martes, 30 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 24

Salvo él.Tras un momento vibrante, Pedro dijo:

—De acuerdo, ahora no... pero sí luego.

—Pero primero hablaremos.

—Te lo recordaré —la miró con expresión inescrutable.

Después de arreglar que le enviaran toda la compra a casa, empezó a cansarse de ir de  una  tienda  a  otra,  de  la  multitud,  de  no  poder  captar  más  que  un  leve  vistazo  de  cielo  azul.  Comenzaba  a  sentir  cierta  claustrofobia.  Necesitaba  espacio.  Un  paseo  por  el oasis  verde  de  Central  Park  hasta  el  Loeb  Boathouse  Restaurant  proporcionó  el  antídoto perfecto para la inquietud que lo consumía.Los escoltaron hasta una mesa junto al borde del lago. Adrede él había elegido ese restaurante  que  tanto  habían  frecuentado  en  el  pasado.  Pretendía  reavivar  antiguos  recuerdos  de  los  buenos  tiempos  que  habían  compartido,  aunque  sería  importante  mantener la cabeza fría en la conversación que iba a tener lugar. Estaba luchando por lo que más le importaba.Después de todo, Paula seguía siendo su esposa.Y no iba a permitir que eso cambiara. Sin importar lo que planeara Hall-Lewis.

Cuando  regresó  al  camarero,  Pedro cerró  el  menú  sin  haberlo  leído.  Sabía  que  quería el sabor familiar de una hamburguesa con un refresco frío. Hacía mucho que no disfrutaba  de  esos  corrientes  placeres  occidentales.  Y Paula necesitó  un  segundo  para  decantarse por unos raviolis de setas silvestres y una ensalada verde.

—De joven, solía imaginar que celebraría mi boda aquí, junto al lago —comentó ella con tono soñador una vez que se hubo marchado el camarero.

La información fue inesperada y el interés de Pedro se agudizó.

—Siempre supe que disfrutabas viniendo aquí... pero nunca me habías contado eso.

—Es tan romántico. Los botes, los cisnes. Hasta el horizonte urbano más allá de los árboles te recuerdan que es un mundo secreto en el corazón de Nueva York —en  ese  momento  el  camarero  les  llevó  el  pedido  y  después  de  marcharse,  la voz de Paula se  suavizó más—: Y no te lo dije porque nunca quise que pensaras que me había perdido un sueño por casarnos en Las Vegas.

Pero se lo había perdido. Paula se había merecido la boda romántica de sus fantasías juveniles. Diablos, incluso era virgen. Recordó la incredulidad y devoción que lo habían abrumado al realizar ese descubrimiento sorprendente la noche nupcial.

—En cualquier caso,  me pediste  que  nos casáramos  aquí,  en  Central  Park,  ¿Lo  recuerdas? Antes de largamos a Las Vegas. Así que debiste sentir el vínculo que tenía con este lugar.

—El calor era sofocante. Me declaré bajo un roble...

—Lo  recuerdo  —su  mirada  se  tomó  súbitamente  brumosa  y  apoyó  la  mano  en  el  brazo de él.Brand  respiró  hondo  cuando  el  calor  lo  atravesó  como  una  lanza.  Tras  una  pausa,  acarició el dedo de ella, que mostraba una marca más clara.

—Paula, me gustaría que volvieras a llevar el anillo... después de todo, aún seguimos casados.

—No  puedo  —la  suave  ensoñación  se  desvaneció  de  su  rostro  cuando  movió  la  cabeza.

La negativa fue como un golpe en las entrañas de Pedro.Antes  de  que  pudiera  responder,  les  sirvieron  la comida.  Cenaron  en  silencio  y  el  murmullo de las conversaciones circundantes llenó el espacio entre ellos. Mientras  Pedro reflexionaba  sobre  la  negativa  recibida,  se  dijo  que  no  debería  haberlo sorprendido.

—Necesitamos hablar de Fernando—dijo.

—¿Fernando? —ella  enarcó  las  cejas  y  dejó  los  cubiertos  en  el  plato  vacío—.  ¿De  qué  quieres hablar?

—Es  difícil  que  puedas  casarte  con  él  mientras  estés  casada  conmigo  —ella  fue  a  decir  algo  pero  la  cortó—.  No  estoy  muerto,  de  modo  que  nuestro  matrimonio  sigue  vigente. Debes saber que no pienso acceder a un divorcio pasivo y sencillo.

—Brand...

—Así que deberías reconsiderar este plan impulsivo.

—No ha sido nada impulsivo.  Tú no  estabas.  Y  conozco  a  Fernando de  toda  la  vida  —alzó  el  mentón  en  un  gesto  típico  de  ella y  lo  estudió  ceñuda—.  De  hecho,  desde  mucho antes de conocerte a tí.

—El  tiempo no  significa  nada.  Puedes conocer  a  alguien  de  años  y  no  saber  nada  sobre él... el matrimonio lo cambia todo.

—Me  casé  contigo  al  mes  de  conocerte,  Pedro.  Y  a  pesar  de  estar  casados  y  de  pasar casi todas las noches desnudos en brazos del otro, apenas te conocía —hizo una pausa y luego continuó—: A pesar de que me dijiste que me amabas, hubo una parte de tí que siempre mantuviste oculta. Guardaste secretos.

No era la primera vez que sacaba ese tema y Pedro empezaba a creer que Paula tenía razón. Pero igual se defendió.

—Algunos  eran  secretos  muy  reales...  secretos  militares  que  no  tenía  libertad  de  revelar.

—No todos.

—No —reconoció él—. Pero había cosas... terribles que prefería no tratar.

—Bien,  puedo aceptar  eso.  Pero  a  veces  percibía  que  entre  nosotros  había  una  distancia que jamás cruzaría. Al principio lo achaqué al hecho de que eras mayor y que habías visto muchas más cosas que yo. Pero esa distancia... tu reserva formó un muro impenetrable y me hizo difícil entenderte de verdad.

—¿Y consideras que entiendes a Fernando? Sonrió de un modo que no le gustó nada, con diversión... y  ternura.

—Fernando me adora. Y él nunca me mentiría...

—¿Estás segura de eso?

—Absolutamente —parpadeó.

La conversación no tenía nada que ver con Fernando y sí con la tensión no resuelta que se  retorcía  entre  ellos.  Veía que Paula confiaba  en  Hall-Lewis  y  no en  su  marido.  El  miedo  a  perderla  superó  con  creces  la  traición  que  tanto  lo  había  indignado.  Podía entender por qué se había sentido atraída hacia Fernando, era su amigo, a la vez que creía que Pedro estaba muerto. Pero había vuelto. Y no tenía intención de dejarla ir. No en esa vida.

Eres Mía: Capítulo 23

Paula apenas  podía  mirar  a  Brand  el  sábado  por  la  mañana  de  camino  a  Madison  Avenue.  De  poco  le  había  servido  su  escudo...  ante  el  primer  contacto,  se  había  entregado. Por completo. Y a pesar de ir con la vista clavada en la ventanilla, era intensamente consciente de él a su lado. Mientras él parecía frío como el hielo. Igual que había estado durante el desayuno. Lo  que  había  pasado  entre  ambos  la  noche  anterior  no tenía nada que  ver con  el  amor... había sido sexo. Se preguntó qué pensaría de ella. Aprovechó  el  momento  en  que  Samuel le  abrió  la  puerta  del  coche  para  salir  disparada a la acera y centrarse en las tiendas exclusivas de ropa de hombre.Y  lo  peor  de  todo  era  que  no  podía  culparlo  a  él  por  lo  sucedido...  cuando  ella  ni  siquiera había intentado resistirse después de que Pedro la besara. Nada más recobrar  los  sentidos,  había  ofrecido  una  apresurada  y  vacua  excusa  de  sentirse  agotada,  a  pesar  de  ser  consciente  de  que  él  debía  estar  en  llamas.  Pero  la  culpabilidad  se  había  visto  superada  por  su  necesidad  de  escapar.  Por  suerte  Pedro había aceptado su excusa y ella se había refugiado en el cuarto de invitados. Había permanecido despierta horas reviviendo una y otra vez el episodio.Cómo prácticamente lo había atacado, trepado encima de él, besado... exigido...

—¿Puedo ayudarlos?

Ante  ellos  había  un  hombre  que  la  sacó  de  su  ensimismamiento  y  que  llevaba  una  placa discreta con el nombre de Alberto. Pedro se movió en silencio hasta situarse junto a él.

—¿Está Emilio?

—Emilio se jubiló y me vendió su negocio hace dos años. Soy su primo... la tienda ha permanecido en la familia.

—Una vez  más  la  vida  ha  continuado   —comentó Pedro—. Necesito ropa.  Empecemos con dos trajes —continuó sin vacilar—. También camisas y ropa de sport.

Los ojos del vendedor se iluminaron ante la perspectiva de esa venta.

—Los acompañaré a los probadores y le llevaré las prendas.

En ese momento  le sonó  el  teléfono móvil.  Lo  sacó  del  bolso  y  vió  que  tenía  tres  llamadas  perdidas.  Su  padre.  Fernando.  Y  una  amiga  del  club  de  lectura.  Seguro  que  su  padre quería invitarlos a Fernando y a ella. A menudo los tres pasaban juntos las tardes o las noches de los sábados. Pero Pedro la había invitado a comer. Necesitaban hablar. Titubeó y luego tomó una decisión. Apagó el aparato y volvió a guardarlo. Les devolvería la llamada luego.Alzó la vista y vió que Alberto ya había elegido tres trajes y un puñado de camisas y se dirigía hacia el probador.

Era fácil comprender por qué Pedro iba a ese establecimiento. Alberto era eficiente y competente, como sin duda debió serlo Emilio.Lo que no entendía era por qué le había sugerido que lo acompañara. Era evidente que  no  la  necesitaba.  Decidió  acercarse  a  los  expositores  de  corbatas  y  cinturones.  ¿Habría sido esa invitación la forma más fácil de conseguir lo que quería... que comiera con él? Pero si la hubiera vuelto a invitar a cenar, habría aceptado. Aunque  el  modo  en  que  funcionaba  la  mente  de  Pedro siempre  había  sido  un  misterio para ella. Tan controlada... contenida... reservada. Eligió dos cinturones que creyó que podrían gustarle, después volvió al probador. Ya se había puesto unos pantalones y una camisa blanca mientras Alberto medía el bajo. Suspiró aliviada. Vestido representaba una amenaza menor.

