—De acuerdo, ahora no... pero sí luego.
—Pero primero hablaremos.
—Te lo recordaré —la miró con expresión inescrutable.
Después de arreglar que le enviaran toda la compra a casa, empezó a cansarse de ir de una tienda a otra, de la multitud, de no poder captar más que un leve vistazo de cielo azul. Comenzaba a sentir cierta claustrofobia. Necesitaba espacio. Un paseo por el oasis verde de Central Park hasta el Loeb Boathouse Restaurant proporcionó el antídoto perfecto para la inquietud que lo consumía.Los escoltaron hasta una mesa junto al borde del lago. Adrede él había elegido ese restaurante que tanto habían frecuentado en el pasado. Pretendía reavivar antiguos recuerdos de los buenos tiempos que habían compartido, aunque sería importante mantener la cabeza fría en la conversación que iba a tener lugar. Estaba luchando por lo que más le importaba.Después de todo, Paula seguía siendo su esposa.Y no iba a permitir que eso cambiara. Sin importar lo que planeara Hall-Lewis.
Cuando regresó al camarero, Pedro cerró el menú sin haberlo leído. Sabía que quería el sabor familiar de una hamburguesa con un refresco frío. Hacía mucho que no disfrutaba de esos corrientes placeres occidentales. Y Paula necesitó un segundo para decantarse por unos raviolis de setas silvestres y una ensalada verde.
—De joven, solía imaginar que celebraría mi boda aquí, junto al lago —comentó ella con tono soñador una vez que se hubo marchado el camarero.
La información fue inesperada y el interés de Pedro se agudizó.
—Siempre supe que disfrutabas viniendo aquí... pero nunca me habías contado eso.
—Es tan romántico. Los botes, los cisnes. Hasta el horizonte urbano más allá de los árboles te recuerdan que es un mundo secreto en el corazón de Nueva York —en ese momento el camarero les llevó el pedido y después de marcharse, la voz de Paula se suavizó más—: Y no te lo dije porque nunca quise que pensaras que me había perdido un sueño por casarnos en Las Vegas.
Pero se lo había perdido. Paula se había merecido la boda romántica de sus fantasías juveniles. Diablos, incluso era virgen. Recordó la incredulidad y devoción que lo habían abrumado al realizar ese descubrimiento sorprendente la noche nupcial.
—En cualquier caso, me pediste que nos casáramos aquí, en Central Park, ¿Lo recuerdas? Antes de largamos a Las Vegas. Así que debiste sentir el vínculo que tenía con este lugar.
—El calor era sofocante. Me declaré bajo un roble...
—Lo recuerdo —su mirada se tomó súbitamente brumosa y apoyó la mano en el brazo de él.Brand respiró hondo cuando el calor lo atravesó como una lanza. Tras una pausa, acarició el dedo de ella, que mostraba una marca más clara.
—Paula, me gustaría que volvieras a llevar el anillo... después de todo, aún seguimos casados.
—No puedo —la suave ensoñación se desvaneció de su rostro cuando movió la cabeza.
La negativa fue como un golpe en las entrañas de Pedro.Antes de que pudiera responder, les sirvieron la comida. Cenaron en silencio y el murmullo de las conversaciones circundantes llenó el espacio entre ellos. Mientras Pedro reflexionaba sobre la negativa recibida, se dijo que no debería haberlo sorprendido.
—Necesitamos hablar de Fernando—dijo.
—¿Fernando? —ella enarcó las cejas y dejó los cubiertos en el plato vacío—. ¿De qué quieres hablar?
—Es difícil que puedas casarte con él mientras estés casada conmigo —ella fue a decir algo pero la cortó—. No estoy muerto, de modo que nuestro matrimonio sigue vigente. Debes saber que no pienso acceder a un divorcio pasivo y sencillo.
—Brand...
—Así que deberías reconsiderar este plan impulsivo.
—No ha sido nada impulsivo. Tú no estabas. Y conozco a Fernando de toda la vida —alzó el mentón en un gesto típico de ella y lo estudió ceñuda—. De hecho, desde mucho antes de conocerte a tí.
—El tiempo no significa nada. Puedes conocer a alguien de años y no saber nada sobre él... el matrimonio lo cambia todo.
—Me casé contigo al mes de conocerte, Pedro. Y a pesar de estar casados y de pasar casi todas las noches desnudos en brazos del otro, apenas te conocía —hizo una pausa y luego continuó—: A pesar de que me dijiste que me amabas, hubo una parte de tí que siempre mantuviste oculta. Guardaste secretos.
No era la primera vez que sacaba ese tema y Pedro empezaba a creer que Paula tenía razón. Pero igual se defendió.
—Algunos eran secretos muy reales... secretos militares que no tenía libertad de revelar.
—No todos.
—No —reconoció él—. Pero había cosas... terribles que prefería no tratar.
—Bien, puedo aceptar eso. Pero a veces percibía que entre nosotros había una distancia que jamás cruzaría. Al principio lo achaqué al hecho de que eras mayor y que habías visto muchas más cosas que yo. Pero esa distancia... tu reserva formó un muro impenetrable y me hizo difícil entenderte de verdad.
—¿Y consideras que entiendes a Fernando? Sonrió de un modo que no le gustó nada, con diversión... y ternura.
—Fernando me adora. Y él nunca me mentiría...
—¿Estás segura de eso?
—Absolutamente —parpadeó.
La conversación no tenía nada que ver con Fernando y sí con la tensión no resuelta que se retorcía entre ellos. Veía que Paula confiaba en Hall-Lewis y no en su marido. El miedo a perderla superó con creces la traición que tanto lo había indignado. Podía entender por qué se había sentido atraída hacia Fernando, era su amigo, a la vez que creía que Pedro estaba muerto. Pero había vuelto. Y no tenía intención de dejarla ir. No en esa vida.