso?
—Había un jarrón muy parecido a este en el Museo de Irak... lo ví una vez.
—He oído hablar de él. El Jarrón de Inanna —expuso Paula con voz de gran respeto—. Pero, a diferencia de nuestro tesoro, creo que aquel se encuentra en una condición impecable. Esta pieza ha recibido daños importantes... aunque se la ha sometido a una restauración experta. Permite que te diga que costó el rescate de un rey. Pero valió la pena, ¿No crees?
Sin apartar la vista del jarrón, Pedro respondió:
—Cuando miro este jarrón, no puedo evitar pensar en el robo del Jarrón de Warka... una pieza completamente diferente que no se parece en nada a esta, pero que fue robada del Museo de Irak durante el saqueo de Bagdad.
—Lo sé —dijo Paula con impaciencia.
—Desde luego, la historia del Jarrón de Warka tuvo un final inesperado. Por coincidencia, yo me encontraba en Bagdad, como parte de un batallón de tropas estacionadas allí cuando dos meses más tarde fue devuelto.
—Nunca me lo contaste.
—Fue entregado bajo la guardia de un grupo sorprendido de soldados —expuso sin inflexión en la voz, recitando hechos—. Con una antigüedad de miles de años, el jarrón había sufrido daños y en algún momento de la fase del robo se había roto en catorce piezas. Un precio innecesario que pagar por la codicia de alguien.
Paula se encrespó.
—Entonces, ¿Por qué nuestro jarrón te recuerda ese incidente? —no podía creer que esa conversación se encaminara hacia donde sospechaba.
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