—Pensé que podrías necesitar un cinturón —comentó ella.

—Gracias —Pedro alargó la mano y eligió el más estrecho de los dos.

Sus  dedos  la  rozaron  y  Paula luchó  por  mantener  la  respiración.  Se  dijo  que  los  problemas de la noche anterior también habían empezado con un contacto.Desde  la  parte  delantera  de  la  tienda  sonó  la  campanilla  y  Alberto  se  excusó.  Al  instante regresó la tensión. Después  de  abrocharse  el  cinturón,  Brand  se  puso  la  chaqueta  y  flexionó  los  hombros.

—Tienes un aspecto de un millón de dólares —dijo animada—. Es perfecto —posó la vista en el cuello—. Oh, un segundo.

—¿Quizá ya no es de un millón de dólares? —él esbozó una media sonrisa.

Se situó detrás  de  él  y  le  arregló  el  cuello  de  la  camisa.  Pedro se  había  quedado  quieto como una estatua.

—Ya está —su voz sonó ronca—. Sin lugar a dudas, un millón de dólares. Mírate —al no obtener respuesta, giró la cabeza y vió que él la observaba a través del espejo.

El  deseo,  líquido  y  ardiente,  expulsó  el  pánico  de  sus  venas.  «Huye».  Pero  era  demasiado tarde para obedecer ese impulso. Pedro giró con demasiada velocidad. En esa  ocasión  los  ojos  se  encontraron  sin  el  falso  reflejo  del  espejo.  Ella  entreabrió  los  labios. Él emitió un sonido en parte gemido, en parte risa.

—Comprendes que si te beso ahora, no pararé.

—Tendrás que parar.   Aún debes probarte  los  otros  dos  trajes   —bajo ese  comentario prosaico, su voz proyectaba apetito.

—Un beso.

Una puerta se cerró. Alguien, quizá Alberto, se despidió. Paula retrocedió con rapidez hasta la puerta.

—Pedro. Aquí no... no ahora.

En ninguna parte. En ningún momento. Pero sabía que ya era demasiado tarde para eso.  Los  dos  habían  dejado  atrás  el  punto  de  no  retorno. Y  sabía que lo  que pasaba  entre ellos era tan inevitable como la salida del sol por la mañana. Nada podía protegerla.

Eres Mía: Capítulo 22

—¿Exagero? —la  chanza  y  la  risa  se  habían  evaporado.

 Solo  podía  centrarse  en  el  hecho revelador de que Paula no le había dicho a su amante que parara. La aferró por los hombros y la giró hacia él.

—¿Disfrutaste cuando te  acarició  los hombros  así?   —rugió,  actuando  en  consonancia  con sus  palabras. 

Pero en el instante en que  sus  dedos  le  rozaron  la  piel  una emoción diferente, más intensa y emotiva, barrió toda furia.Ella se puso rígida al sentir la caricia leve.

—O cuando te besó...

No añadió así. Simplemente, actuó. El sabor era embriagador. Chocolate dulce. Y lo más tentador era la esencia de Paula. Miel. Jazmín.  De  inmediato  sintió  que  la  adrenalina  bombeaba  por  todo  su  torrente  sanguíneo. Probó esa dulzura, lamió la espuma de chocolate del labio de ella, la sintió moverse contra él. La  alzó  del  sofá  y  la  acomodó  sobre  su  regazo, sellándole  la  boca  con  los  labios  al  tiempo que la reclamaba como suya.Era tan hermosa. Tan dulce. Tan suave. Su Paula.Ya  no  pudo  parar.  Tampoco  ella  puso  objeción  a  su  mano  en  la  pierna  por  debajo  del vestido. La piel del interior del muslo era lisa y suave. Acarició esa piel sedosa con movimientos circulares hasta que ella dejó escapar el vestigio de un gemido.

—Eres increíblemente suave —dijo él, retirando un poco la mano.

Le  dió  besos  por  toda  la  extensión  de  la  boca  hasta  que  abrió  los  labios,  pero  no  entró en esa dulzura acogedora para explorarla más profundamente. Por dentro Pedro temblaba.  Era una  masa de necesidades  desesperadas  y  voraces.  Sin  embargo,  se  contuvo, retrasando el placer, aguardando que ella iniciara la acción. Paula se movió en su regazo y la curva del trasero se frotó contra la erección. Pedro gimió ante la agonía de tenerla tan cerca. Quería subirle la falda y arrancarle el encaje escueto  que  ella  llamaba  ropa  interior.  Quería separarle  las  piernas e introducir  su  masculinidad  preparada,  en  el  calor  femenino  que le  había  faltado  durante  tanto  tiempo. Se acabaría en segundos. Una decepción terrible para Paula...No era el modo de iniciar una vida nueva. Luchó para contenerse y le tocó de nuevo el interior del muslo con dedos trémulos. Subió la mano y encontró el núcleo húmedo y  resbaladizo.  Estaba  lista.  La  acarició  con  una  lentitud  que  contradecía  el instinto primitivo que bullía en su interior. Con respiración acelerada, Clea se arqueó. Ella apoyó la cabeza contra su torso y Pedro deseó que estuvieran desnudos.  Quería el contacto de las pieles y absorber los latidos de ese corazón.

—Abre las piernas.

Ella abrió las piernas  en  su  regazo,  ofreciéndole  acceso  a  las  delicias  con  las  que  había soñado en la oscuridad de su celda en el desierto. Era su esposa... y sabía exactamente cómo darle placer.Ella ladeó la boca sobre la suya e introdujo la lengua. «Al fin», pensó Pedro. La  recompensó  con  caricias  más  profundas, sondeando el canal  mojado  entre  las  piernas abiertas.

—Déjate llevar, deja que suceda —murmuró él.

—Aaah.

Ese  jadeo  hizo  que  el  control  que  con  tanto  ahínco  había  tratado  de  dominar  finalmente se le escapara. Ella era suya. Ya no lo dudaba. Le introdujo dos dedos. Paula gimió, echó la cabeza atrás y comenzaron los estremecimientos.

Eres Mía: Capítulo 21

—Oh —la boca de Paula formó un círculo perfecto—. Sigues levantado.

—Te esperaba —gruñó.

—Paula,  ¿Hay  algún  problema?  —Hall-Lewis  se  detuvo  detrás  de  ella  y  apoyó  las  manos sobre sus hombros.

—Ninguno —repuso con los dientes apretados—. No ahora que te vas a marchar.

Reinó un silencio momentáneo. Entonces Paula se apresuró a hablar.

—Pedro, no hay necesidad de ser grosero...

—Paula,  ha  sido  una  velada  maravillosa  —Fernando acalló  sus  protestas—.  Te  llamaré  mañana y podremos arreglar un momento para que elijas un anillo.

—Fernando, no te preocupes...

—O  si  estás  demasiado  ocupada,  puedo  escoger  un  diamante  que  haga  juego  con  las estrellas de tus ojos. Hall-Lewis rió entre dientes.

Pedro cerró las manos a los costados. Y cuando el otro acarició la curva de los hombros de Paula y bajó por los brazos esbeltos antes de hacerla girar con habilidad e inclinarse para darle un beso, cerró los ojos con tanta fuerza que, detrás de sus párpados, bailaron estrellas. Paula y él necesitaban hablar. Al  abrir  los  ojos,  vió  que  Hall-Lewis  lo  miraba  por  encima  del  cabello  lustroso  de  Paula con  expresión  llena  de  triunfo.  A  Brand  le  dolieron  la  manos  de  luchar  por  mantenerlas  a  los  lados.  Pero  no  había  motivo  alguno  para  no  devolverle  una  mirada  centelleante. La guerra estaba declarada.

—Necesito una copa —dijo tras el silencio que siguió a la partida del otro.

Con una sensación de vacío en el pecho, regresó por el pasillo al estudio que en una ocasión  había  sido  su  dominio.  En ese  momento  la  estancia  mostraba  que  desde  su  ausencia el lugar tenía una nueva ocupante: Paula.Se dirigió al armario de los licores que había en una esquina. Ella entró justo cuando abría las puertas del mueble. No prestó atención a las tazas de chocolate aún en la bandeja junto al sofá.

—¿No crees que deberíamos hablar de lo que acaba de pasar en la entrada sin que el alcohol matice el tema?

Jamás  pensaba  tratar  el  instinto  primario  que  le  había  surgido  al  verla  con  su  amante. Paula era suya. Y no pensaba dejarla ir, aunque dentro llevara el bebé de Hall-Lewis. Pretendía reclamar a su esposa. Su esposa. No era la novia de nadie... y jamás sería la prometida de Hall-Lewis.En  ese  momento  solo  tenía  una  cosa  en  la  mente:  convencerla  de que su lugar  estaba con él. Pero había decidido que ella tenía razón en una cosa... necesitaban hablar. Y ese no era el momento ideal... ya que necesitaba enfriarse.La miró.

—¿Sigue en pie el ofrecimiento de ayudarme a elegir ropa? —preguntó sin volverse.

La sorpresa aleteó en el rostro de ella.

—Por supuesto.

—Bien —giró  aliviado—.  Podemos  ir  de  compras  por  la  mañana  y  luego  comer  juntos —ella todavía no lo sabía, pero el único resultado de esa charla sería que Hall-Lewis  era  historia.  Miró  ese rostro  que  tanto  había  echado  de  menos—.  Te he preparado una taza de chocolate —la voz le salió ronca—. Está junto al sofá.

—Gracias —Paula giró, quebrando el hechizo.

Con manos trémulas Pedro se sirvió dos dedos de whisky irlandés. Una vez sentado en el sofá chesterfield, echó la cabeza hacia atrás y suspiró.

—¿Cansado?

Irguió  la  cabeza  y  vió que  la  tenía  de  pie  delante  de  él.  Un  poco  de  chocolate  le  manchaba el labio superior. «Que dulce sería lamérselo».

—Deberías irte a la  cama  —le  dijo  con  brusquedad. 

Antes  de  que  él  actuara  impulsado  por  el  cóctel  explosivo  del  deseo  creciente  y  la  furia  posesiva  que  había  sentido al ver las manos de Hall-Lewis sobre ella. "Es mía", se dijo.

—Me iré en cuanto acabe el chocolate —se estiró y bostezó cubriéndose la boca—. Lo siento —se disculpó y se dejó caer en el sofá.

Pedro no  se  atrevió  a  mirarla.  Sus  sentidos  se  pusieron  en  alerta  máxima.  Toda  su  existencia se canalizó en el presente. Y en ellos dos.Bebió un trago del whisky que ya no quería.

