—Deberíamos llamar a una ambulancia —dijo el padrastro de Sebastián por tercera vez, con la autoridad que uno esperaría de un general condecorado.
Pedro estaba de acuerdo. Pero la doctora, que había ido al Juzgado para testificar en un juicio, parecía pensar que siete minutos y cuarenta segundos de pérdida de consciencia no eran nada importante. La doctora Cohen estaba sentada al borde del sofá, mirando su reloj mientras sujetaba la muñeca de Paula. Al verla caer al suelo la había tomado en brazos, asustado. Y después de tumbarla en un sofá le quitó los zapatos y la chaqueta mientras su madre se movía de un lado a otro, nerviosa, y el general buscaba ayuda. Aunque le había pedido a su familia que no fuera al Juzgado, allí estaban. Y, por lo visto, había sido una suerte. Dos de sus hermanos estaban en una esquina con su madre y el general. Y él estaba de pie, esperando. Pedro odiaba la inactividad, en parte la razón por la que le gustaba tanto su trabajo. Le gustaba tener siempre algo que hacer; quizá era una manera de controlarlo todo. ¿Por qué no abría Paula los ojos? ¿Y cuántas veces iba a tomarle el pulso la doctora Cohen? Se iba a encontrar con una demanda si su ex mujer no despertaba en diez segundos. Se inclinó sobre el sofá para tocar la otra mano de Paula, demasiado fría en su opinión.
—Voy a llevarla al hospital ahora mismo. Si despierta en el camino, genial. Y si no... En cualquier caso la atenderán antes.
La doctora se levantó, quitándose las gafas de montura dorada sujetas al cuello por una cadenita.
—Como marido de la señora, ésa es su decisión.
¿Marido? ¿No era eso restregar sal sobre la herida? Pero no pensaba darle explicaciones y perder así la poca autoridad que tenía sobre la salud de Paula en ese momento. Sin embargo, Pedro miró por encima del hombro como para advertirle a su familia que no dijese nada. Un gemido hizo que todos se volviesen hacia el sofá. paula estaba abriendo los ojos.
—¿Paula? —murmuró Pedro, apretando su mano—. Vamos, despierta. Nos has dado un buen susto.
—¿Pedro? —murmuró ella, intentando incorporarse—. ¿Qué ha pasado?
—Te desmayaste en el pasillo. ¿No te acuerdas?
Si había algún día digno de ser olvidado para siempre, era aquél.
—Ah, el Juzgado. Tus zapatos de Salvatore Ferragamo...
—¿Qué?
Pedro no sabía qué tenían que ver sus zapatos con aquello, pero al menos Paula recordaba dónde estaba. Su madre lo apartó a un lado para ponerle un pañuelo mojado sobre la frente.
—No te incorpores, cielo. Quédate tumbada un ratito.
—Gracias, Ana—Paula aceptó el pañuelo con una sonrisa.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Pedro.
Ella apartó la mirada, aparentemente muy interesada en las cortinas.
—Se me olvidó tomar el desayuno. No sé... A lo mejor ha sido una bajada de azúcar.
—¿Y la comida? —Pedro señaló el reloj de la pared—. Son las tres de la tarde.
—¿Ya son las tres? —Paula apartó el pañuelo de su frente y lo pasó por su cuello—. No lo sé... Estaba nerviosa y no podía comer nada.
Si no podía comer, debía ocurrirle algo serio. Paula nunca se saltaba las comidas, una de las cosas que más le gustaban de ella. Viéndola saborear ostras los había hecho acabar en la cama más de una vez...
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