martes, 16 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 16

En la esquina del museo paró un taxi y le dió una dirección. En su mente solo había sitio para las últimas revelaciones de Paula. Se había quitado la alianza. Había aceptado casarse con Hall-Lewis.Y ya lo había declarado muerto.Mientras  él  había  pensado  en  ella  todos  los  días,  consumido  por  el  modo  en  que  podría llegar a encontrar el camino de vuelta a su lado, ella había estado planeando el modo de enterrarlo vivo.Con  la  vista  clavada  en  la  ventanilla,  pensó  que  en  su  vida  anterior  había  sido  impaciente.  Pero  su  cautiverio,  donde  los  minutos  se  habían  extendido  a  horas  y  las  horas a días, había cambiado eso. Había adquirido la capacidad de bloquear todo salvo lo que más deseaba: sobrevivir.El taxi se detuvo ante una casa de ladrillo visto en una avenida alineada de árboles. Pagó con los últimos dólares que le había prestado Akam y fue hacia la vivienda que le había  comprado  a  Paula en  lo  que  parecía  otra  vida.  En  la  puerta  de  entrada,  en  unas  letras de latón se leía: «Bienvenida a casa».Llamó al timbre. No reconoció al criado bajo y calvo que abrió.

—¿Dónde  esta  Bernardo?  —demandó,  sorprendido  de  no  ver  al  hombre  elegante  y  encorvado que Paula y él habían contratado en tiempos más felices.

—Bernardo se  jubiló  el  año  pasado,  se...  —el  mayordomo  estudió  los  vaqueros  y  la  camiseta negra que llevaba y que remarcaba el torso y los brazos musculosos antes de frenar el resto del cortés y automático señor—. No estamos buscando guardaespaldas.

Pedro le  dedicó  al  desconocido  que  le  frenaba  la  entrada  a  su  hogar  una  mirada  letal.

—No busco trabajo. Soy Pedro Alfonso.

El mayordomo se mantuvo firme, los ojos reflejando incredulidad.

—El señor Alfonso está muerto.

A  pesar  de  su  crispación,  se  dijo  que  el  hombre  cumplía  con  su  trabajo.  Al  final  se  apiadó  y  sacó  un  pasaporte  tan  nuevo  que  las  tapas  seguían  rígidas.  Lo  abrió  en  la  página de identificación.

—¿Satisfecho?

El hombre miró la foto y tragó saliva.

—Al parecer le debo una disculpa, señor Alfonso.

—No  es  necesario  —se  guardó el  pasaporte  falso  y  enarcó  una  ceja—.  No  he  retenido su nombre.

Los dos sabían que el mayordomo no lo había dado. La cara del otro mostró incomodidad.

—Me llamo Leonardo. La doctora sigue en el museo, señor.

Se  refería  a  Paula.  Otra  información  que  había  descuidado  compartir  con  él:  había  sacado  el  doctorado.  Otra  cosa  que  se  había  perdido.  Controló  la  frustración  de  la  trágica injusticia de toda la situación. Si permitía que el resentimiento y la ira afloraran, se volvería loco.—

Lo sé —repuso con calma—. Vengo de allí.

El ceño del mayordomo se vió remplazado por alivio.

—Entonces, ¿Regresará cuando la doctora se encuentre en casa?

Para evitar un punto muerto inútil, preguntó:

—¿Samuel  sigue formando parte del personal?

Le  irritó  tener  que  preguntarle  a  un  hombre  que  desconocía  si  el  chófer  aún  trabajaba para él.El mayordomo asintió, pero siguió bloqueando la puerta. Pedro avanzó.

—Vaya a buscarlo, Leonardo—espetó—. No pienso quedarme aquí de pie todo el día.

Cinco minutos más tarde, Pedro se encontraba dentro de su propio hogar. Un  Samuel sonriente  lo  seguía  de  cerca con  lágrimas  en  los  ojos  mientras  Pedro,  también  con  un  nudo  en  la  garganta  por  la  emoción,  estudiaba  el  interior  del  hogar  que no había visto en años. Había  una  diferencia  sutil.  Las  paredes  blancas  habían  dado  paso  a  tonalidades  oscuras que formaban un fondo excelente para el Kandinsky por el que Paula y él habían pujado un mes después de comprar la casa. El  cofre  grande  que  en  una  ocasión  había  estado  contra  la  pared  había  sido  sustituido por un aparador de nogal que le daba al recibidor un aire de extrañeza que no había previsto. Subió la escalera alfombrada y, al final de un pasillo que en uno de sus lados exhibía ventanales arqueados, entró en el dormitorio principal.Las  cortinas  tenían  una  tonalidad  verde  que  resaltaban  el  marfil  suntuoso  del  papel de las paredes. Siguió buscando con la vista signos familiares de la vida cotidiana de  Paula.  Salvo  por  un  jarrón  que  tenía  flores  blancas  y  dos  frascas  aromáticas  en  el  tocador, este carecía de toda parafernalia femenina.Toques secretos de jazmín flotaban en el aire.El sol de la tarde se filtraba a través de las ramas del nogal que había del otro lado de la ventana, moteando el edredón impecable. La magnífica cama de caoba con dosel que  los  dos  habían  elegido  después  de  pasar  un  hilarante  día  de  San  Valentín  probando camas en lo que parecía un siglo atrás, aún le daba calidez a la habitación.En  esa  cama  le  había  hecho  el  amor  a  su  esposa  más  veces  que  las  que  quería  recordar. La alfombra mullida amortiguaba sus pasos. Se detuvo ante los amplios ventanales que daban al patio trasero, lleno de abedules. De  forma  espontánea,  recordó  el  momento  eléctrico  en  el  despacho  de  Paula,  el  calor  de  su  lengua  al  tocarle  el  labio...  Dios,  se  había  sentido  tentado  a  no  parar,  a  pegarla contra él y a hundirse en su íntima suavidad.Pero  había  estado  demasiado  enfadado.  Ahí,  en  ese  dormitorio  donde  habían  compartido tantas horas de felicidad, quizá fuera diferente.Ese era su hogar.Y Paula era su esposa, no su viuda.

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