—Ya había aceptado salir a cenar con Fernando antes de tu regreso —le explicó ella a su lado.

—Lo sé.  Ya me lo dijiste  —no  deseaba  hablar  de  la  noche  que  había  pasado  con  Fernando.  Dejó la copa sobre la mesita de centro y vió que ella sonreía. Deseó oír el sonido jubiloso de su risa y se dijo que aún podía conseguirlo. Desde luego, podía intentarlo—. ¿Quién  llama  a  un  hombre  adulto  Feranndo,  por  el  amor  de  Dios?  Es  un  nombre  para perros. La sonrisa de ella se mantuvo.

—No olvides a los héroes y a los príncipes. Es muy distinguido... .

—Eso plantea otra cuestión.

-Tiene  que  ser  mejor  que  llamar a una  hija  Paula.  Muchas  reinas  llamaron  a  sus hijos Fernando. Muchos reyes ingleses se llaman Fenando.

Pedro bufó y apoyó el brazo en el respaldo del sofá, la mano cerca de su nuca, pero con cuidado de no tocarla.

—¿Me estás diciendo que Hall-Lewis tiene aspiraciones reales?

Ella rió de verdad e hizo que los ojos de él se clavaran en su boca.

—¡Claro que no! Y deja de llamarlo Hall-Lewis... es tan cursi.

—No habrá necesidad de llamarlo de ninguna  manera  como  siga  sobándote  —afirmó con tono lúgubre.

—¡No me estaba sobando!

—Sus manos estaban por todo tu cuerpo —se acercó a ella.

—Exageras, Pedro—evitó su mirada.

jueves, 18 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 20

—Vas  a  matarme  cuando  sepas  lo  que  he  hecho  —le  dijo  Paula a  Fernando esa  noche  después de que el maître los acomodara en una mesa.

—¿Matarte? —le sonrió por encima del menú que había abierto—. Nunca.

Ella gimió y apoyó el mentón en las palmas de las manos.

—Pedro cree que el bebé es tuyo.

—¿Qué? —soltó Fernando con incredulidad.

Paula se mordió el labio.

—Cree que estoy embarazada de tí.

—¿Es lo que le dijiste?

Era difícil evaluar la reacción de Fernando. Desde luego, no se lo veía tan irritado como había esperado que estaría. Pero tampoco reía.

—No del todo.

—Entonces, ¿Cómo llegó a ese malentendido?

—Es difícil de explicar. Pedro se mostraba... difícil. Dió por hecho...

—¿Que yo era tu novio? —cerró el menú y lo dejó sobre la mesa—. ¿Y no le dijiste la verdad?

—Yo... se estaba comportando como un idiota.

—¡Paula! Esto es casi tan descabellado como tu idea demente de tener un bebé.

—Fernando, por favor —desplegó la servilleta y se la colocó sobre el regazo—. Ya tuve suficientes recriminaciones al respecto de mi padre. ¿Podemos obviar ese tema?

Fernando se reclinó en la silla y la estudió.

—Bien, ¿Cómo reaccionó Pedro?

—¿Cómo imaginas que lo hizo?

—Mal —con  un  gesto  le  indicó  al  camarero  que  se  acercaba  a  tomarles  el  pedido  que les diera más tiempo.

—Por supuesto, voy a tener que decirle que no es cierto. No es justo enredarte en... nuestros problemas.

—Paula... —acercó la silla al lado de ella y le pasó un brazo por los hombros—. Odio verte así. Somos amigos desde hace mucho tiempo, ¿Cierto?

Ella asintió, temerosa de que si hablaba le saltaran las lágrimas que le atenazaban la garganta.

—Aprovéchate  de  mí...  deja  que  Pedro siga  creyendo  que  vas  a  tener  mi  bebé.  No  tienes  por  qué  contarle  la  verdad  ahora  mismo.  Date  algo  de  espacio  y  elige  el  momento apropiado para revelárselo.

Fernando tenía parte de razón.Siempre había actuado siguiendo impulsos... y no siempre le había ido bien. Incluso decidir tener el bebé había sido una reacción ante la ausencia de Pedro. Si  continuaba  con  la  mentira,  éste también  pensaría  que  Fernando era  su  amante  y  eso facilitaría mantenerlo a distancia. Le proporcionaría una máscara tras la cual poder esconderse. Lo que le recordó...

—Mmm... deberías saber algo más.

—¿Qué?

—Le dije a Pedro que planeábamos casarnos.

Fernando  la  miró  atónito,  y  luego  soltó  una  carcajada  que  hizo  que  los  comensales  de las mesas próximas giraran la cabeza.

—Es demasiado gracioso.

Paula no  quería  enfrentarse  al  hecho  de  que  también  quería  que  Pedro sufriera  un  poco. Después de todo, se había desvanecido cuatro años con otra mujer. Pero  no  tenía  intención  de  dejar  que  creyera  para  siempre  que  Fernando era  el  padre  de su bebé.

—Úsame como tu escudo humano el tiempo que quieras. Deja que Pedro crea que pretendes pedir el divorcio —llamó al camarero que esperaba a cierta distancia.

—Fernando, eres el mejor amigo que podría tener una mujer.

—Cuando  gustes  —le  dedicó  una  sonrisa  agridulce—.  Y  ahora  nos  merecemos  un  poco de champán para celebrar nuestro compromiso.

Al oír el coche detenerse fuera, se levantó en el acto. Pedro finalmente  había  reconocido  que  Paula tenía  razón.  Quizá  no  se  habían  comunicado  lo  suficiente  en  el  pasado.  Él  había  considerado  que  era  suficiente  la  comunicación que compartían en el dormitorio. Le había demostrado lo que sentía con acciones,  no  palabras.  Pero  empezaba  a  comprender  que  había  cosas  que  deberíanhaber tratado. Sin importar lo difícil que le hubiera resultado a él. Esa noche planeaba iniciar la construcción de un puente sobre ese abismo de dolor silencioso y promesas rotas que había entre ellos. Con eso en mente, le había dado la noche  libre  a  Leonardo para  estar  a  solas  con  ella.  Y  en  ese  momento,  dos  tazas  de  chocolate, calientes y espumosas, humeaban en la bandeja del mayordomo. No le gustó el sonido de una risa masculina. Salió al pasillo en el momento en que sonaba el código de seguridad. Paula entró riendo. La emoción apuñaló a Pedro . Detrás la seguía... Hall-Lewis.Todo su instinto masculino se puso en alerta. No era lo que había esperado. Era su culpa. Se había permitido caer en una falsa sensación de seguridad.

Eres mía: Capítulo 19

Pero  ella  no  lo  notó.  Tenía  las  manos  demasiado  ocupadas  hurgando  debajo  de  la  almohada. Pedro perdió  la  paciencia.  Quería  de  vuelta  a  su  esposa.  Gimiendo,  giró  hacia  ella.  Sin dejar de fingir encontrarse en un profundo sopor, le pasó un brazo por la espalda y tiró. Pero  Paula saltó  hacia  atrás  y  el  brazo  de  él se  separó.  A  través  de  ojos  casi  cerrados, vislumbró una pieza de seda y encaje de color jade entre las manos de ella. Brand se dio la vuelta.A su espalda, su esposa musitó:

—Ya está. Me voy a dormir al cuarto del bebé, ¡Y tú puedes irte al infierno!

Apagó la lámpara y dejó la habitación sumida en la oscuridad antes de salir y cerrar de un portazo.A pesar de la falta de sueño, Pedro no tardó mucho en averiguar por qué Paula había cambiado de bancos para sus propias cuentas. Ramiro Walker,  el  banquero  que  se  había  negado  a  aceptar  sus  llamadas,  llevaba  un  traje negro, gafas sin montura y un aire de arrogancia que hizo que Pedro apretara los dientes.A  la  espalda  del  hombre  y  de  la  silla  negra  de  piel  de  ejecutivo,  colgaban  diplomas  en  marcos  dorados.  Miró  a  Paula sentada a  su  lado  para  evaluar  si  experimentaba  la  misma  irritación  que  él  ante  el  engreimiento  del  banquero.  Enfundada  en  un  vestido  de  seda  de  color  verde,  con  las  manos  sobre  el  regazo,  era  la  viva  imagen  de  la  ecuanimidad y la serenidad.Centró su atención en Walters.

—Sus cuentas fueron congeladas por orden de la señora Alfonso—le dijo Walters con voz  presumida  detrás  de  la  relativa  seguridad  de  los  dos  metros  de  su  mesa  de  despacho—. Hasta que su patrimonio sea liquidado, no podemos entregarle nada. Así que lo siento... no estamos en posición de adelantarle ningún tipo de fondos.

No sonó en absoluto arrepentido. Pedro hizo una mueca.

—Me  parece  que  ha  pasado  por  alto  lo  más  importante...  mi  patrimonio  no  será  liquidado. Estoy bien vivo.

Walters  comenzó  a  fruncir  el  ceño  y  extrajo  un  folio  de  los  papeles  que  tenía  delante.

—Esta es una copia de la orden del tribunal que lo declara muerto. Me temo que no podemos hacer nada hasta que no sea invalidada.

La  situación  era  absurda  y  Pedro empezaba  a  creer  que  el  banquero  estaba obteniendo cierto placer de todo eso. Paula adelantó el torso.

—Pero Pedro está aquí. Seguro que si le presenta pruebas de su identidad...

Pedro movió la cabeza. Su carné de conducir había desaparecido y el pasaporte que llevaba  era  una  falsificación.  No  tenía  ninguna  intención  de  someterlo  a  la  inspección  de  Walters.  Hasta  que  no  sustituyera  dichos  documentos,  lo  único  que  poseía  era  la  partida  de  nacimiento  que  Paula había  sacado  de  la  caja  fuerte  que  había  en  el  dormitorio.

—Eso no será necesario. Mis abogados tendrán esa orden invalidada al mediodía —miró  su  reloj  de  pulsera  para  recalcar  lo  que  decía...  ya  casi  era  mediodía.  Volvió  a  mirar  a  Walters  y  señaló  la  copia  de  la  orden  de  su  supuesto  fallecimiento  antes  de  decir  con  suavidad—:  Como  ese  obstáculo  será  eliminado  en  breve,  bien  puede  empezar  a  descongelar  mis  cuentas.  Tengo  considerables  activos,  y  algunas  de  mis  inversiones deben haber reportado unas plusvalías excelentes durante mi ausencia... y me haré cargo de ellas.

