¿Cuántas veces tendría que revivirla?, se preguntó. O la otra pesadilla, la de que quizá Paula tenía razón y, sencillamente, no estaban hechos el uno para el otro. Pedro se levantó, moviendo el cuello dolorido, y se dirigió a la cocina sin molestarse en encender la luz. ¿Para qué? No había riesgo de chocar con nadie en el bufete a esas horas. Y había pasado allí tiempo suficiente como para conocerlo de memoria. Abrió la nevera, la lucecita rompiendo la oscuridad, y sacó un contenedor de comida de su restaurante favorito... Un sitio en el que lo conocían bien desde que Paula y él se separaron y donde encargaba la cena cada noche. Apoyado en la encimera, sacó una chuleta fría del contenedor y, después de comérsela, le tiró el hueso a Frida. Siguió comiendo más por costumbre que por apetito, sin dejar de pensar en la ecografía que llevaba en el bolsillo.
—Un poco diferente a como eran antes las cosas, ¿No? —sonrió, mirando a su perrita.
Había habido buenos tiempos, sí. Tirando el resto de las chuletas a la basura, buscó un buen recuerdo que reemplazase a la pesadilla. Dos años antes, Paula lo había sorprendido en Navidad con un par de cachorros adoptados en un refugio para animales. ¿Cómo podía haber olvidado su contagiosa sonrisa cuando le mostró a los dos ruidosos animalillos con lazos rojos en el cuello? Pedro miró a Frida, que gruñía de felicidad mientras mordisqueaba el hueso de la chuleta. Casi podía oír a Paula regañándolo por darle algo que no fuera pienso... Pero tenía razón cuando dijo que el divorcio no estaba saliendo como habían previsto. Su matrimonio tampoco había sido lo que ellos habían previsto, primero por el aborto y luego la pérdida de Camila. No, no quería pensar en eso. La vida era así, cambiaba de dirección y uno tenía que aceptarlo. Pero había un niño en camino y no pensaba ser un padre a distancia. Y no pensaba dejar que algún tipo como Adrián Ward educase a su hijo. Conquistar a Paula de nuevo era un principio para conseguirlo. Pero si eso no funcionaba, buscaría el método que hiciera falta. A la porra las pesadillas, la apuesta era demasiado alta como para perder el tiempo.
Pedro en la playa, Paula despertó cansada y furiosa. Y tarde para trabajar. Aunque las náuseas matinales no la habían ayudado nada, esperaba poder comer algo cuando llegase a la oficina. Pero cuando abrió la puerta de su despacho se lo encontró tumbado en el sofá, dormido. Suspirando, se acercó a él dispuesta a echarlo de allí. ¿Y si entraba su jefe? ¿Y si se enteraba la recepcionista? ¿Por qué no podía entender que ya no estaban casados? No tenía derecho a entrar y salir de su vida como quisiera. Debía llamar antes, pedir una cita. Dejando el maletín sobre la mesa, se detuvo a unos centímetros de él. ¿De verdad tenían que pedir cita para hablar el uno con el otro? Qué triste. Sin pensar, sacó un pañuelo de papel del contenedor dorado que había sobre el escritorio y limpió una manchita en sus mocasines. Pero, mientras lo hacía, no pudo evitar admirar esas piernas tan largas, tan masculinas. No era justo que su cuerpo estuviera volviéndose loco por las hormonas cuando Pedro era oficialmente territorio prohibido.
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