En la esquina del museo paró un taxi y le dió una dirección. En su mente solo había sitio para las últimas revelaciones de Paula. Se había quitado la alianza. Había aceptado casarse con Hall-Lewis.Y ya lo había declarado muerto.Mientras él había pensado en ella todos los días, consumido por el modo en que podría llegar a encontrar el camino de vuelta a su lado, ella había estado planeando el modo de enterrarlo vivo.Con la vista clavada en la ventanilla, pensó que en su vida anterior había sido impaciente. Pero su cautiverio, donde los minutos se habían extendido a horas y las horas a días, había cambiado eso. Había adquirido la capacidad de bloquear todo salvo lo que más deseaba: sobrevivir.El taxi se detuvo ante una casa de ladrillo visto en una avenida alineada de árboles. Pagó con los últimos dólares que le había prestado Akam y fue hacia la vivienda que le había comprado a Paula en lo que parecía otra vida. En la puerta de entrada, en unas letras de latón se leía: «Bienvenida a casa».Llamó al timbre. No reconoció al criado bajo y calvo que abrió.
—¿Dónde esta Bernardo? —demandó, sorprendido de no ver al hombre elegante y encorvado que Paula y él habían contratado en tiempos más felices.
—Bernardo se jubiló el año pasado, se... —el mayordomo estudió los vaqueros y la camiseta negra que llevaba y que remarcaba el torso y los brazos musculosos antes de frenar el resto del cortés y automático señor—. No estamos buscando guardaespaldas.
Pedro le dedicó al desconocido que le frenaba la entrada a su hogar una mirada letal.
—No busco trabajo. Soy Pedro Alfonso.
El mayordomo se mantuvo firme, los ojos reflejando incredulidad.
—El señor Alfonso está muerto.
A pesar de su crispación, se dijo que el hombre cumplía con su trabajo. Al final se apiadó y sacó un pasaporte tan nuevo que las tapas seguían rígidas. Lo abrió en la página de identificación.
—¿Satisfecho?
El hombre miró la foto y tragó saliva.
—Al parecer le debo una disculpa, señor Alfonso.
—No es necesario —se guardó el pasaporte falso y enarcó una ceja—. No he retenido su nombre.
Los dos sabían que el mayordomo no lo había dado. La cara del otro mostró incomodidad.
—Me llamo Leonardo. La doctora sigue en el museo, señor.
Se refería a Paula. Otra información que había descuidado compartir con él: había sacado el doctorado. Otra cosa que se había perdido. Controló la frustración de la trágica injusticia de toda la situación. Si permitía que el resentimiento y la ira afloraran, se volvería loco.—
Lo sé —repuso con calma—. Vengo de allí.
El ceño del mayordomo se vió remplazado por alivio.
—Entonces, ¿Regresará cuando la doctora se encuentre en casa?
Para evitar un punto muerto inútil, preguntó:
—¿Samuel sigue formando parte del personal?
Le irritó tener que preguntarle a un hombre que desconocía si el chófer aún trabajaba para él.El mayordomo asintió, pero siguió bloqueando la puerta. Pedro avanzó.
—Vaya a buscarlo, Leonardo—espetó—. No pienso quedarme aquí de pie todo el día.
Cinco minutos más tarde, Pedro se encontraba dentro de su propio hogar. Un Samuel sonriente lo seguía de cerca con lágrimas en los ojos mientras Pedro, también con un nudo en la garganta por la emoción, estudiaba el interior del hogar que no había visto en años. Había una diferencia sutil. Las paredes blancas habían dado paso a tonalidades oscuras que formaban un fondo excelente para el Kandinsky por el que Paula y él habían pujado un mes después de comprar la casa. El cofre grande que en una ocasión había estado contra la pared había sido sustituido por un aparador de nogal que le daba al recibidor un aire de extrañeza que no había previsto. Subió la escalera alfombrada y, al final de un pasillo que en uno de sus lados exhibía ventanales arqueados, entró en el dormitorio principal.Las cortinas tenían una tonalidad verde que resaltaban el marfil suntuoso del papel de las paredes. Siguió buscando con la vista signos familiares de la vida cotidiana de Paula. Salvo por un jarrón que tenía flores blancas y dos frascas aromáticas en el tocador, este carecía de toda parafernalia femenina.Toques secretos de jazmín flotaban en el aire.El sol de la tarde se filtraba a través de las ramas del nogal que había del otro lado de la ventana, moteando el edredón impecable. La magnífica cama de caoba con dosel que los dos habían elegido después de pasar un hilarante día de San Valentín probando camas en lo que parecía un siglo atrás, aún le daba calidez a la habitación.En esa cama le había hecho el amor a su esposa más veces que las que quería recordar. La alfombra mullida amortiguaba sus pasos. Se detuvo ante los amplios ventanales que daban al patio trasero, lleno de abedules. De forma espontánea, recordó el momento eléctrico en el despacho de Paula, el calor de su lengua al tocarle el labio... Dios, se había sentido tentado a no parar, a pegarla contra él y a hundirse en su íntima suavidad.Pero había estado demasiado enfadado. Ahí, en ese dormitorio donde habían compartido tantas horas de felicidad, quizá fuera diferente.Ese era su hogar.Y Paula era su esposa, no su viuda.
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