—Bien,  gustosos  haremos  negocios  con  usted  en  el  futuro  —Walters  sacó  una  tarjeta  comercial  de  un  tarjetero  tallado  de  latón  junto  a  un  juego  de  plumas  y  se  la  ofreció  a  Pedro—.  Por  supuesto,  esperamos  que  convenza  a  la  señora  Alfonso de  reconsiderar la decisión que tomó de trasladar sus cuentas... durante... la ausencia de usted.

Ignorando la tarjeta del banquero, expuso:

—Bajo ningún concepto pienso tomar en consideración decirle a la doctora Alfonso lo que debe hacer —se cercioró de que la titulación de Paula no se le escapara al otro—. Mi  esposa  es  inteligente  y  una  mujer  informada,  lo  suficiente  como  para  tomar  sus  propias  decisiones.  Mantener  mis  propios  negocios  aquí  requerirá,  por  supuesto,  que  usted ya no lleve mis cuentas... el grado del servicio prestado ha sido lamentablemente bajo, por no decir inexistente.

—Pero... —el otro empezó a mostrarse preocupado.

—El  servicio  tendrá  que  mejorar  sustancialmente  —cortó  Pedro—.  Espero  que  quienquiera  que  asuma  la  tarea,  acepte  mis  llamadas...  y  que  esté  disponible  para  verme.

El otro lo captó en el acto.

—Desde luego, señor Alfonso—musitó—. Ordenaré a recepción que pasen todas las llamadas en el acto. No habrá más... demoras.

—Bien —Pedro se  puso  de  pie. 

Paula también  y  apoyó  la  mano  en  su  brazo.  Pedro experimentó una oleada de placer. Era el primer movimiento que hacía para alinearse de  su  lado,  y  el  pequeño  gesto  representaba  una  victoria  significativa.  Una  vez  fuera,  no pudo contener la sensación de triunfo que lo embargaba.  Le sonrió.

 "Qué imbécil tan engreído", pensó. .Ella le apretó el brazo que aún sujetaba.

—Es  la  razón  por  la  que  cambié  de  banco.  Ese  hombre  siempre  me  hacía  sentir...  incompetente.

Pedro frenó  y  giró  hacia  ella.  Sintió  una  oleada  de  deseo;  nunca  la  había  visto  más  atractiva.

—Jamás te sientas incompetente. Ese hombre ni merece que le dediques tu tiempo. Olvídalo, doctora Alfonso... es evidente que carece de cerebro —con suavidad le apartó un  mechón  perdido  de  los  ojos—.  Cena  conmigo  esta  noche  —pidió  de  repente—. Vayamos a alguna parte...

—No puedo —interrumpió—.  Lo  siento,  Pedro,  pero  ya  tengo  la  cena  planificada...  desde la semana pasada... antes de tu regreso. No puedo cancelarlo tan a última hora.

—No —convino   sin   inflexión   especial  en   la   voz,  decidido  a  no   revelar   su   decepción—.  Claro que no  puedes  —sin  aguardar  una  respuesta,  añadió—:  Tengo  mucho que  hacer  para  ponerme  al  día...  empezando  por  comprar  un  buen  teléfono  móvil. Luego debo encontrar una oficina, personal que contratar —se miró la camiseta y los vaqueros con una mueca—. Y ropa que comprar.

—Ir  de  compras  nunca  fue  tu  ocupación  favorita  —miró  el  reloj  de  platino  que  llevaba  en  la  muñeca—.  Tengo  reuniones  toda  la  tarde.  Si  quieres,  una  vez  que  haya  terminado puedo ir contigo... antes de salir.

El  placer  que  lo  había  embargado  antes  se  había  disipado.  Pedro negó  con  la  cabeza.

—No  pasa  nada.  Tú  despeja  tu  agenda.  Y  emplea  el  tiempo  extra  para  prepararte  para la cena.

Al  alejarse,  sintió  que  se  había  perdido  una  oportunidad  para  reconectar  con  su  esposa. Se juró que la próxima vez no dejaría pasar esa oportunidad.

Eres Mía: Capítulo 18

Ni  siquiera  los  chorros  de  la  ducha  pudieron  evaporar  la  indignación  que  sentía  de  que  hubiera  ido  a  su  casa  y  se  hubiera  metido  en  su  cama,  adueñándose  de  su  santuario  más  íntimo  como  si  solo  lo  hubiera  dejado  el  día  anterior.  ¿Y  luego  tenía  el descaro de recordarle que aún era su esposa?¡No era ella quien se había ido! Alzó la cara hacia el agua. El hombre apoyado en sus almohadas y que había jurado amarla hasta que la muerte los separara la despreciaba. Ese hombre había abandonado los votos que habían pronunciado. Cerró  el  agua  y  se  pasó  crema  por  el  cuerpo,  cada  vez  más  sensible  a  medida  que  progresaba el embarazo.Un  aleteo  secreto,  como  el  susurro  de  alas  de  mariposa,  hizo  que  sus  manos  se  detuvieran  sobre  el  vientre,  experimentando  la  maravillosa  sensación  que  había  empezado dos semanas atrás. Su bebé se movía. Se habían casado cuatro semanas después de conocerse... y diez meses después él se había desvanecido. Un extraño que había compartido de forma íntima su vida y su amor durante menos de un año.Por  el  que  había  rezado  y  al  que  había  esperado  todos  los  años  que  había  estado  ausente. Pero,  ¿Había llegado a conocerlo alguna vez?No podía soportar tomar en cuenta la posibilidad de haberlo alejado de ella por un exceso de amor, como en una ocasión había alejado a su madre... hacia los brazos de la familia de otro hombre.Se preguntó si le había hecho lo mismo a él o si el vínculo que tenía con Candela  había sido  demasiado  fuerte.  Y  si  ese  era  el  caso,  ¿Por  qué  había  terminado  por  regresar  a  casa? En su cabeza remolineaban demasiadas preguntas. Pero una cosa era segura: no iba a compartir la cama con Pedro. No esa noche. No hasta que no obtuviera respuestas.Quizá nunca.El agua había dejado de correr.

Pedro observó la puerta con todos los músculos tensos, esperando a que se abriera.Cuando al final salió, la piel pálida de los hombros le brillaba por la humedad. Cerró rápidamente  los  ojos.  El  sonido  suave  de  los  pies  sobre  la  alfombra  le  indicó  que  se  acercaba a la cama.Se detuvo largo rato junto al lecho.

—¿Pedro? —musitó al final—. ¿Estás dormido?

No respondió y se concentró en mantener la respiración lenta y acompasada. En los últimos años había tenido mucha práctica en perfeccionar esa técnica que engañaba a los guardias.

Ella suspiró.

—No puedes dormir aquí.

A pesar de la irritación de Paula, Pedro no tenía intención de dormir en ninguna otra parte. Era su cama.... y ella su esposa.

—Despierta.

Le  tocó  el  hombro  con  dedos  sorprendentemente  gentiles.  Él  se  obligó  a  no  reaccionar.

—Eres demasiado pesado para que pueda moverte. Supongo que contaste con ello —se sentó en el borde—. Debería llamar a Leonardo para que me ayudara a hacerlo. Te lo tendrías bien merecido si todo el personal de la casa se enterara de que te he echado de mi dormitorio.

A la  uz  tenue  de  la  lámpara  de  noche  pudo  ver  que  tenía  la  cabeza  inclinada  y  los  hombros encorvados. Se la veía cansada y curiosamente derrotada. Anheló  alzar  el  edredón,  quitarle  la  toalla  húmeda  del  cuerpo  y  acomodarla  en  el  cálido espacio a su lado. Pero resistió el impulso.Iba a ganar ese asalto. Paula no tenía más elección que meterse en la cama con él... no tardaría en comprenderlo. Experimentó una oleada de expectación.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué has vuelto, Pedro?

Qué  Dios  lo  ayudara,  pero  ya  no  lo  sabía.  Durante  años  su  única  meta  había  sido  regresar junto a Paula. Desde el episodio del año anterior, cuando un mensajero había llegado  con  noticias  que  hicieron  que  Akam  se  enfureciera  de  miedo  y  condujeron  a  que lo golpearan de forma severa, Brand había sabido que sus captores se hallaban al límite.  Al  alimentar  la  paranoia  creciente  de  Akam,  se  había  asegurado  su  propia  liberación.  Su  secuestrador  le  había  proporcionado  transporte  al  norte.  Equipado  con  un  mapa  tosco,  Pedro se  había  dirigido  a  las  montañas  en  busca  de  una  red  de  contrabandistas  kurdos  de  la  que  Akam  le  había  hablado.  Después  de  tres  días  de  caminata  demoledora  bajo  un  sol  abrasador,  había  llegado  al  poblado  donde  se  asentaban.  Desde  allí  había  tenido  ayuda,  y  reveses  que  le  habían  hecho  perder  más  meses, antes de lograr atravesar el paso de los contrabandistas en las montañas. Una vez  en  Turquía,  le  habían  proporcionado  dos  pasaportes  falsos,  uno  a  su  propio  nombre  y  otro  bajo  una  identidad  falsa,  antes  de  iniciar  el  largo  trayecto  de  vuelta  a casa en los Estados Unidos.El primo turco de Akam, Ahmet, le había aconsejado que no usara el pasaporte a su nombre  por  si  despertaba  alarmas  en  alguna  agencia  gubernamental.  Sin  embargo,  y  aunque fuera falso, tener un pasaporte a su propio nombre lo reafirmaba en el hecho de que Pedro Alfonso aún existía.Había esperado...Cerró  los  ojos  con  fuerza.  ¿Qué  diablos  importaba  lo  que  había  esperado?  Había  llegado a casa listo para recuperar su antigua vida... y solo había descubierto que Paula negaba su existencia. Había vuelto junto a una esposa que estaba embarazada... y que planeaba casarse con otro hombre.

Paula se inclinó hacia él. Durante un segundo pensó que lo iba a abrazar... incluso a besar.

Eres Mía: Capítulo 17

Se  apoyó  contra  la  ventana  y  recordó  todas  las  charlas  felices  que  habían  tenido  sobre formar una familia numerosa. Y en ese momento Paula estaba embarazada. Pero no de él. No estaba realizando el sueño de ambos. Era únicamente el sueño nuevo de ella... parte de la visión que tenía de un futuro con Hall-Lewis.En  la  calidez  del  dormitorio,  supo  que  tendría  que  luchar  por  su  propio  futuro  con  ella.  La  siguiente  parada  sería  una  visita  a  su  abogado,  quien  sin  duda  se  mostraría  atónito de verlo. Su buitre legal al fin podría ganarse la excelente minuta que siempre le había pagado, resucitándolo legalmente de entre los muertos.Su matrimonio distaba mucho de estar acabado.No iba a dejar que Hall-Lewis se la arrebatara sin oponer una dura resistencia.Había vuelto a casa para quedarse.

Paula entró en la casa a oscuras.Unos  candelabros  proyectaban  sombras  suaves  en  los  rincones  del  vestíbulo.  Se  dirigió hacia la escalera alfombrada. Arriba, Leonardo ya había apagado las luces del techo, dejando un resplandor tenue de una lámpara que había en un aparador para que le iluminara el camino. La  puerta  del  dormitorio  estaba  abierta  un  poco.  La  empujó,  fue  hacia  la  silueta  tenue de la cama y se sentó en el borde. Después de quitarse los zapatos de tacón alto, se inclinó y encendió la lámpara de la mesilla.Se incorporó, se bajó la cremallera del vestido negro de algodón y con un contoneo comenzó a quitárselo.

—La verdad es que no tenía en mente un striptease, pero no dejes que eso te frene.

Paula giró en redondo con el corpiño pegado a los pechos y miró al hombre acostado en la cama grande, los brazos cruzados detrás de la cabeza y que la estudiaba con ojos entrecerrados.

—Casi  me  provocas  un  paro  cardíaco.  ¿Qué  haces  aquí?  —demandó—.  En  mi  casa  —entonces notó que tenía el torso desnudo—. ¡No llevas puesto nada!

—¿También has olvidado que duermo desnudo? —sonrió.

Desnudo.  Eso  invocó  imágenes  que  la  hicieron  sudar.  Lo  había  visto  desnudo  un  millón de  veces.  Habían hecho  el  amor.  Y  de  forma  muy  apasionada.  Entonces,  ¿por  qué esa única palabra la hacía temblar como si fuera virgen?

Pedro sonreía  como  un  depredador,   lo que hizo que  sospechara que sabía   exactamente cómo se sentía. Pegó con más fuerza el vestido contra sus pechos.

—Sal de  mi cama  —soltó. 

Sin  importar  lo  que  él  tuviera  en  mente,  no  pensaba  acostarse con él como si fuera una fruta madura y lista para ser devorada.

—Nuestra cama —ante su rubor, murmuró con tono ronco—: ¿No me digas que tu novio usa pijama?

En  el último  instante  recordó  que  le  había  dicho  que  iba  a  casarse  con  Fernando y  contuvo  la  réplica.  Su  incomodidad  aumentó.  Pero  al  menos  esa  ficción  del  novio  le  daba  una  protección  sobre  el  efecto  no  deseado  que  ejercía  sobre  ella  la  presencia  física de Pedro. Absolutamente  decidida  a  no  revelar  su  vulnerabilidad,  echó  la  cabeza  atrás  y  respondió:

—¿No  se  te  pasó  por  la  cabeza  que  al  venir  aquí  esta  noche  podrías  haberte  encontrado con él?

—Es algo que consideré. Para serte sincero, deseaba que pasara.

Ese lado oscuro de Pedro que había sabido que debía existir pero que nunca había visto  la  asustaba.  Había  servido  en  las  Fuerzas  Especiales;  poseía  una  destreza  y  unos  conocimientos que jamás quería llegar a descubrir. Podría hacer pedazos a Fernando.Se preguntó si habría cometido un gran error táctico al decirle que iba a casarse con su amigo. ¿Lo habría puesto en peligro? Tragó saliva y se dijo que estaba exagerando. Nunca le haría daño a Fernando. Él alzó el edredón en un gesto de invitación.

—Pero  tu  novio  no  está  aquí  y  tú  ya  estás  medio  desnuda.  Suelta  ese  vestido  y  métete en la cama.

El corazón le dió un vuelco. Su aplastante incapacidad de resistirse a él era el motivo de la mentira que había urdido.

—Ni lo sueñes.

—¿Se supone que debo ir a buscarte? —le ofreció una sonrisa letal.

La  promesa  manifiesta  en  sus  ojos  hizo  que  Paula temblara.  Lo  haría.  Y  estaba  desnudo bajo la sábana... "Largate ya", pensó.

—¡Eres  imposible!  —subiéndose  el  vestido,  cruzó  la  habitación  antes  de  que  la  tentación  pudiera  ganarle—.  Esto  ha  ido  demasiado  lejos.  Voy  a  darme  una  ducha  y  cuando salga, te quiero fuera de aquí. Puedes elegir cualquiera de los dormitorios para invitados, pero este es mi dormitorio.Al cerrar con fuerza la puerta del cuarto de baño principal, lo oyó gruñir:

—Y  esta  es  mi  cama.  Tú  eres  mi  esposa...  a  pesar  de  que  parezca  que  lo  hayas  olvidado.

martes, 16 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 16

En la esquina del museo paró un taxi y le dió una dirección. En su mente solo había sitio para las últimas revelaciones de Paula. Se había quitado la alianza. Había aceptado casarse con Hall-Lewis.Y ya lo había declarado muerto.Mientras  él  había  pensado  en  ella  todos  los  días,  consumido  por  el  modo  en  que  podría llegar a encontrar el camino de vuelta a su lado, ella había estado planeando el modo de enterrarlo vivo.Con  la  vista  clavada  en  la  ventanilla,  pensó  que  en  su  vida  anterior  había  sido  impaciente.  Pero  su  cautiverio,  donde  los  minutos  se  habían  extendido  a  horas  y  las  horas a días, había cambiado eso. Había adquirido la capacidad de bloquear todo salvo lo que más deseaba: sobrevivir.El taxi se detuvo ante una casa de ladrillo visto en una avenida alineada de árboles. Pagó con los últimos dólares que le había prestado Akam y fue hacia la vivienda que le había  comprado  a  Paula en  lo  que  parecía  otra  vida.  En  la  puerta  de  entrada,  en  unas  letras de latón se leía: «Bienvenida a casa».Llamó al timbre. No reconoció al criado bajo y calvo que abrió.

—¿Dónde  esta  Bernardo?  —demandó,  sorprendido  de  no  ver  al  hombre  elegante  y  encorvado que Paula y él habían contratado en tiempos más felices.

—Bernardo se  jubiló  el  año  pasado,  se...  —el  mayordomo  estudió  los  vaqueros  y  la  camiseta negra que llevaba y que remarcaba el torso y los brazos musculosos antes de frenar el resto del cortés y automático señor—. No estamos buscando guardaespaldas.

Pedro le  dedicó  al  desconocido  que  le  frenaba  la  entrada  a  su  hogar  una  mirada  letal.

—No busco trabajo. Soy Pedro Alfonso.

El mayordomo se mantuvo firme, los ojos reflejando incredulidad.

—El señor Alfonso está muerto.

A  pesar  de  su  crispación,  se  dijo  que  el  hombre  cumplía  con  su  trabajo.  Al  final  se  apiadó  y  sacó  un  pasaporte  tan  nuevo  que  las  tapas  seguían  rígidas.  Lo  abrió  en  la  página de identificación.

—¿Satisfecho?

El hombre miró la foto y tragó saliva.

—Al parecer le debo una disculpa, señor Alfonso.

—No  es  necesario  —se  guardó el  pasaporte  falso  y  enarcó  una  ceja—.  No  he  retenido su nombre.

Los dos sabían que el mayordomo no lo había dado. La cara del otro mostró incomodidad.

—Me llamo Leonardo. La doctora sigue en el museo, señor.

Se  refería  a  Paula.  Otra  información  que  había  descuidado  compartir  con  él:  había  sacado  el  doctorado.  Otra  cosa  que  se  había  perdido.  Controló  la  frustración  de  la  trágica injusticia de toda la situación. Si permitía que el resentimiento y la ira afloraran, se volvería loco.—

Lo sé —repuso con calma—. Vengo de allí.

El ceño del mayordomo se vió remplazado por alivio.

—Entonces, ¿Regresará cuando la doctora se encuentre en casa?

Para evitar un punto muerto inútil, preguntó:

—¿Samuel  sigue formando parte del personal?

Le  irritó  tener  que  preguntarle  a  un  hombre  que  desconocía  si  el  chófer  aún  trabajaba para él.El mayordomo asintió, pero siguió bloqueando la puerta. Pedro avanzó.

—Vaya a buscarlo, Leonardo—espetó—. No pienso quedarme aquí de pie todo el día.

Cinco minutos más tarde, Pedro se encontraba dentro de su propio hogar. Un  Samuel sonriente  lo  seguía  de  cerca con  lágrimas  en  los  ojos  mientras  Pedro,  también  con  un  nudo  en  la  garganta  por  la  emoción,  estudiaba  el  interior  del  hogar  que no había visto en años. Había  una  diferencia  sutil.  Las  paredes  blancas  habían  dado  paso  a  tonalidades  oscuras que formaban un fondo excelente para el Kandinsky por el que Paula y él habían pujado un mes después de comprar la casa. El  cofre  grande  que  en  una  ocasión  había  estado  contra  la  pared  había  sido  sustituido por un aparador de nogal que le daba al recibidor un aire de extrañeza que no había previsto. Subió la escalera alfombrada y, al final de un pasillo que en uno de sus lados exhibía ventanales arqueados, entró en el dormitorio principal.Las  cortinas  tenían  una  tonalidad  verde  que  resaltaban  el  marfil  suntuoso  del  papel de las paredes. Siguió buscando con la vista signos familiares de la vida cotidiana de  Paula.  Salvo  por  un  jarrón  que  tenía  flores  blancas  y  dos  frascas  aromáticas  en  el  tocador, este carecía de toda parafernalia femenina.Toques secretos de jazmín flotaban en el aire.El sol de la tarde se filtraba a través de las ramas del nogal que había del otro lado de la ventana, moteando el edredón impecable. La magnífica cama de caoba con dosel que  los  dos  habían  elegido  después  de  pasar  un  hilarante  día  de  San  Valentín  probando camas en lo que parecía un siglo atrás, aún le daba calidez a la habitación.En  esa  cama  le  había  hecho  el  amor  a  su  esposa  más  veces  que  las  que  quería  recordar. La alfombra mullida amortiguaba sus pasos. Se detuvo ante los amplios ventanales que daban al patio trasero, lleno de abedules. De  forma  espontánea,  recordó  el  momento  eléctrico  en  el  despacho  de  Paula,  el  calor  de  su  lengua  al  tocarle  el  labio...  Dios,  se  había  sentido  tentado  a  no  parar,  a  pegarla contra él y a hundirse en su íntima suavidad.Pero  había  estado  demasiado  enfadado.  Ahí,  en  ese  dormitorio  donde  habían  compartido tantas horas de felicidad, quizá fuera diferente.Ese era su hogar.Y Paula era su esposa, no su viuda.

Eres Mía: Capítulo 15

—No legalmente... —se fue dirigiendo hacia la puerta a medida que el cuerpo de él ocultaba el sol—. Hice que te declararan muerto.

—¿Qué?

—Estás muerto, Pedro. Por lo que respecta al mundo, estoy viuda.

Él hizo una mueca.

—No  son  más  que  tonterías.  Estoy  aquí...  vivo...  y  sigues  siendo  mi  esposa  —de pronto estableció la conexión—. Declarado muerto. Por eso congelaron mis cuentas.

La expresión de sus ojos le heló la sangre.

—Sí, hasta que se ejecute tu patrimonio. Luego se repartirán tus posesiones —había olvidado mencionarle la cita del día siguiente en el banco—. Pedro...

—Y  tú,  desde  luego,  lo  heredas  todo...  Ahora  entiendo  tu  motivación  para  que  me  declararan oficialmente muerto.

—Pedro, yo no necesito tu dinero. Tengo mi herencia, un trabajo...

—Que papito te consiguió —se mofó.

—Jamás  me  importó el  dinero.  Los  contactos  de  mi  padre  puede  que  ayudaran  en  mi  presentación  en  el  museo,  pero  conseguí  mi  trabajo,  y  todos  los  ascensos  que  he  obtenido,  en  base  a  mis  méritos.  Soy  responsable  de  mi  propio  éxito.  No  me  puedes  arrebatar  eso  —se  apartó  unos  mechones  de  la  cara—.  He  arreglado  una  cita  con  el  banco para mañana a primera hora.

—Será  mejor  que  llames  a  los  abogados  para  que  también  anulen  la  orden  del  tribunal que me declara muerto —gruñó.

Paula asintió.  El  súbito  silencio  que  reinó  entre  ellos  solo  ayudó  a  potenciar  la  conciencia que tenía de cada movimiento que hacía él. Dió un paso leve hacia la puerta. Pero Pedro llegó primero. Se  acercó  hasta  que  ella  quedó  pegada  contra  el  cristal.  Se  paralizó  al  ver  que  se  inclinaba.La rodeó su aroma familiar; aspiró la fragancia de él y se le aflojaron las rodillas. Pedro entreabrió los labios y Paula recordó el placer que esa boca le había dado en el pasado.Sintió un cosquilleo por la espalda que aportó una urgente percepción eléctrica que realmente no necesitaba.Y supo que Pedro iba a besarla.Dejó de respirar. La supervivencia quedó ahogada por una emoción más poderosa. Pedro susurró  su  nombre  y  ella  sintió  un  palpitar  en  la  parte  baja  del  vientre.  Sin  pensarlo, se humedeció los labios. Pedro exhaló y los músculos de Paula se tensaron. Ya podía sentir su boca... probarlo.La última vez que había experimentado ese nerviosismo sin aliento había sido en la Capilla del Amor en Las Vegas. Pero entonces la esperaba un mundo nuevo. Esperanza. Y  felicidad.  Habían  estado  enamorados,  no  había  existido  esa  tensión  afilada  como  el  mejor acero.

Había sabido que esa huida a Nevada representaría problemas, pero había tenido la seguridad  de  que  su  padre  le  perdonaría  no  celebrar  una  boda  lujosa,  llena  de  invitados a los que apenas conocería. La boda en Las Vegas no había sido ni especial ni íntima, pero su corazón había estado con Pedro. Después de todo, lo amaba.Era suyo para siempre. Lo había sido desde aquel primer momento en la subasta en que le había aconsejado que no pujara por las monedas romanas falsas.En  ese  momento,  el  dedo  pulgar  de  él  se  posó  en  su  labio  inferior  húmedo.  Su  lengua probó esa piel áspera. Sabía a sal y a almizcle. A hombre excitado. Con  el  corazón  desbocado,  Paula se  derritió.  En  esa  ocasión  le  lamió  el  dedo  pulgar  con  lenta  deliberación.  Hizo  remolinear  la  lengua  en  el  pliegue  suave  que  separaba  el  pulgar del dedo índice.Tenían una segunda oportunidad.Iba a salir bien... entre los dos podían hacer que funcionara. La  boca  bajó  sobre  la  suya.  En  contraste  con  la  pasión  ardiente  que  dominaba  a  Pedro,  el  cristal  de  su  espalda  estaba  duro  y  fresco.  Él  movió  los  labios  y  ella  dejó  escapar un gemido. El beso se ahondó. Paula subió las manos por la camiseta de Pedro y le acarició la nuca. La presión de la boca de él cesó de golpe. Ella abrió los ojos. Pedro retrocedió,   estableciendo   distancia   entre   ambos,   con   un   conocimiento   horrible en sus ojos.

—Bueno... será mejor que me vaya... no has parado de decirme todo el trabajo que tenías y yo te impido ejecutarlo. Y pensándolo mejor, le daré órdenes a mis abogados para  que  cancelen  ellos  la  orden de mi  fallecimiento.  De ese  modo  no  te  quitaré  tu  valioso tiempo.

Canalla...De  modo  que  sabía  que  lo  deseaba.  Qué  humillante.  Iba  a  dejarla  colgada  de  esa  manera... hambrienta de él. Cerró las manos con fuerza, decidida a contenerse y a no suplicarle que la besara... una vez más.Con  qué  facilidad  había  derribado  las  barreras  que  había  intentado  levantar  en  torno a él. Con qué facilidad ella se había olvidado de Candela...Él volvió a inclinarse hacia ella.

—Toma esto como una advertencia —le gruñó al oído.

Negándose a amilanarse, no se movió. Pedro apoyó la yema de su dedo índice bajo el mentón de ella y se lo alzó, obligándola a mirarlo a los ojos.

—Disto mucho de estar muerto. Y así como quizá estés planeando casarte con otro hombre, sigues deseándome a mí. Piensa en eso... porque es en lo único en lo que voy a pensar yo... toda la noche.

Sin darle la oportunidad de responder, la soltó, dió media vuelta y se fue. Mordiéndose  el  labio  inferior,  contuvo  el  sollozo  que  amenazaba  con  salir  de  su  garganta.En el despacho reinó el silencio. Encorvó  los  hombros.  Demasiado  extenuada  para  moverse,  apoyó  la  cabeza  en  el  frescor del cristal y deseó con toda su alma no tener que volver a ver jamás a Pedro.Canalla arrogante. ¡No se merecía su lealtad!Ni siquiera tenía manera de contactar con él... tendría que esperar que la llamara.Al menos había tenido el valor de quebrar un vínculo con él y quitarse la alianza. De  pronto  sintió  una  oleada  de  adrenalina.  Aún  podía  visualizar  el  lugar  donde  lo  había  dejado  en  la  encimera  de  granito.  Se  había  secado  las  manos,  pero  después  había olvidado recoger el anillo.En  el  momento  en  que  abrió  la  puerta  de  los  aseos  femeninos,  el  corazón  le  martilleaba. Con pavor posó la vista junto al lavabo.La alianza no estaba.

Eres Mía: Capítulo 14

—¿Quieres que te lo deletree?

—Así  como  es  cierto  que  la  base  de  este  jarrón  se  rompió  como  el  de  Warka,  me  molesta tu implicación de que fue como resultado de su robo del Museo de Irak. Este no  es  el  Jarrón  de  Inanna  que  tú  viste  allí.  Este  jarrón  posee  una  procedencia  segura.  Creo que sufrió daños hace unos años, cuando se inspeccionó por motivos del seguro.—¿Y no se restauró entonces? —inquirió él con incredulidad.

—A  mí  también  me  resultó  peculiar  —reconoció  Paula—.  Pero  el  coleccionista  se  hace mayor y el mantenimiento le resultaba agotador. Lo hicimos restaurar nada más adquirirlo.  Verás  que  no  fue  el  primer  daño  que  recibió.  Siglos  atrás  debió  de  caerse,  porque fue restaurado por artesanos antiguos. ¿Lo ves?

Ella señaló las marcas y le dedicó una mirada de reojo para evaluar su reacción. Ni un parpadeo.Dejó de mirar el jarrón de alabastro y centró su atención en ella.

—Lo  veo,  y  sospecho  que  es  muy  factible  que  fuera  robado...  y  vendido  en  el  lucrativo  mercado  negro  a  un  coleccionista  que  lo  mantuvo  bajo  fuertes  medidas  de  seguridad.

Molesta ante la implicación de que tanto ella como Ariel Daley, el conservador jefe ya mayor, pudieran comprar artefactos en el mercado negro, nombró al vendedor, un coleccionista privado de excelente reputación.Él enarcó una ceja.

—¿Aceptó separarse voluntariamente de la que debía ser la joya de la corona de su colección?

 Se  preguntó  si  de  verdad  creía  que  había  habido  algo  turbio  o  solo  intentaba  crisparla.

—Es un viejo amigo de mi padre. No tiene hijos... y sus herederos carecen de interés por  las  antigüedades.  Y como  te  acabo  de  informar,  la  pieza  ya  estaba  dañada.  Creo  que  el  pobre  hombre  estaba  encantado  de  que  la  restauraran  y  expusieran  en  el  museo  para  que  la  gente  pudiera  gozar  de  ella.  Fuimos  muy  afortunados  de  adquirir  parte de su colección.

La sorpresa de Pedro se puso de manifiesto.

—¿Hay más piezas?

—Oh,  sí  —el orgullo hizo que  sonriera—.  Pero  aún  las  están  catalogando...  Ariel   comprueba  la  procedencia  de  cada  pieza.  Pero  ha  ayudado  que  nuestro  coleccionista  sea  mayor  y  realizara  casi  todas  sus  adquisiciones  antes  de  la  década  de  los  setenta.  Durante un tiempo no se expondrán... la limpieza y restauración lleva mucho tiempo... aunque  exhibiremos  una  de  las  piezas  más  espectaculares  para  que  coincida  con  el  festival del museo.—Y  para  convencerte  del  cuidado  que  pusimos,  Ariel  contactó  con  el  museo  de  Bagdad  y  confirmó  que  el  Jarrón  de  Inanna  no  había  sido  saqueado.  No  figura  en  su  inventario de artefactos perdidos.La miró a los ojos.

—Yo habría  hecho  exactamente  lo  mismo.  Pero  eso  no  garantiza  que  no  haya  sido  saqueado, solo que su desaparición aún no se ha registrado.

El  impacto  de  esos  ojos  hizo  que  sus  siguientes  palabras  murieran  mudas  en  su  boca. La  mirada  de  Pedro se  agudizó  y  le  tomó  la  mano.  Mientras  el  dedo  pulgar  acariciaba   la   ligera   hendidura   donde   había   estado   la   alianza,   experimentó   una   descarga de sensaciones.

—No llevas puesta la alianza.

—Me la quité.

—¿Por qué?

En ese momento entró un grupo de turistas japoneses en una excursión guiada por el museo.

—Este no es el lugar para mantener esta discusión —dijo, agradecida por el respiro.

—¿Por qué? —repitió él con más insistencia, sin moverse.

El aire entre ellos crepitaba. Se le encendieron las mejillas.

—Estamos dando un espectáculo.

Sin  aguardar  la  respuesta  de  él,  liberó  su  mano  y  escapó  de  la  galería  como  si  la  persiguiera el mismo diablo. Pedro llenó el umbral de la puerta de su despacho.Paula pensó que había llegado el diablo en persona...Desterró  esa  imagen  y  respiró  hondo.  La reacción  al  contacto  con  él  la  había  sacudido.  La  atracción  que  siempre  le  había  provocado  parecía  tan  poderosa  como  siempre... aun cuando él la odiaba.Se preguntó qué diablos le pasaba. La había abandonado por otra mujer. ¿Cómo podía siquiera sentirse tentada por un hombre  cuyo  desprecio  por  ella  resultaba  palpable?  Pero  había  una  salida...  que  lo  situaría para siempre fuera de su alcance.Era hora de pensar en su propia supervivencia. Y en la de su bebé.

—Me quité la alianza porque... —la voz se le quebró y tragó saliva.

Pedro se  quedó  inmóvil  y  con  los  ojos  entornados.  Ahí  no  había  amor,  solo  oscuridad.

—Fernando me pidió en matrimonio y...

—¡No! —el sonido estalló de él.

Con rapidez, añadió:

—Le dije que sí —alzó el mentón y sus ojos se encontraron—. Un bebé necesita un padre.

Para sus adentros se disculpó con Fernando por su cobardía. Pero sería más fácil de esa manera. Pedro ya había llegado a la conclusión de que el bebé era de su amigo. Y ella no quería a ese desconocido de ojos fríos y naturaleza suspicaz.

—No puedes casarte con Hall-Lewis... estás casada conmigo.

—No, no lo estoy. Tú estás muerto.

—¿Disculpa? —se acercó, demasiado grande y peligroso—. Estoy bien vivo.

Eres Mía: Capítulo 13

El día de la boda Pedro le había dicho que el rojo representaba la pasión, el blanco era  por  ella,  su  prometida,  mientras  que  el  amarillo  representaba  los  niños  que  tendrían juntos... la familia que ella siempre había anhelado.Se llevó la mano libre al estómago, reconfortada por la presencia de vida que crecía en ella. Tendría el hijo que habían planeado, pero no habría familia...Sin embargo, no albergaba remordimientos.Tomar  la  decisión  de  tener  el  bebé  había  llenado  el  vacío  oscuro  en  los  días  posteriores  en  los  que  se  había  visto  obligada  a aceptar  que  Pedro estaba  realmente  muerto... de lo contrario se habría vuelto loca. Miró el anillo. Ir en pos de aquel sueño era lo que la había mantenido cuerda.Hasta  ahí  llegaba  la  esperanza  de  que  ese  día  le  aportaría  perspectiva.  Y  ahí  se  evaporaba  su  intención  de  hablar  con  Pedro acerca  del  bebé.  Empezaba  a  resultar  imposible...El había cambiado demasiado. Dejó  el  anillo  de  boda  en  la  fría  encimera  de  granito  y  se  secó  las  manos  con  una  toalla  antes  de  echarla  en  el  cesto.  Luego  se  inspeccionó  con  mirada  crítica  en  el  espejo.  Nada  en  ella  había  cambiado.  Estaba  igual  que  el  día  anterior...  que  el  mes  anterior...  incluso  que  el  año  anterior.  Desde  luego,  no  parecía  embarazada  de  diecinueve semanas.Finalmente reconoció que quizá se hallaba algo más delgada. Pedro había  cambiado.  Así  como  siempre  había  sido  reservado  y  más  que  un  poco  enigmático,  jamás  había  dudado  de  que  la  amaba.  Pero  en  ese  momento  no  estaba  distante...  estaba  directamente  en  otro  planeta.  Sin  importar  lo  que  él  quisiera  convencerla  de  creer,  descubrir  su  embarazo  no  podía  ser  responsable  de  semejante  metamorfosis.Ya  no  confiaba  en  ella.  No  la  amaba.  Creía  que  lo  había  traicionado  y  que  se  había  acostado con Fernando. Antes de caer en un sentimiento de culpa, se repitió que toda la situación no tenía nada que ver con ella... ni con el embarazo.Por  motivos  personales,  cuatro  años  atrás  Pedro había  elegido  marcharse,  irse  a  Atenas sin ella, y luego viajar a Bagdad sin comunicárselo, en compañía de una mujer con la que en una ocasión había tenido una relación íntima.Era  hora  de  reconocer  el  hecho  de  que  la  unión  había  empezado  a  desmoronarse  antes de que él se marchara... que no era el templo de fortaleza construido sobre unos cimientos sólidos de amor y confianza que ella había creído que era.

—Tú no hiciste que Pedro se alejara —le dijo a su reflejo en el espejo—. Así que no te atrevas a echarte la culpa a tí.

Observó el anillo sobre el granito.Luego  se  irguió.  Hasta  que  Pedro no  le  dijera  qué  había  salido  mal,  qué  lo  había  impulsado a irse, no pensaba volver a ponérselo jamás.

Para  su  inmenso  alivio,  al  recobrar  la  serenidad  y  salir  de  los  aseos,  Pedro ya  se  había ido de su despacho. Apenas tardó un minuto en llamar al banco y establecer una cita  con  el  director  para  el  día  siguiente.  Pero,  ¿Cómo  contactar  con  Pedro para  hacérselo saber? Colgó  y  se  puso  de  pie  con  rapidez.  Si  podía  alcanzarlo  antes  de  que  dejara  el  edificio...

Lo encontró  en  la   amplia   galería   oeste,   de   techo   alto   y   abovedado,   donde   examinaba   la   adquisición   más   valiosa   que   había   hecho   el   museo   desde   su   desaparición. El sol  estival  entraba  por  los  grandes  ventanales  arqueados  y  hacía  imposible  no  admirar el modo en que los vaqueros le ceñían las caderas estrechas o notar cómo la camiseta negra se estiraba a lo ancho de sus poderosos hombros. La visión le produjo un aleteo en el pecho. La atención de Pedro se centraba en el jarrón de alabastro de sesenta centímetros, expuesto  dentro  de  un  armario  de  cristal  equipado  con  lo  último  en  sensores  de  seguridad. Titubeó.

—¿Qué te parece? —dijo  al  final,  avanzando  hasta  ir  a  detenerse  junto  a  él—.  Del  período uruk. Casi 3500 años de antigüedad. ¿No es fabuloso?

—Había un jarrón muy parecido a este en el Museo de Irak... lo ví una vez.

—He oído hablar de él. El Jarrón de Inanna —expuso Paula con voz de gran respeto—.  Pero,  a  diferencia  de  nuestro  tesoro,  creo  que  aquel  se  encuentra  en  una  condición  impecable. Esta pieza ha recibido daños importantes... aunque se la ha sometido a una restauración experta. Permite que te diga que costó el rescate de un rey. Pero valió la pena, ¿No crees?

Sin apartar la vista del jarrón, Pedro respondió:

—Cuando miro este jarrón, no puedo evitar pensar en el robo del Jarrón de Warka... una  pieza  completamente  diferente  que  no  se  parece  en  nada  a  esta,  pero  que  fue  robada del Museo de Irak durante el saqueo de Bagdad.

—Lo sé —dijo Paula con impaciencia.

—Desde  luego,  la  historia  del  Jarrón  de  Warka  tuvo  un  final  inesperado.  Por  coincidencia,  yo  me  encontraba  en  Bagdad,  como  parte  de  un  batallón  de  tropas  estacionadas allí cuando dos meses más tarde fue devuelto.

—Nunca me lo contaste.

—Fue entregado bajo la guardia de un grupo sorprendido de soldados —expuso sin inflexión en la voz, recitando hechos—. Con una antigüedad de miles de años, el jarrón había sufrido daños y en algún momento de la fase del robo se había roto en catorce piezas. Un precio innecesario que pagar por la codicia de alguien.

Paula se encrespó.

—Entonces,  ¿Por  qué  nuestro  jarrón  te  recuerda  ese  incidente?  —no  podía  creer  que esa conversación se encaminara hacia donde sospechaba.

jueves, 11 de enero de 2018

Eres Mía: Capítulo 12

Las  palabras  secas  lo  golpearon.  Sí,  lo  había  dicho  en  un  arranque  de  orgullo  estúpido. Desde luego, no hablaba en serio. Estaba descolocado, Dolido. Humillado. Y traicionado...Bajo ningún concepto iba a volver a abrirse para que ella lo despedazara.Clea se apartó, apuntó una nota en su agenda y le dijo sin mirarlo:

—Si no te importa, estableceré una cita con el banco y te confirmaré la hora luego.

Sí le importaba.Y lo estaba despidiendo. Lo invadió la incredulidad... y al final emergió el miedo. De haberla perdido de forma irrecuperable. De que nunca pudiera encontrar el camino de vuelta al mundo risueño, cálido y acogedor que habían compartido.Miedo de que el pasado hubiera desaparecido de verdad para siempre.Se controló y se preguntó qué hacía anhelando a una esposa que había encontrado a otro amante, y que encima la había dejado embarazada.Pero antes de poder contenerse, le aferró el brazo. Al instante Paula giró en redondo con mirada de sorpresa.

—¿Qué?

—¿Fue un accidente?

A Paula se le agitó la respiración hasta que finalmente casi graznó:

—¡No fue un accidente... yo quería este bebé!

El reconocimiento le atravesó el corazón como una bayoneta.

—¿Por qué?

—Ahora no, Pedro.

—Sí, ahora.

Desde el pasillo les llegó el sonido de voces.

—Esto  es  ridículo.  ¿Quieres hablar?  ¿Sabes?,  hace cuatro años  creía que lo  único  malo  de  nuestro  matrimonio  era  que  tú  siempre  mantenías  la  distancia...  jamás  me  hablabas  de  lo  que  estabas  pensando.  Bueno,  pues  anoche  yo  estaba  dispuesta  a  hablar... y tú no —suspiró al percibir la agitación interior de él—. Necesitamos hablar, Pedro. Pero no ahora. Tengo trabajo. Ariel acaba de llamar y puede que venga a verme. Cualquiera podría entrar.

—¡Me importa un bledo quién entre!

—A mí no.

—No necesito esas palabras sentimentales que tú consideras tan importantes. Pero sí quiero saber por qué me traicionaste, traicionaste nuestros votos.

—Traición es una palabra muy fuerte —alzó el mentón.

—Es lo que hiciste. Dime por qué.

—¿No te basta con que tú y yo hubiéramos soñado con iniciar juntos una familia?

—Esas son tonterías románticas —bufó.

—¿Tonterías? —algo aleteó en  los  ojos  de  ella—.  Bueno,  pues  esto  te  va  a  sonar  aún más a tonterías románticas... lo hice por el hombre al que amo.

—Por el padre de tu bebé.

Ella asintió con ojos súbitamente cautelosos.

—Por supuesto.

Aunque lo había estado esperando, quedó conmocionado por el reconocimiento de que  lo  había  traicionado  del  peor  modo  posible...  enamorándose  de  otro  hombre  a  pesar de jurar que sería suya para siempre. La furia se extendió por sus venas como si fuera  un  incendio  hasta  que  pensó  que  estallaría.  Pero  luchó  por  mantener  un  frío  control. Y lo logró.

—¿Y quién es  el hombre  afortunado?  —con  un  esfuerzo  sobrehumano,  sonrió  con  desdén.

—¿Quieres decir que no lo has adivinado?

Él se encogió de hombros y mintió.

—Con franqueza, no he pensado mucho en el asunto.

—Oh —bajó la vista a la mano que le rodeaba el brazo—. ¡Suéltame!

En  el  acto  Pedro apartó  la  mano,  se  alejó  y se apoyó en  el marco  de  la  puerta,  cruzando los brazos con una despreocupación que no sentía.

—Me sorprende que no lo hayas adivinado —repitió ella, retirándose el cabello de los hombros.

El gesto hizo que tuviera ganas de tomarla en brazos y besarla hasta dejarla sin aire.

—Pues sorpréndeme —la desafió en vez de ceder a sus impulsos.

Pero el recuerdo de la visión que habían en sus ojos al entrar la noche anterior en el museo lo encendió. Paula, su hermosa Paula, de pie cerca de Hall-Lewis, con la mano reposando en el brazo del otro. Una amargura aguda y corrosiva le quemó la garganta—. No te molestes, no necesito  adivinarlo  —lo  había  sabido  en  el  momento  en  que  Fernando le  había  tocado  el  vientre en cuyo interior crecía el bebé—. Fernando Hall-Lewis.

Paula parpadeó dos veces.

—Nunca  has  sido  tonto,  Pedro.  Debería  haber  imaginado  que  lo  deducirías.

 Con  tiempo.La conclusión de Pedro le revolvió el estómago a Paula.Lo  estudió  allí  apoyado  contra  la  puerta.  No  se  parecía  en  nada  al  hombre  con  el  que  se  había  casado.  Las ondas  largas  de  pelo  negro  habían  sido  cortadas,  revelando  con  claridad  la  mandíbula  cuadrada  y  los  velados  ojos  oceánicos.  La  boca,  plena  y  apasionada, se había transformado en una línea fina. Se dijo con vehemencia que ese hombre duro e intransigente no la atraía nada.Lo contrario sería una estupidez.Tenía que salir de allí.Antes de poder arrepentirse, pasó a su lado, abandonó el despacho y fue al aseo de señoras pasillo abajo. Por primera vez, no se fijó en las antigüedades que lo decoraban y abrió el grifo y dejó que el agua fría le recorriera las muñecas.El destello de oro a través del agua le brindó una pausa. Despacio,  cerró  el  grifo.  Un  segundo  más  tarde,  se  había  quitado  la  alianza  y  estudiaba  la  banda  de  oro  rojo,  blanco  y  amarillo  que  reposaba  en  la  palma  de  su  mano derecha.

Eres Mía: Capítulo 11

Llegó  a  la  conclusión  de  que  su  traidora  esposa  había  tomado  la  decisión  de  erradicar todo rastro de él.La ira hirvió en sus entrañas. Al menos eso lo podía controlar.Lo  que  no  podía  permitir  era  que  ella  presenciara  su  vulnerabilidad...  Lo  expuesto  que se sentía. Había tenido años de práctica en el empleo de una máscara de reserva impenetrable  y  en  ocultar  toda  emoción,  incluido  el  dolor.  Aprovechándose  de  eso,  respiró  hondo  y  se  tomó  tiempo  en  examinarla.  El  vestido  ceñido  constreñía  sus  pechos plenos, que subían y bajaban con cada respiración que daba. Habría jurado que la respiración se le aceleraba al verse sujeta a ese escrutinio.La  fuerza  de  voluntad  lo  frenó  de  bajar  al  estómago  levemente  hinchado.  La  mera  idea del embarazo lo seguía aturdiendo. Paula  fruncía el ceño.

—¿Qué quieres, Pedro?

Resistió el impulso descabellado de decir... a tí.

—También he ido al banco.

El  empleado  ni  siquiera había querido  hablar  con  él.  Para  su  desconcierto,  había  sido  escoltado  hasta  la  puerta  por  unos  empleados  de  seguridad.  En  el  pasado,  los  banqueros se habían desvivido por asegurarse sus negocios. La experiencia de ese día había sido una sacudida brusca. Miró a su esposa lleno de frustración.

—Han  congelado  mis  cuentas.  Todas.  Al  parecer tú  lo  ordenaste.  De  modo  que  supongo  que  el  banco  necesita  tu  autorización  para  volver  a  activarlas  —lo  crispaba  saber que necesitaba de Paula.

Ella se inclinó  sobre  el  escritorio  y  se  puso  a  buscar  en  una  caja  que  contenía  tarjetas comerciales. El vestido de algodón negro se tensaba sobre las hermosas nalgas de su trasero.La  oleada  ardiente  de  deseo  fue  imprevista.  Juró  para  sus  adentros,  atónito  al  descubrir lo mucho que todavía lo excitaba su esposa embarazada.

—Ah, aquí está —dijo al encontrar la tarjeta que buscaba.

Acercó la agenda, fue a la página indicada y alargó la mano hacia el teléfono.

—¿Qué haces? —demandó él.

—Llamar para establecer una cita para ir los dos al banco mañana.

—Mañana, no. Hoy —insistió Pedro.

—No puedo...

Él avanzó un paso y se situó justo detrás de ella.

—Quiero que esto quede resuelto hoy. Así que haz un hueco en tu agenda.

Paula dejó el auricular.

—Invadir mi espacio personal no va a ayudar. Hoy, no puedo —clavó un dedo en la agenda—. Faltan tres semanas para el festival del museo.

El  teléfono eligió  ese  momento para  sonar.  Paula fue  a  contestar,  pero  la  mano  de  Pedro se cerró sobre la suya, impidiéndoselo. La  llamada  cesó  de  golpe.  Ella miró  el  identificador  de  la  pantalla,  luego  habló  por  encima del hombro.

—¡Era mi jefe!

—Es una pena.

Paula soltó un suspiro impaciente.

—No me fastidies esto.

Ella había cambiado.Y empezaba a comprender el alcance de dicho cambio. A pesar del hecho de que no había dedicado los últimos años a esperarlo, aún había esperado que lo antepusiera a todo  lo  demás.  Llevaba  ausente  cuatro  años.  Empezaba  a  quedar  claro  con  bastante  rapidez  que  él  ya  no era  el  centro de su universo.  Pero  la  bola  de  ardiente  amargura  que tenía en la boca del estómago no iba a traer de vuelta a la Paula, por la que había vivido cada minuto de cuatro años infernales.Pero atosigarla no ayudaba su causa. De  modo  que  se  apoyó  en  los  talones,  enarcó  unas  cejas  burlonas  y  se  afanó  en  buscar alguna señal que le mostrara que a ella todavía le importaba.

—¿Desde cuándo pedirte ayuda se ha vuelto sinónimo de fastidiar algo?

Los ojos de ella mostraron tensión.

—Estoy más que  contenta de ayudarte...  haré las llamadas  y  sacaré  tiempo  libre  mañana.  Pero  si  solo  has  venido  a  ejecutar  juegos  de  poder,  entonces  me  temo  que  tendrás que marcharte. Tengo material que repasar para un folleto que debe estar en la imprenta en unas horas —señaló la pila de libros que había en el suelo—. No puede esperar.

Mostraba una  dignidad dolida  y  le  costó  contenerse  de  tomarla  en  brazos.  La  negativa  de  ella  a  responder  al  instante  a  sus  necesidades  lo  había  puesto  a  la  defensiva.

—Yo también estoy comprobando cosas. Todos los modos en que has cambiado.

—Como te plazca —apartó la vista—. Pero eso no modificará el hecho de que tengo que realizar un trabajo.

Siguió  su  mirada  hacia  la  página  en  la  que  había  estado  concentrada  cuando  él  entró. Corazones.  Había  estado  dibujando corazones.  Quizá  sí  había  estado  hablando  con su amante. Se tragó la bilis y avanzó hasta que sus muslos enfundados en vaqueros le rozaron el  trasero.  En  algún  rincón  de  su  mente  sabía  que  se  estaba  comportando  como  un  imbécil, pero no podía evitarlo. No podía parar de tratar de provocar una reacción, una muestra de emoción espontánea. La suavidad de ella contra su cadera y sus muslos le cortó el aliento.¡Y esa fragancia dulce...!En  ese  momento  la  adrenalina  lo  atravesó  como  un  relámpago.  Bajó  la  cabeza  y  murmuró sobre su nuca:

—¿Estás demasiado ocupada para esto?

Ella giró y sus ojos se clavaron en los del otro. A pesar del crepitar que imperaba en el aire, los de Paula estaban fríos y distantes.

—Anoche dijiste que todo se había terminado.